“Una historia nacional puede gustarnos o no gustarnos; el territorio de nuestro país que no hemos visto nos resulta un mito como el Tíbet o la Islandia (…) La patria es el paisaje de la infancia, y quédese lo demás como mistificación política.”
Gabriela Mistral, Un valle de Chile, el Elqui, 1933
“Y yo que quería decir Chile, y me salió quién sabe qué”, nos dice en susurros la voz de Ruiz en Museos y clubes en la Región Antártica, la tercera parte de Cofralandes (Raúl Ruiz, 2002) esta “Rapsodia chilena” que, dosificada en cuatro capítulos, pretendía dar cuenta de sus impresiones acerca del país. Impresiones paradojales, propias de un mundo al revés, sobre este espacio donde, como en la Ciudad de Cofralandes, especie de Jauja perfilada en una canción de Violeta Parra, todo puede suceder. Así, no sólo es curioso sino revelador que Hoy en día, el primer capítulo, se inicie -como una sinfonía de ciudad invertida- con la luz quemada de un atardecer. Todo lo que está por venir, los créditos de la película incluidos, pareciera quedar envuelto, junto con esas últimas luces del día, bajo el sino de la obsolescencia. No nos situamos así, ante los rayos de luz nítidos y fundacionales de la aurora, sino más bien, ante una luz difusa que, como una pura intensidad, se cierne sobre los hechos y lugares a representar. Una luz densa, volumétrica, provista de una mirada, que nos permitirá, de ahora en adelante, entrar y salir de este cofre junto a Los Andes, a la manera de un mapa desaforado, que más que delimitar, expande el alcance de su territorio hacia el espacio de una causalidad ilimitada que se funde con lo imaginario.
Diez años más tarde, en abril del año 2012, en el espíritu de ese quién sabe qué, subrepticiamente, tampoco se trata de Chile, sino de un país. Como queda consignado de entrada en el lanzamiento de mafi.tv, la plataforma web que servirá de núcleo para la permanente reformulación cartográfica que perfila este Mapa fílmico de un país, construido a partir de infinidad de vistas. Micro documentales que distintos realizadores, de diferentes regiones, envían como si se tratara de postales, para formar parte de este mapa hecho de retazos, tejidos cada uno con los colores de una subjetividad autoral, y en último término local. Entramado complejo de espacios y tiempos superpuestos donde resuena, muy a lo lejos, la historia del mapa de Demarcación y división de Las Indias que el cosmógrafo-cronista Juan López de Velasco mandó a hacer por fragmentos, entre 1571 y 1574, a cada una de las autoridades localidades con la ilusión de conformar un solo mapa total, a fin de llevar a cabo el proyecto del reino de una descripción universal de Las Indias. Ante tal requerimiento, tantas propuestas cartográficas como contextos, tantos mapas como sujetos y maneras de representar el espacio. El proyecto de un mapa total fracasa, se trataba de un mapa sin escala, sin jerarquía, sin distancias; pero de esta empresa construida en base a rupturas, descalces y vacíos, resulta gran parte del repertorio de mapas hispanoamericanos del siglo XVI. La imagen resultante, no se correspondía con ese paisaje global que Las Indias debían de ser en el imaginario de su época, pero se transformaba en una primera posibilidad de poner en obra, intercalando espacios y tiempos, sobre la mesa de montaje, casi como si deambuláramos por la plataforma de mafi.tv, vistas tan dispares como abismantemente discontinuas. Al ingresar en mafi.tv, casi cinco siglos más tarde que el proyecto desaforado de López de Velasco, lo que se nos despliega -tal como ese otro mapa hecho de retazos- es una superficie móvil donde, como en un portal noticiario, las piezas documentales se asoman al ojo, desplegando en su corta duración toda su potencia lumínica, por distintas categoría que identificaremos cromáticamente: Política, Espectáculo, Estilo de vida, Tecnología, Ecología. Un lugar donde es posible navegar en distintos ejes: localización, realizadores y fecha, pero donde sin duda, el aspecto espacial prima sobre la cuestión de la autoría como sobre el eje del tiempo. Están ahí, sus nombres saltan a la vista cuando el cursor se posa sobre ellos, trayéndonos de contrabando la referencia gráfica de sus ubicaciones.
¿Tras qué derivas nos embarcamos, frente a qué clase de materiales nos enfrentaremos y cómo habrá de ser este trayecto? No los sabemos a ciencia cierta. Lo que sí parece evidente es la disponibilidad de una suerte de “piezas para armar” de lo que podría ser un discurso cartográfico anidando al interior del cine documental chileno y sus múltiples y desaforadas proliferaciones. ¿Por qué cartográfico? Suspicaces se mostrarán los geógrafos ortodoxos, quienes consideran los mapas como imágenes científicas del mundo, registros inertes de paisajes morfológicos, o incluso quienes abordan la definición y elocuencia de los mapas como un discurso teleológico que personifica al poder, no pudiendo sino dar cuenta, desde el lado del statu quo, de las profecías geográficas cumplidas, realizadas institucionalmente1“A diferencia de la literatura, el arte o la música, la historia social de los mapas parece haber tenido pocas formas genuinas de expresión popular, alternativa o subversiva. Los mapas son, principalmente, un lenguaje de poder, no de protesta. Aunque hemos ingresado en la era de la comunicación masiva a través de los mapas, los medios de producción cartográfica, ya sea comercial u oficial, aún están controlados en gran medida por grupos dominantes. La cartografía sigue siendo un discurso teleológico que personifica al poder, refuerza el statu quo y congela la interacción social dentro de las líneas de las cartas” (Harley, 2005, p. 110).
El ejercicio cartográfico al que nos referiremos, se plantea a sí mismo en el caso de estos materiales audiovisuales como una operación que está en los límites. Una que si bien no se constituye de lleno como subversiva, se instala dentro de la institucionalidad tensionando sus bordes, representando y delirando al mismo tiempo, saliéndose -como la etimología de la palabra delirio- de los límites del surco trazado, excediendo por medio de específicas determinaciones técnicas los límites de la superficie geográfica, para aventurarse a un territorio que puede a su vez escribirse y ser leído en términos de ensayo.
El año 2002 (así como lo había hecho en 1982 con Retorno de un amateur de biblioteca, especie de documental narrado en códigos epistolares sobre la intrigante falta del color rosa en Chile, y en 1992 con Las soledades, documental realizado por encargo de la televisión británica sobre Chiloé, o bien, sobre Chile visto a través de los ojos de un pintor tradicional chino), ejerciendo todavía esto que un crítico de Cahiers du cinéma (Tesson, 1983), llamó su privilegio de exiliado para “ver lo que aquellos que se quedaron ya no pueden ver”, Raúl Ruiz viaja a Chile para realizar un proyecto audiovisual.
El ministerio de educación de la época financió el proyecto. Diegéticamente se nos hace creer que todo se debe a la fragilidad del orden de causalidad instalado, a una serie de azares y equívocos. Raúl se encuentra en París con su amigo Bernard, antropólogo de formación, quien lo convence de embarcarse en un viaje a Chile, aprovechando que él viene de contrabando a suplantar a un tal Arnaud que debía realizar un reportaje sobre el país. En su lugar, lo que realizan, junto a dos extranjeros más que conocen por casualidad (un alemán que dibuja paisajes en la micro caracterizados según la calidad del asfalto o el ánimo del chofer, y un sociólogo inglés que viaja por Chile persiguiendo tasas de suicidio que se diluyen apenas él pisa la ciudad) es este quien sabe qué. ¿Una serie documental, un docuficción? ¿Un retrato audiovisual del país por zonas geográficas? ¿O un mapa desmembrado, que como la canción del cuerpo repartido: un deo en Paraguay y una oreja en Gran Bretaña, cifra el paisaje de lo chileno como un espacio de inversiones y permeabilidades, donde la plasticidad espacio tiempo, las tensiones entre lo regional y lo global, se manifiestan en primer término escópicamente, en un sinfín de vistas urbanas y rurales, interiores y exteriores, documentales y ficcionadas, más o menos localizables, que se despliegan en fundido encadenado, dando cuenta, no de un país determinado, pero sí de una atmósfera?
Nada sabemos, como nos dirá Pablo Corro en su texto sobre Cofralandes I. Raúl Ruiz, documental y anti-utopía, “de los términos del contrato entre el cineasta y la oficina gubernamental, ni sobre los objetivos (del proyecto), pero sospechamos que podrían haberse ajustado a las intenciones políticas de la Presidencia de entonces, de producir con anticipación monumentos culturales para el Bicentenario y la conmemoración de los 30 años del golpe” (2013, p. 91). Pero si como él, asumimos la precariedad del producto resultante respecto de los objetivos institucionales, no es sólo porque los monumentos culturales que ahí se consignan no caben dentro del “repertorio de las obras memoriales” (pensemos acá en los sueños en blanco y negro de un perro, o las discusiones tartamudas de un club de rafaeles), sino porque el mapa que la constelación de estos hitos forma no obedece a un trazado rectilíneo, consistente en la demarcación de sus fronteras, sino que se refiere, más bien, de la mano de estas consideraciones lumínicas que arrojábamos al inicio, al ámbito de las impresiones.
Una impresión de atardecer, de colores contaminados, atmósferas polvorientas, escenas de interiores sombríos, museos y clubes de dudoso valor patrimonial donde se celebran rituales incomprensibles (como rezarle el Ave María a una seguidilla de sándwiches extintos, puestos sobre una mesa iluminada sólo con la luz de las velas que sostiene el público del museo), y paisajes dispersos inventariados: del norte, del sur, de Santiago, vistas de lo que parece ser Londres, avenidas emblemáticas de París y algún pueblo del país Vasco; un revoltijo de lugares sobre el cual ya no caben las consideraciones prístinas, inaugurales.
Se trata de un trazado precario, fragmentado, de imágenes que, tanto en los micro documentales de mafi.tv, como en el flujo hipnótico al que transporta el viaje por Cofralandes, al minuto de traducir el territorio que se proponen abarcar, al dar cuenta de sus particularidades, accidentes geográficos, aspectos lingüísticos e idiosincráticos, buscarían no sólo ilustrar e iluminar visualmente esas zonas de lo real delimitadas por la línea -cartográfica o identitaria-, sino infiltrar sistemáticamente, bajo un tratamiento más afectivo de la imagen2Considerando, por ejemplo, el uso que le da Gilles Deleuze a la categoría de la rostreidad, otras formas de representación que sin desconocer el universo geográfico, cultural o político en el que se instalan -desde dentro de lo que todavía llamamos documental-, cortan el lazo con un pensamiento descriptivo lineal, para venir a transformarse en color, en temperatura, en intensidad; así como en operaciones de montaje, en dispositivos críticos de reconfiguración o relectura de esos mismos territorios.
Ahora bien, si montaje es justamente lo que no hay al interior de los micro documentales de mafi.tv, diremos que será justamente el montaje como concepto, lo que nos permitirá inscribir estos pretendidos retazos de Chile y de su actualidad nacional, dentro de un panorama-mundo que se si bien se dosifica en las categorías institucionales ya referidas (accediendo incluso a definirse desde un punto de vista institucional, reinventando funcionalmente las categorías de imagen país, al publicitar y participar, por ejemplo, de ferias de arte contemporáneas como Chaco), las excede con creces.
Filmadas en un solo plano y con precisas especificaciones técnicas definidas de antemano (encuadre fijo, duración breve, sonido limpio del registro) estas piezas documentales acerca del Chile actual, como leemos en la pequeña reseña del proyecto que opera además como convocatoria para recibir colaboraciones, tendrían el objetivo “de capturar fragmentos de la realidad nacional, para ir creando un mapa fílmico de nuestra contingencia a través de una mirada autoral, reflexiva y de alta calidad visual”. ¿Pero a qué se refieren los creadores de este proyecto: Christopher Murray, Ignacio Rojas, Antonio Luco y Pablo Carrera, así como los realizadores que colaboran habitualmente: Maite Alberdi, Iván Osnovikof, Bettina Perut, José Luis Torres Leiva, etc., con mirada reflexiva y de alta calidad visual? Sin duda, más allá del guiño de su logo, de las analogías que podríamos hacer con las Vistas Lumière y sus operadores cartografiando el mundo, y el carácter directo, “no manipulado” de estas piezas, lo que enfrentamos acá es la colectivización de una operación crítica. Así, en el intento de diferenciarse del torrente de imágenes que circula por la televisión, los noticiarios, los programas misceláneos, en Youtube u otras latitudes del internet, lo que Mafi construye, más allá del carácter manipulado o no, institucional o no de estos microdocumentales, son las directrices de una cartografía colectiva en potencia. Un espacio múltiple, transitable, donde la reflexividad y el carácter crítico de las imágenes, no se desplegaría en su totalidad sino hasta echarse a correr todas juntas en la densidad tectónica de esta plataforma, pensada desde la irrigación, los vasos comunicantes, y también los repentinos coágulos, o visiones dispares y aglutinadas de un país, que pudieran surgir entre ellas y en el intertanto.
Ahora bien, podríamos decir que ya en la década de los treinta, los cuarenta y los cincuenta, advertimos, en el ámbito de lo artístico-cultural chileno, al margen del positivismo y las figuraciones nacionalistas del territorio, preocupaciones cartográficas, de mapear continentes, países y zonas geográficas, que haciendo alianza con las nuevas técnicas y su potencial moderno ilustrado (el alcance progresivo de la radio, la cada vez más extensiva versatilidad de las cámaras, la promesa de una pronta instalación de la televisión) no refuerzan el statu quo, sino que lo cuestionan. En este marco, sería productivo poner en relación a dos personajes que circundan la mitad del siglo XX, que desde el impulso poético se transforman en recolectores de imágenes-mundo de su tiempo, en cartógrafos. Ya sea por medio del diario íntimo, o a través de mensajes postales destinados a recorrer extensas franjas de territorio en el soporte masivo de diarios y revistas, nacionales e internacionales, lo que Gabriela Mistral y Luis Oyarzún hacen es situarse ante la impotencia, ante la conciencia de un territorio geográfico y filosófico frágil, y buscar ahí mismo, un lugar desde donde conjurarlo.
Nos dice Gabriela Mistral en su texto Cinema documental para América:
El mapa habla únicamente para el geógrafo… No ha podido inventarse cosa más abstracta, más inerte y más lejana, para dar el conocimiento de lo concreto y lo vital. La maravilla de la isla se vuelve una mostacita; el fiordo una rasguñadura en azul… Este mapa pedante y paralítico va a ponerse entero a vivir en el cine, ofrecedor de paisajes vivientes…” (Mistral, 2011).
Idea de una cartografía viviente que Mistral volverá a retomar al referirse, no sólo a la potencia vivificante del cine para con los paisajes, sino a la necesidad sistemática de ampliar, por zonas geográficas, el espectro sensorial y por ende imaginario, de la experiencia nacional o mundial, apelando así, literalmente, a la necesidad de una cartografía de luz, que a través de la operación cinematográfica, nos regale unos pasajes indiciales, provistos de vida, es decir, de movimiento y tiempo.
Ya se han hecho los mapas visuales, y también los palpables; faltaría el mapa de las resonancias que volviese una tierra ‘escuchable’. La cosa vendrá, y no muy tarde; se recogerá el entreveramiento de los estruendos y los ruidos de una región… posando angélicamente los palpos de la ‘radio’ sobre la atmósfera brasileña o china, se nos entregará verídico como una máscara, impalpable y efectivo, el doble sonoro, el cuerpo sinfónico de una raza que trabaja, padece y batalla (Mistral, 1957).
Pero si todavía se trataba en los recados tempranos de Gabriela Mistral de máscaras vívidas, paisajes vivientes y duplicaciones sinfónicas que reemplazan las imágenes estratificadas y monumentalizadas del territorio, lo que veremos avanzado el siglo XX en el ámbito de las técnicas poéticas, visuales y audiovisuales, es una trayectoria de cartografías donde el rol de lo vívido se reorienta, desplazándose de la mímesis.
“Diríase que el hispanoamericano busca un nuevo lenguaje en su impotencia” (1995, p. 58), nos dice Luis Oyarzún en su diario íntimo a mediados de 1950. Ya no como filósofo, sino que desde el espacio cóncavo que suponen sus escritos personales en viaje desde Londres, Nueva York, Caleu, Río Piedras, Lima, Washington, Tiltil, o Santiago, sus textos, cuidadosamente fechados y localizados dibujan cartográficamente la vista aérea de un pensamiento latinoamericano que encuentra un lugar, no en los discursos nacionales institucionalizados, pretendidamente claros y distintos -a imagen, semejanza y repetición de las filosofías europeas-, sino en una especie de resistencia que desconfía de las palabras, que se mantiene escéptica respecto a su valor expresivo. Para Oyarzún, una de estas vías al sesgo, reacias a la claridad mimética, será la poesía3“Acaso esté en relación con este mismo hecho la prosperidad del género poético en nuestros pueblos, ya que la poesía es necesariamente una distorsión del lenguaje ordinario que el poeta destruye para moldearlo de nuevo, como si arrojara al crisol los viejos tipos de una imprenta para aprovechar el metal en la fabricación de letras antes desconocidas’’ (Oyarzún, 1995, p. 58), que en su giro reflexivo destruye, digiere, rompe los enlaces materiales del lenguaje para, como en una fundición, mediante la claridad extensiva del fuego, moldearlo de nuevo.
Adoptando esta imagen de una escritura cartográfica poética, de paso, lo que se figura, es un alejamiento cada vez más radical de esa consigna colonial que según el historiador J. B. Harley decía: “Ver, es creer en los mapas” (2005, p. 91). Ver, en la era de lo digital, de los docuficción, de las plataformas audiovisuales en internet, que se ramifican exponencialmente por Twitter o Facebook, ya ni si quiera será creer en exactitud de la imagen fílmica, ni en su carácter fenomenológico-indicial, ni en esta especie de escala 1:1 que como el mapa desmesurado de Borges nos proponen las cualidades “ilustradoras” de la luz, sino creer en las potencias fabuladoras y desarcaizantes de la circulación y el montaje.
Es en este sentido, que nos refiramos acá a unas cartografías de luz digitales no sólo alude a una especificación técnica, de formatos, sino que repercute en el modo en que transitamos por estos circuitos de imágenes. Asumiendo que “toda cartografía es una ficción intrincada y controlada” (Harley, 2005, p. 91) (aunque quizás no tan controlada, pensemos en las derivas inesperadas que toman las visiones de Chile de Ruiz, y en las relaciones íntimas y secretas que explotarían en el intersticio de las vistas que aguardan para ser puestas en circulación, en mafi.tv), ya no estaríamos hablando de unos mapas cuyas líneas se contentan con disciplinar, normar topográficamente el espacio, sino de unos mapas que inventan, imaginan, ensayan y habitan de otro modo, a través de una concepción de modernidad diferente, un territorio. En este marco, quizás no sea tan estrafalario desviarse un momento del mapa, el mapa como cuerpo repartido en Cofralandes, y el mapa fílmico hecho de retazos de un país en mafi.tv, y referirse a la figura del Atlas. El atlas de imágenes, el Atlas warburiano hecho de planchas móviles, en ubicaciones provisorias, que se atribuye la tarea de cargar con el mundo a cuestas. Ese que funciona en virtud de la noción de montaje como una máquina de lectura (máquina de lisibilidad), ese que en palabras de Didi-Huberman se nos revelará “bajo su apariencia utilitaria e inofensiva (…) como un objeto doble, peligroso, sino explosivo, inagotablemente generoso’’ (2011).
Así, tanto en mafi.tv como en Cofralandes, a la luz del uso desdoblado, paradojal, a la vez específico y dispersivo que consigna Didi-Huberman del atlas, podríamos decir, que si bien entramos a estos dispositivos mnémicos para ubicarnos dentro de un territorio específico, para saber algo de Chile (algo sobre valses y evocaciones, sobre museos y clubes, sobre hoy en día, sobre política, ecología, o espectáculos) lo cierto es que lo que efectivamente ocurre es que se nos olvida lo que íbamos en un principio a buscar, deambulamos. Como afectados por una extraña enfermedad, habiendo perdido la capacidad de religar el mundo según el orden causal de las cosas, ebrios quizás por esos planos vítreos, translúcidos de copas de vino y litros de cerveza, tras los cuales se instala recurrentemente la cámara de inti Briones en los cuatro capítulos de Cofralandes, ya no sólo nos demoramos, sino que nos perdemos para volver a encontrar otro orden, en una constelación abierta e inabarcable de correspondencias.
Bibliografía
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Didi-Huberman, G. (2011). Atlas ou le gai savoir inquiet. En L’œil de l’histoire 3. Paris: Les Editions de Minuit.
Harley. J. B.(2005). La nueva naturaleza de los mapas. Ensayos sobre la historia de la Cartografía. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.
Mistral, G. (2011). Cinema documental para América. En W. Bongers et al. (Eds.). Archivos i letrados. Escritos sobre cine en Chile: 1908 – 1940. Santiago: Cuarto Propio.
Mistral, G. (1957). Recados contando a Chile. A. M. Escudero (Comp.). Santiago de Chile: Pacífico.
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Girardi, A. (2013). Cartografías digitales, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-10-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/cartografias-digitales/645