Marcela Urzúa: Cuéntanos un poco sobre el seminario Cine y ciudad que acabas de dar. ¿Cómo lo enfocaste? ¿Qué es lo que te interesa de las relaciones entre cine y ciudad?
Alan Pauls: Bueno, el seminario duró tres días. El primer día fue una especie de introducción general a la cuestión y básicamente la tesis fue pensar hasta qué punto el cine no le da a la ciudad algo que a la ciudad le hace falta, que es: memoria y tiempo. El cine como una especie de memoria suplementaria, como de plus de tiempo. Esa era la tesis de la introducción.
El segundo y tercer día se tratamos de hacer una especie de lista de ciertos ejemplos, de casos más específicos para ver cómo en ciertas películas funciona la relación ciudad y cine, y tomé dos casos de películas de los años sesentas que son El eclipse (1962), de Antonioni, Alphaville (1965) de Godard, y una película más contemporánea que es Happy Together (1997) de Wong Kar-Wai. Me interesan mucho los años sesenta porque son momentos súper bisagras, tanto en el sentido de la historia de la ciudad, como en el sentido de la historia del cine. Las ciudades estaban cambiando, incluso ciudades históricas, pesadas, lentas, cansadas, como París o Roma, que son las dos ciudades que aparecen en las películas de Antonioni y Godard. Al tiempo, de la última revolución en el lenguaje cinematográfico. En Antonioni, como el alto modernismo en el arte, y en Godard como modernismo y pop.
Por otro lado, con Happy Together me interesa mucho la relación entre el extranjero y la ciudad. El extranjero que aborda una ciudad, desconociendo qué estrategias usa, con qué modos de representación trabaja, cómo se apropia de la ciudad y al mismo tiempo haciendo visible su posición de extranjero. Ese fue un poco el esquema del seminario.
M.U.: Vienes desarrollando estos seminarios y el tema del cine hace bastantes años. ¿Cómo surge tu trabajo de docente y cómo se relaciona contigo como escritor?
A.P.: Yo estoy muy formado en la teoría. Soy licenciado en letras y por mucho tiempo trabajé en la Universidad de Buenos Aires en la cátedra de crítica literaria. Tengo una formación académica que hoy es incluso arcaica, en el sentido de que no seguí carrera académica, pero reivindico una especie de núcleo, de matriz teórica, que yo sigo alimentando a mi modo, por ahí, más caprichosamente, a mi manera, menos en el marco de una institución. Pero aunque siempre la literatura fue mi objeto primordial, fue en el cine, en realidad, donde primero descubrí la posibilidad y la pasión de leer signos. En ese lugar fue donde me di cuenta que una película como objeto cultural podía descifrarse, desmenuzarse, me pasó antes con el cine que con la literatura. Y todo eso fue paralelo a mi trabajo como escritor de ficción, de hecho yo escribí libros, no sé si de teoría literaria, pero sí de crítica y cine.
M.U.: Como Manuel Puig, que une esas dos cosas, cine y literatura.
A.P.: Sí, sí, también Borges, que también tenía una fascinación muy peculiar por el cine. Fue siempre para mí un campo de interés, pero no diría que es un trabajo teórico, porque no soy alguien que crea conceptos o que inventa teorías, más bien siempre me gustó dialogar y conversar con el cine y con la literatura desde un punto de vista específico y con cierta flexibilidad.
M.U.: Eso lo veo también en lo que he leído de tus textos literarios. En La vida descalzo (Sudamericana, 2006) hay todo un capítulo que habla del cine y la playa. Además tiene un rasgo ensayístico que está mezclado con lo autobiográfico, incluso partes contando tus primeras idas al cine, en Villa Gessell. Entonces eso habla un poco de que manera el cine influencia a la literatura o de que modo la literatura influencia al cine, pasando de un estilo que va de lo teórico a lo autobiográfico.
A.P.: Bueno, para mí el ensayo es eso. Tiene esa posibilidad de cruzar registros y tonos y estilos, que en otros géneros son más incompatibles o no están tan autorizados para encontrarse. Me parece que “La vida descalzo” es un ensayo que tiene un acento autobiográfico, pero sigue siendo un ensayo. Lo interesante de toda autobiografía es ir un poco más allá de la mera recapitulación personal. A mí si me interesa mi propia vida –que no es por lo demás demasiado interesante– es porque es a partir de la materia prima de mi propia experiencia personal donde puedo despegar, localizar, recortar, desplegar un cierto campo de problemas que ya no tienen que ver con la propia experiencia, sino que tienen que ver con la forma de una sensibilidad, o ciertas configuraciones culturales, o ciertos pensamientos e ideas sobre el mundo, la cultura y el arte, que ya no me pertenecen a mí, que son totalmente impersonales y, por lo tanto, pueden ser comunes.
Lo que me parece interesante de los relatos de experiencia no es tanto lo que une la experiencia a ese yo, sino más bien el modo en que esa experiencia puede despegarse desde ese yo y convertirse en otra cosa, incluso, o por sobre todas las cosas, despegarse del mismo sujeto que las está narrando. Para mí el momento siempre más interesante del trabajo con el material propio es cuando se descubre que es material completamente ajeno, asomarse a la propia experiencia como si fuera la experiencia de otro. Me parece que, en general, los trabajos autobiográficos que me interesan; de literatura, cine o lo que sea, son los que siempre implican ese grado de desdoblamiento, ese grado de escisión, ese grado de extrañamiento, el cómo lo propio resulta irreconocible es el momento en que mi propia vida me resulta completamente irreconocible, cuando mi vida me parece interesante. El hecho de que uno haya vivido cosas no tiene absolutamente ninguna validez. Todos vivimos cosas todo el tiempo, eso no quiere decir que esas cosas sean interesantes de contar o de transmitir. Para que eso sea interesante necesita recibir un cierto tratamiento y lo primero que se hace con ese tratamiento es desfigurarlo, es volverlo monstruoso, hacerlo irreconocible, distorsionado.
M.U.: En alguna entrevista dijiste que eran como ecos, como reverberaciones. Sobre eso te quería preguntar. Últimamente en el cine, por lo menos aquí en Chile, sobre todo en el cine documental, hay una presencia importante de lo autobiográfico. Al menos en los últimos diez años ha habido una producción de documentales muy grande (incluso más que la de cine de ficción), y mucho de estos documentales se posicionan a partir de un yo, que se reconstruye, que se difumina y que también tiene que ver mucho con el tema de la memoria y la postmemoria. Sin embargo, no hay acá un trabajo como el de Los rubios (Albertina Carri, 2003), que volví a ver y salía al final que tú habías ayudado en el guión. Quería que comentaras un poco de esto y si en Argentina pasa también algo así como un movimiento autobiográfico.
A.P.: Sí, creo que es una tendencia bastante generalizada, sobre todo en el documental. Me da la impresión de que, en general, los ejemplares más interesantes de esa tendencia son películas en las que efectivamente hay un yo que se pone en juego, que se pone en escena, que es el yo del realizador. Pero creo que siempre tiene que estar en relación con algún tipo de otro, ya sea un mundo que va a buscar o a indagar, o algún otro como sujeto; entonces en lo que se convierten esos documentales, que tienen acentos autobiográficos, es en documentales de una relación. Aun cuando hay un giro autobiográfico, el acento no está puesto en el yo. En los mejores ejemplos, por su puesto, hay de todo, pero me parece que hay una tendencia un poco apresurada de condenar ese giro, porque se supone que ese giro lo que hace es revertir todo sobre el yo, de neo narcisismo cinematográfico. Pueden haber casos de neo narcisismo, de vanidad, de puro solipsismo cinematográfico, pero lo que me parece interesante de estos giros, en los mejores casos, es que primero des-ingenuizan algo fundamental, que es la idea, muy, muy naif de cierto documental convencional, en el cual el realizador está en una especie de ventana abierta al mundo, como objetivo, neutro.
Me parece que lo que hacen estas películas es poner al observador en el centro de la escena; es decir, poner al observador en el centro de la escena no es solo atraer todas las miradas sobre él, sino también ponerse en peligro, poner a prueba sus convicciones, sus ideas con las que hizo la película, poner a prueba los valores que sostiene, sus estrategias de puesta en es escena, etc. Así como puede ser un gesto de captación de la mirada del espectador, también es un gesto de exposición y de entrega, podríamos decir.
Y después, la otra cosa que me parece interesante es que al ponerse en escena, el observador pone en escena también la relación entre el observador y lo observado, y esa es siempre la relación más interesante de los documentales, porque los documentales siempre documentan eso. No solo documentan un mundo, documentan la relación que tiene con ese mundo, el que lo está observando, el que lo pone en escena, el que lo monta, el que hace las entrevistas, etc.
En el caso de Los rubios yo creo que es una película particularmente álgida, porque toca una cuestión, un problema que en Argentina, en el momento en se hizo –la película tiene sus años– era un problema que solo admitía ciertos abordajes, y, en general, la primera aduana que filtraba esos abordajes era una aduana generacional; los únicos autorizados para hablar, recordar abordar, reconstruir y actualizar la experiencia de los años sesentas, eran lo son tabúes artísticos, culturales y sobre todo políticos. El discurso de Los rubios, que es un discurso que yo diría casi punk, en relación con la memoria de los sesenta, era un discurso que no podía no producir bifurcación, pero me parece que ahí, justamente, lo que hace el giro autobiográfico es poner a la directora, Albertina, como una especie de blanco, como de hecho lo fue, como la misma película cuenta. Me parece que en el caso de Los rubios y del cine de la postmemoria, la cuestión se vuelve más grave, sobre todo por el tipo de campo de problemas en que esas películas intervienen, que es el problema de quién tiene el monopolio de la historia, de la memoria histórica; de quién está autorizado para recordar y quién no, de quién tiene títulos para aludir a esa época y quién no los tiene. Yo creo que la literatura en Argentina a partir de la época de Los Rubios, se empezó a generalizar, y hoy hay muchos libros, novelas, libros de relatos de historias que tienen hoy 30, 35 años, que nacieron bajo la dictadura, que empezaron a meterse en ese problema con un desprejuicio absoluto, sin rendirle cuentas a nadie, sin tener que pedirle permiso a nadie, y en muchos casos, esos escritores son hijos de desaparecidos o víctimas de la represión de la dictadura, como Albertina lo fue. Es un punto muy problemático en la película de Albertina, ella hablaba desde una posición de intocabilidad, porque ella es una víctima, pero lo que ella tenía que decir no era exactamente lo que sus padres hubieran tolerado que dijera, o los amigos y compañeros de la militancia de sus padres, y por ahí fue una película recibida con mucha agresividad.
M.U.: ¿Cuáles han sido tus acercamientos al guión? ¿Cómo trabajas el guión?
A.P.: Nunca, nunca se me ha ocurrido filmar una película. Me parece que es una tarea que está fuera de mis puertas. Por completo. Creo que no tengo ninguna de las aptitudes para dirigir una película. La cantidad de variables que existen cuando se dirige, cuando se filma una película, es tan monstruosa y de tan variado orden, que me parece que sucumbiría al segundo día, de pánico. Pero escribí guiones desde muy temprano, en los ochenta, un poco por afinidad y más por contactos familiares o gente que en ese momento escribía cine, y a mí ya me interesaba la literatura, me gustaba mucho el cine, y un cineasta que se llama Eduardo Calcagno me propuso hacer un guión. A mí me interesaba mucho entrar de algún modo en el mundo del cine, ya escribía crítica, ya era periodista y trabajaba sobre cine, y empecé a escribir un poco desde el inconsciente; escribí unos quince o veinte guiones, de los cuales se habrán filmado diez. Y todo esto no es una experiencia que yo tenga como particularmente genial, en parte porque yo no soy un buen guionista, en parte porque nunca pude ocupar la posición de guionista, siempre fui un escritor que escribía guiones, de modo que nunca logré tener con la posición adecuada para dar con ese mundo. Un guionista es una persona que tiene que tener sincronización con el director, básicamente, y yo por una razón generacional trabajé con directores que en términos artísticos no me interesaban particularmente. Yo era el más joven y trabajaba con directores de cine bastante mayores que yo, cuyos trabajos no me conmovían mucho, salvo dos o tres casos, los dos o tres guiones que escribí con mi hermano Cristián, con quien teníamos una afinidad importante; o los dos o tres que escribí para Carlos Sorín, que también me parecía que era un cineasta en los años ochenta o principios de los noventa tenía algo que decir, sobre todo en relación con el contexto del cine argentino deprimente de esa época. Pero creo que no logré ser un guionista, porque sufría el doble, me molestaba que los directores no entendieran lo que escribía, me sentía como una víctima, que es una posición totalmente ridícula, que no se puede sentir cuando se está trabajando. La mejor relación que tuve y tengo con el cine es la de crítico, de alguien que se dedica a esa conversación con un mundo artístico que yo creo conozco, del cual puedo hablar, con el que tengo como una relación de perspicacia que me gusta mucho, y ahora últimamente una relación mas pedagógica, pero que tampoco es algo que esté en mi sangre. No me considero un maestro, un profesor, tengo una relación con la enseñanza muy intermitente que tiene más que ver con cosas que estoy pensando, o elaborando, o investigando, y que llegado un momento quiero compartir, pero en general no enseño porque crea saber algo particular sino porque hay una investigación en curso que me interesa poner en curso con otros y conversar con otros.
M.U.: Yo no vi la adaptación cinematográfica de tu novela El pasado, pero ¿tú quedaste conforme con esa película (El pasado, Héctor Babenco, 2006)?
A.P.: Decidí desde un principio no participar. Me pareció si lo hacía me iba a meter a mí y al director, Héctor Babenco en camisa de once varas. Iba a funcionar un poco como un policía de mi propia novela, y eso iba a conspirar contra todo resultado, así que me abstuve. Estaba ahí para cualquier consulta, y hubo muchas, pero nunca intervine en el guión ni el ningún punto del proceso. No, no quedé conforme, pero no sé si hubiera sido posible que quedara conforme, porque desde el momento que decidí ceder los derechos a Babenco tomé una decisión: dejarlo en libertad para que hiciera lo que quisiera, que fue lo que hizo. Creo que el sabor más insatisfactorio que me dejó la película es que quedó a medio camino entre un proyecto comercial, grande, con una estrella como Gael, y un proyecto más persona. Babenco no tomó esa decisión y la película sufrió la indecisión. Y después creo que había algo muy complicado de entrada, es que la novela es muy complicada, muy interna, de conciencia de capas, muy escrita, la densidad literaria es muy importante, la historia que cuenta la novela no es tan espectacular; entonces me parece que ahí hay una cierta dificultad para entender qué era lo más importante de la novela y qué no era tan importante, hubo como una confusión. La película creo que respeta cierta fidelidad, el plot de la novela, que para mí es lo menos interesante, y al mismo tiempo descarta todo lo que es más difícil de adaptar al cine, que es lo que le da consistencia a la novela, que es identidad y cierta originalidad de la novela. Entonces es como si la película hubiera dejado fuera lo más interesante.
M.U.: Es muy complicado el tema de la adaptación de una novela al cine.
A.P.: Depende mucho de lo que un director vea en una novela y de lo que decida llevar al cine, eso siempre es un misterio. O sea, cuando un director elige un best seller o una novela policial para llevar al cine, uno ve inmediatamente lo que elige y elige bien, porque lo que eligen son plots son argumentos, historias que tienen cierta relación con la actualidad; o en ciertos casos ven como un fondo, ven al historia con una estrella, con un lugar, con un estudio. La película puede ser nada ninteresante, pero ves la fórmula y la fórmula tiene un sentido. Ahora, cuando los autores son más particulares y se conectan con novelas que son menos obviamente adaptables, ahí la cosa es mucho más compleja. Yo nunca entendí lo que a Babenco le interesaba de El pasado.
M.U.: Con respecto a los plots, Stanley Kubrick filmaba novelas de poca monta, o de géneros menores… y también Orson Welles.
A.P.: Con La dama de Shangai (1947) la anécdota es muy conocida. Welles tiene un productor que lo está apurando, y le dice “¿y bueno, cuál es tu película?” Welles está en un aeropuerto o en una estación de trenes, y está hablando por teléfono con el tipo, y al mismo tiempo mirando un exhibidor de libros, ve la portada del libro, y de ahí sale La dama de Shangai.
M.U.: También está Raúl Ruiz, que se atreve con Proust. A mí me gusta mucho como película y me gusta Proust, pero ahí yo veo otra cosa.
A.P.: A mí me gusta Ruiz, son muy fan de él, y me parece que la película de Proust es mejor que la película que hizo Schlöndorff sobre Proust, pero creo que es menos buena que la película que hizo Chantal Akerman sobre Proust, que se llama La prisionera (2000), y que es extraordinaria, porque lo que Akerman hace es tomar es tomar una célula de la novela y deja todo lo demás fuera. Toma una parte por el todo y se olvida por completo de lo demás, y diría que Proust está mucho más en esa hora y media. Chantal Akerman toma solamente la cuestión del secuestro del objeto amado, que es la prisionera de Proust, y eso es En busca del tiempo perdido. Ruiz trabaja los tiempos recobrados, pero ya hay ahí como cierta devoción por la imagen bella, por una especie de surrealismo de la imaginación, que para mí son cosas completamente anti-proustianas, aun reconociendo que el trabajo es fantástico, quiero decir, y que estamos hablando de dos cineastas que no están interesados en el plot sino en el trasfondo.
M.U.: Está el caso de Borges y Bioy Casares con Invasión (1969) de Hugo Santiago…
A.P.: En verdad el guión es de Hugo Santiago. Lo de Borges y Bioy es una especie de sinopsis que está en los libros de Borges, es una cuartilla donde Borges y Bioy cuentan la historia muy general de la película, pero Invasión tiene una impronta borgiana cortísima. Sí, Invasión es para mí como el gran clásico, como un Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) argentino, una película que de algún modo inaugura el cine moderno ahí. Lo que es muy interesante es que Invasión y Hugo Santiago, en particular (que es un cineasta que vive hace cuarenta años en Francia), tienen hoy una descendencia en el cine argentino. Por mucho tiempo la película fue reconocida y proclamada, pero había algo muy problemático y era que la película no había dejado herederos, no había derivado en nada, estuvo como un especie de faro, pero como un faro que había producido una orfandad. Ahora, desde hace unos cinco años, hay un grupo en Argentina que hace cine: Pampero, que es la productora de Mariano Llinás, de Historias extraordinarias (2008). Este reanudó una relación directa con Santiago, con Invasión y con toda una literatura fantástica argentina, que tuvo una cierta presencia en el cine argentino y que se había borrado del mapa, cuarenta años después.
M.U.: Llinás tiene esa pasión por narrar que es impresionante.
A.P.: Parte con un tipo de narración que era el mismo que le interesaba a Borges y a Bioy, literatura de aventuras; si quieres, una literatura menor. Por otro lado, creo que es muy importante para el cine argentino la refundación de cierto idioma literario en los textos que se escuchan en una película. Con Historias extraordinarias tienes la impresión de que por primera vez escuchas literatura en el cine, en el mejor sentido de la palabra.
Me parece que con la película de Mariano el cine argentino empezó a reanudar una relación con la literatura que en algún momento fue muy fuerte, sobre todo en los sesenta con Torre Nilsson, Manuel Antín, Cortázar; y que después se acabó. Ahora parece que eso vuelve a ser fecundo, vuelve a ser productivo.
M.U.: Podríamos volver al tema de la ciudad en el cine. Buenos Aires es una ciudad filmada en varios momentos. Está Murúa y todo el cine de los sesenta, y hoy pareciera haber una reaparición de ella en el cine que funda un poco Pizza, birra, faso (Adrián Caetano & Bruno Stagnaro, 1998).
A.P.: Yo creo que Pizza, birra, faso es la película más visible; pero hay otras anteriores, pioneras, que se desarrollan en Buenos Aires. Piensa en Buenos Aires viceversa (1996) de Alejandro Agresti, que es un cineasta muy complicado, porque está volcado en el campo del cine argentino y me parece un poco injusto. Yo creo que Buenos Aires es muy importante en el cine argentino. En Invasión el trabajo se hace sobre la ciudad de refundación fantástica, pero durante toda la década de los setenta y ochenta yo diría que la ciudad prácticamente desapareció, o más bien fue sepultada por una versión de la ciudad que naufragaba en el costumbrismo más vulgar, más televisivo. Se perdió totalmente la ciudad real, la ciudad como máquina de ficciones, como imaginario, y creo que recién volvió al cine argentino con esta nueva generación de cineastas. Creo que la primera película de Martín Rejtman, Rapado (1992), muy anterior a Pizza, birra, faso, en su momento fue una película que pasó inadvertida, muy solitaria, y poco después se volvió invisible, con Pizza, birra, faso. Y en el medio aparece Happy Together, de Wong Kar Wai, que es muy importante para el cine argentino, casi te diría la pata china del Nuevo Cine Argentino, porque es una película que enseña cómo mostrar una ciudad a los cineastas locales; les dice, “miren, tienen esta ciudad, cómo es posible que no filmen esta ciudad”. Con todo: la pésima relación que tuvo Wong Kar-Wai con su equipo en Buenos Aires, y que el rodaje fue una pesadilla, una catástrofe. Todo esto está en el diario de rodaje de Christopher Doyle, el director de fotografía, que es increíble 1El diario de Cristopher Doyle puede leerse aquí http://www.tonyleung.info/goodies/chris.shtml. Esa película es muy importante para el cine argentino, y esa es una tradición argentina cuando los extranjeros escribían libros sobre el país mucho más interesantes de los que escribían los propios argentinos. Los mejores libros del peronismo son libros escritos de historiadores del extranjero y creo que acá se confirma esa tradición. Desde entonces, a mediados de los noventas, hasta ahora, creo que Buenos Aires ha sido refundado cinematográficamente.
Úrzua, M., Pinto Veas, I. (2012). Cine, literatura, Buenos Aires... y viceversa, laFuga, 13. [Fecha de consulta: 2024-10-15] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/cine-literatura-buenos-aires-y-viceversa/477