El problema con el filme de Esteban Larraín es justamente la ausencia de problema. Si bien se dirá que es un film que “mezcla ficción y documental”, son esos dos polos (ficción y documental) los que no se entremezclan, ni se tocan para abordar cinematográficamente el objeto-tema elegido.
Más allá de la carencia del híbrido esperado, que podría atribuirse exclusivamente a una falsa expectativa de algunos espectadores que se enfrentan a la película conociendo su punto de partida- la historia real de una niña boliviana que atraviesa el desierto con el fin de llegar a Chile a buscar trabajo-, uno de los conflictos radica en la injustificada elección de género por parte del director. Es precisamente el autor quien suele determinar a qué categoría pertenece su obra, este proyecto fue concebido como un documental, sin embargo, por la imposibilidad de volver a realizar el registro de los acontecimientos que ya habían sucedido, decide transformarlo en una ficción. Dicha imposibilidad no motivaba necesariamente el cambio de género, las reconstrucciones inauguraron la historia del documental, por eso desde el impulso inicial se produce un quiebre, un sin sentido al esquivar la reconstrucción documental y no reflexionar sobre las verdaderas potencialidades que adquiere dicha historia al transformarla en una ficción. Esto nos lleva a pensar que las circunstancias determinaron la presencia de dos polos que no logran convivir ni potenciarse.
La ficción no se soluciona: en los largos planos con bellas fotografías del desierto, la relación con el paisaje no logra salir del esteticismo como para que logremos asimilarlo de otra forma (vamos a hablar de “paisaje naturalizado”), la historia del personaje central del que poco sabemos y dada la naturaleza del “mensaje” deberíamos haber sabido más o los elementos expuestos “no alcanzan” para insertarnos en un mundo diegético construido con nitidez pero a su vez con poca precisión en cuanto a qué dejar fuera y qué dejar dentro. Desde aquí, los encuadres no parecen asir la escena. Y aunque se diga que uno de los temas de la película es “el viaje”, no basta en poner un plano seguido de otro de un personaje de una niña caminando muchos días de su vida para que podamos incluso intuir una ritualística de siglos en el desierto, tampoco, claro, la entrada de una música de tono melódico, que no queda claro a qué apunta, salvo a recalcar el sufriente estado del personaje1Esto Larraín ya lo había hecho en su filme El velo de Berta un documental sobre Berta Quintremán, la útima mapuche resistente a la construcción de represas, el tema en ese documental le ganaba al maniqueísmo de Larraín, pero aquí no se salva. El cúmulo de imágenes descriptivas sobre las caminatas de Alicia en el desierto sólo se perciben como una oda al paisaje, en la retina queda exclusivamente el seguimiento de un largo trayecto al que le han extirpado el esfuerzo real al que se expuso el personaje. Las condiciones de producción de una ficción llevan al actor social a ponerse en situación, a recorrer el sitio tal como lo hizo en su momento, sin embargo, el pragmatismo del director en la elección del género lo condujo a omitir el esfuerzo y las vacilaciones propias de una odisea como esa y si no existieron, debía construirlas, en este formato no bastaba con reconstruir el viaje, era necesario distanciarse del referente y de los hechos reales con el fin de aprovechar las oportunidades que entregaba la ficción para evitar los planos descriptivas y funcionales que nos alejan de las motivaciones reales del viaje de la niña aymara.
Como el tema indígena es un tema central y sensible hacia el final ahondaré en él. Por mientras vamos a decir que aboga por una representación del indígena bajo el sesgo de una “discriminación positiva” o bajo la retórica paternalista de “el buen salvaje”.2Al respecto de esto, me baso en un artículo escrito por la antropóloga María Paz Peirano llamado “Nosotros, los otros” que aborda la representación del indígena en el cine chileno y puede encontrarse en la Revista del Museo Precolombino, y puede descargarse aquí
La zona documental no se soluciona: No basta un cartel –pancarta- al final con datos sobre la migración urbana de indígenas o el largo trecho que deben recorrer algunos para llegar a ella y ser discriminados. Por otro lado a nivel de imagen cinematográfica esta frontera- umbral no está representada. Larraín lo soluciona mediante la mirada de la niña que camina, que cruza una frontera, y luego mediante la llegada a la ciudad, con cambio de tratamiento de cámara que apunta a establecer un estado de incertidumbre, aquí, donde había más documentalismo y ficción que adherir, Larraín pone su pancarta. En ese momento esperábamos vivenciar el significado que él le quería dar a la caminata, al carecer del registro documental de esos acontecimientos tenía la posibilidad de crearlos-recrearlos, con el fin de entender muchos temas subyacentes del viaje. En ese final que nos narran- y no observamos- estaba el contraste con las imágenes anteriores, la pérdida de la libertad y el sin sentido del sacrificio. Sin embargo, es en ese instante donde emula un recurso documental en medio de la ficción: la falta de acceso, que no otorga realismo a la historia, simplemente nos restringe la mirada y nos entrega la información de manera literal. Se da un desaprovechamiento total de los recursos propios de cada género, el documentalismo podría haberse potenciado en varios momentos de interacción, por ejemplo en la escuela, Larraín no profundiza y deja a un profesor explicando el origen y lengua de la etnia. No queda claro el sentido de esta escena salvo el de ilustración. Finalmente si hay uso de sujetos reales, la pregunta sigue estando ahí ¿cuanto trabajo fílmico es necesario para equiparar ese trabajo de sustracción del sujeto al espacio? ¿que “uso” le da Larraín al sujeto retratado? ¿que nivel de ganancia y que nivel de perdida?
Alteridades
Como decía, Larraín opta por hacer del indígena una representación pura, individual, positiva y desproblematizada; el tema central del filme (donde Larraín centra “el mensaje”) no está puesto en imágenes y hace de la frontera (política) solo un umbral espacial. Tendríamos que recurrir a otros filmes y a otras cinematografías para rebatir cinematográficamente el filme de Larraín, por ejemplo, el cine de Jorge Sanjinés, que hace todo lo contrario a lo que hace Larraín: donde Larraín ve individuos (Berta, Alicia), Sanjinés veía colectivos, si aquí hay pureza indígena allá complejidad sociocultural, tanto en sus relaciones con la tecnología, con su propia identidad o la discriminación desde los blancos (en Yawar Malku Sanjinés filma esos umbrales políticos, espaciales- la violencia de la ciudad- o lingüísticos- discriminación negativa); pero quizás el tema de fondo tenga que ver con la huída de una mirada paternalista, inhabilitante de los sujetos para hacerse cargo de su propia historia (presente aquí, no en El velo de Berta), lo indígena es asimilado como parte de un “movimiento popular” de liberación, que reniega del blanqueamiento de la nación, para asimilar su propia historia como la historia de las luchas que configuran el presente. Y si bien, es cierto, hoy en día se hace difícil hablar de luchas políticas absolutas y colectivas, el cine puede problematizar aún más el carácter político de la puesta en escena, sin caer en la transparencia, la postal o la pancarta.
Creemos ver en Indocumentado de Edgar Endress o en Copacabana de Martin Rejtman, imaginativas y sensibles salidas a la postal y la pancarta respecto a la problemática cine-representación del “otro”.
En Indocumentado Endress parte de una historia aparecida como nimia en un periódico (un boliviano asesinado en la frontera de Chile), el comienzo de una ficción en primera persona, que lo lleva a indagar en los espacios donde ocurrió la muerte, y a encontrar rastros de la historia de ese personaje, quien era, a qué se dedicaba, que vida llevó. Endress “repone” un espectro, hace aparecer el cuerpo en el umbral de una frontera política ¿qué poderes son los que llevan a matar a alguien en una frontera? ¿Cuántas muertes ocurren de ese tipo día a día? ¿qué criterio hace que una vida pueda ser sacrificada y en el nombre de qué?. Endress escapa de la política de la representación –sujeto víctima o sujeto noticioso- para anteponer entre el evento y su puesta en imágenes tratamiento cinematográfico.
Copacabana de Rejtman es un documental sobre una comunidad boliviana que reside en Argentina. En vez de apelar a los criterios de identificación de la víctima (discriminación positiva) o en el seguimiento a un personaje, Rejtman indaga en la identidad colectiva, singularizando instancias, afectos, pensamientos, sin individualizar (curiosamente, aquí se acerca más a Sanjinés que a los documentales denuncia). En dos o tres escenas, Rejtman apela sensiblemente a problemas más complejos: filma las conversaciones en cabinas telefónicas con los familiares a la distancia en dos planos largos en que escuchamos parte de la conversación; muestra las fotos de un personaje que narra la historia de la comunidad, pero no muestra el rostro de quien cuenta, centrándose en sus palabras, y las fotografías; y, en la frontera, filma el proceso de requisamiento por parte de la policía en búsqueda de tráfico ilegal; esas tres escenas se destacan por encuadrar, suspender y mostrar. Encuadrar al elegir cuanto muestra y cuanto no, que deja adentro y afuera del plano. Suspender, por que suspende el prejuicio moral, ético o político, ya venga de una discriminación positiva o negativa. Finalmente, mostrar, al evidenciar una situación sin hacer alarde musical (música no diegética) o enfatizar el discurso. A su vez, el montaje hace énfasis en una narración elíptica, fragmentada, pero unida en la mirada sensible hacia sus personajes. El narrador fílmico de Rejtman es silencioso, trabaja sin alardes o sobre estetizaciones, pero a su vez tiene el rigor de la exactitud, ningún plano sobra.
Bien, donde hay frontera política, decíamos, Larraín construye paisaje, y donde hay conflicto identitario, esencializa y crea un modo de representación ligado a la fijeza, sin historizar o problematizar. No hay mirada antropológica (aunque pareciera a ratos acercarse), tampoco documental (ni social, ni histórico, ni político), y aquello que hay de ficción subsiste no para complejizar lo anterior, si no, para estetizar (bellos paisajes, música melódica para enfatizar el carácter “terrible” de la situación), a esto se suma que el montaje cinematográfico de pesada pero nítida construcción dificulta una mirada reflexiva, y no elige, segmenta, selecciona, narrrativiza un material que ameritaba más de un corte. Para ser más específicos en esta relación (montaje, encuadre, narración), su regimen de ocularización y focalización coinciden en un “grado cero”, objetivista y transparente (Jost, Xavier, Bürch han hablado de esto) donde el otro es figura pero no discurso, nitidez pero no ambigüedad. El filme de Esteban Larraín tiene, en ese sentido, una vocación estética cuando construye planos de paisaje, pero realista cuando se trata de denunciar una situación de la vida real sin intentar acercar ambas cuestiones, para hacerse cargo de la puesta en escena.
Conclusiones
Consideramos que por sobre el “todo vale” ligado al giro liberal de lo político, es posible pensar mediante criterios cinematográficos representaciones y políticas relativas al otro, al lenguaje y a las prácticas asumiendo la cuota modernista que eso requiere pero renegando de todo ámbito neutral de los procesos ligados a premios, financiamientos, o criterios de “calidad” ligado a la obra cinematográfica.
Pinto Veas, I. (2009). Alicia en el país, laFuga, 9. [Fecha de consulta: 2024-10-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/alicia-en-el-pais/279