Almodóvar suscita opiniones encontradas. Admirado por gran parte del público y la crítica especializada extranjera, tiene en nuestro país tantos admiradores como detractores feroces. Podríamos decir que en cierto sentido ha sido víctima del pecado nacional atribuido a los españoles: “la envidia”, aparte de una visión masculinista de un amplio sector del público y la crítica. Con todo, el éxito de sus películas está ya de antemano asegurado en muchas partes del mundo y es considerado un clásico moderno por la mayoría de los estudiosos del cine español, con varias monografías publicadas sobre su obra. Su trayectoria ha sido tremendamente irregular y saltó al éxito entre nosotros gracias al desparpajo, el relativo escándalo y la frescura de sus primeros trabajos que surgieron de la repercusión cultural de la “movida madrileña” y los cambios sociales producidos con la transición española y la década de los ochenta, que supuso la entrada en el escenario de nuevos personajes jóvenes. Lo cutre, lo soez y sobre todo el vitalismo con el que representaba a minorías y grupos sociales hasta entonces ausentes en las pantallas españolas lo convirtieron pronto en un director de culto entre un sector del público. La crítica empezó a fijarse en él gracias a títulos como la extraordinaria ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984) -de ecos a la vez neo y surrealistas-, una desgarradora comedia dramática sobre el infierno personal de un ama de casa de los suburbios de Madrid. Pero su maduración como realizador nos ha dado obras muy desiguales y discutidas, películas extraordinarias y otras simplemente rutinarias e incluso fallidas, aunque incluso en sus peores títulos podamos percibir rasgos de su peculiar personalidad artística.
Sus tres últimos filmes, muy diferentes entre sí, lo sitúan como un director a la vez previsible -en algunas constantes estilísticas y temáticas- e imprevisible -en el nuevo giro autoral o argumental que vaya a dar a su película posterior-. Así, antes de estrenarse, muchos de los secretos de sus filmes permanecen celosamente guardados mientras otros son rápidamente aireados por los medios de comunicación. El último Almodóvar es siempre un acontecimiento. El éxito internacional de Volver (2006) con sus Globos de oro incluidos (y su colocación ya en la alfombra roja de los Oscars) lo ha vuelto a poner en el candelero tras la irregular acogida de La mala educación (2004), una de sus obras más sombrías, duras y pesimistas, un filme rompecabezas y una reflexión perturbadora sobre la creación y la confusión entre la realidad y la ficción.
Es algo ya conocido por los estudiosos que el director manchego bebe de muchas fuentes entre ellas el melodrama, el cine clásico, el folletín, el cómic, la comedia clásica y de enredo y de elementos pertenecientes diferentes subculturas (como el camp o el kitsch, lo retro o lo cutre) y se ha confesado admirador de realizadores como Sirk, Minelli, Hitchcock o Fassbinder, cuya influencia se ve claramente en La ley del deseo (1987) y La mala educación, y en la malsana relación de dependencia afectiva y socioeconómica de los personajes masculinos.
Con Volver los comentaristas se han apresurado a decir que el realizador “ha vuelto a sus orígenes” por contar una historia inspirada en los ambientes y acontecimientos de su infancia: el mundo matriarcal de las mujeres de pueblo, con sus secretos y sus alianzas, mujeres que son a la vez amigas, rivales y vecinas, siempre dispuestas a ayudarse en los momentos difíciles. Un mundo que aparecía ya retratado de forma más difusa en algunos episodios de La flor de mi secreto (1995). La etiqueta, algo irritante, de director de mujeres, obtenida especialmente por títulos como ¿Qué he hecho yo para merecer esto?, Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) o Todo sobre mi madre (1999) (saturada esta última de claves tomadas de la cultura gay y el women film), con su protagonismo femenino coral, resulta, sin embargo, desmentida por la extraordinaria interpretación que logra obtener de un camaleónico Gael García Bernal en La mala educación.
Volver es en principio, por su ubicación, un filme de factura más sencilla que sus últimos trabajos que coquetean con el cine negro y la tragedia (Hable con ella (2002), La mala educación) pero se beneficia, al igual que todo el último tramo de su carrera, del avance del director en aspectos artísticos y técnicos, patentes en su impecable acabado visual (con una soberbia fotografía de José Luis Alcaine y la melancólica partitura de Alberto Iglesias) y en su sofisticado guión pese a estar situado en un entorno aparentemente tan seco, plano y recio como es un pueblo manchego. Almodóvar como realizador, sigue, pues, por sus caminos, refinando su narrativa, de espalda a público y crítica y a la vez incluyéndolo, como siempre ha hecho, en la forma de confeccionar sus filmes.
El filme arranca con una secuencia excepcional: las mujeres limpian las tumbas de “sus hombres” muertos, moviéndose al ritmo de una alegre canción zarzuelera y conversando entre ellas mientras se suceden los títulos de crédito. De nuevo el humor negro y la mirada humanista. El viento solano cobra protagonismo con sus presagios de historia de fantasmas, locura y muerte, temas tratados, no obstante, con humor y calidez en su contexto humilde y rural. De nuevo el realizador nos introduce en una historia rocambolesca, con un guión saturado de inesperados puntos de giro, rozando lo inverosímil, pero haciéndola creíble gracias al modo en que nos acerca a los personajes y sus sentimientos.
En esta ocasión el director se ha metido también en el bolsillo a algunos de los que, a priori, no admiran su cine, al excluir muchos de los elementos más estrambóticos y escabrosos de sus dos últimos títulos -donde se incluía la violación y el abuso de menores- y centrarse en una serie de personajes (sobre todo femeninos) que, en mayor o medida, se ganan la simpatía del espectador quien puede empatizar con sus venturas y desventuras a pesar del carácter desproporcionado, y en ocasiones folletinesco, de las mismas. Así podemos sonreír y conmovernos en una misma secuencia.
Volver deja un sabor agridulce, con la tristeza como un implacable telón de fondo sobre el que destacan la vitalidad y la alegría de muchas de sus situaciones. A este respecto es imposible obviar un comentario a la esforzada interpretación de una actriz de recursos limitados, Penélope Cruz, que hace un trabajo notable pero que ha sido ridículamente comparada con Ana Magnani o Sofía Loren, tan sólo por encarnar a una mujer-madre pueblerina plena arrestos y porque en el propio filme -gesto característico de un director dado a las citas y homenajes cinéfilos- entre los saturados colores de la acción se incluyen algunos planos en blanco y negro de Bellísima (1951) de Visconti. Aunque sea preciso reconocer que el gran trabajo interpretativo del filme es el de Blanca Portillo, por encima de Cruz o la propia Maura.
Como en sus dos anteriores filmes hay un aspecto temático fundamental y que no debe pasar desapercibido: el peso del pasado sobre el presente y cómo éste lo condiciona de formas inesperadas y a veces irreversibles, aunque la fuerza de sus personajes sepa siempre darle otro sentido.
Quien esto suscribe desea la mejor suerte del mundo a este filme a la vez grave y divertido, serio y satírico, tierno y cruel -con un maravilloso puyazo a la telebasura- y promete seguir fielmente a este director que para bien o para mal siempre guarda un conejo debajo del sombrero.
España, Eduardo, D. (2007). A propósito de Volver, laFuga, 2. [Fecha de consulta: 2024-10-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/a-proposito-de-volver/42