“El vacío es un camino que sólo se llena al recorrerlo”, son las palabras con las que comienza el documental El edificio de los chilenos (2010) de Macarena Aguiló. Y haberlo hecho, es la manera en que su autora y protagonista, llena el vacío de su vida tras el abandono por parte de su padre y madre, para luchar en Chile contra la dictadura de Pinochet. Partiendo desde la biografía de la propia autora, el documental narra la historia del “Proyecto Hogares” del Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, pensado para reemplazar el cuidado paterno y materno de niños y niñas cuyos progenitores regresaron a combatir clandestinamente a Chile a fines de los años ‘70.
El edificio de los chilenos, no es la obra de una investigadora aséptica del periodo, sino de una hija de militantes del MIR, organización político militar que resistió a la dictadura de Pinochet. Antes niña, ahora mujer, creció con el peso de progenitores héroes de la izquierda latinoamericana, víctimas de la represión, con la responsabilidad de ser lo suficientemente buena descendiente de tamaños personajes.
Su relato, y los relatos que entretejen poco a poco la narración audiovisual, humanizan a los progenitores -y con ello al resto de los y las militantes de las izquierdas de los setenta- cuyas imágenes se debaten en la dicotomía héroe/víctima, complejizándolos a través de los rasgos de humanidad que nos entregan, para aportar a la reconstrucción de una memoria que solo recientemente ha sido contada.
Macarena reconstruye una memoria otra del periodo, la de “los hijos de”, que no eligieron su lugar en la historia, pero fueron fuertemente influenciados por las decisiones maternas/paternas. Lo hace de manera crítica, sabiendo también que tiene el permiso por el lugar que ocupa en la historia -es hija de- pero también porque fue claramente víctima de la dictadura, lo que le da el permiso social para incurrir en un acto de desacralización de la militancia heroica, relato que prima todavía al interior de la izquierda chilena. Macarena no solo fue víctima al vivir el abandono materno/paterno, sino también al ser secuestrada siendo niña, por agentes de la represión dictatorial como forma de presionar a su padre para que se entregara.
Esta obra rompe con la dicotomía público-privado, y con el tácito acuerdo de hablar de los aspectos públicos de la militancia, poniendo la inflexión en los sucesos y consecuencias de las decisiones tomadas en las vidas íntimas de los militantes de la época y de las misma narradora-protagonista en la actualidad.
En el recorrido de la narración hay una búsqueda evidente por reconstruir la propia biografía a través de las memorias de un país dolorido y todavía silenciado en este plano, puesto que las miradas críticas respecto de como se vivieron las militancias y la forma en que se memorializa a los protagonistas de los setenta, ya sea que estén vivos o muertos; todavía resultan incipientes.
Humanización de la militancia
Cuando Macarena habla de sí misma, habla de las consecuencias que para ella y otros hijos e hijas de militantes, tuvieron y siguen teniendo las decisiones que sus progenitores tomaron. Está refiriéndose a una generación anterior que creyó en la revolución como un hecho tangible y posible, como señala Claudia Gilman (2003) cuando se refiere al concepto de época. Según Gilman la época se termina cuando la revolución deja de ser posible y se transforma en utopía. En desde este tiempo actual, en que la revolución dejó de ser concreta para transformarse en utopía que la narradora de este documental mira hacia el pasado, ese pasado en que la revolución se produciría de manera inmediata, por lo que, para sus progenitores, valía la pena dejar todo lo personal en pos del objetivo urgente y colectivo: la revolución socialista.
El documental se refiere a la generación militante de sus progenitores, transgrediendo la dicotomía víctima/héroe, que ha sido construida desde las izquierdas. La noción de víctimas responde a un primer momento en el que era necesario exigir verdad y justicia y dejar en claro las atrocidades de las violaciones a los derechos humanos cometidas por las dictaduras chilena y argentina. En esta etapa se silencian los aspectos combativos de estos protagonistas, reconstruyendo sus biografías esencialmente en torno a las represiones de las que fueron víctimas, con el fin de dejar en claro socialmente que las acciones del Estado habían sido desmedidas e inhumanas.
Con victimización nos referimos a la reducción de la víctima a este rol unívoco y homogéneo, noción en la que se desconoce otras aristas de quienes sin lugar a dudas se convirtieron en víctimas, pero a la vez jugaron roles como combatientes y articuladores de proyectos de vida subversivos al sistema hegemónico.
El relato que sigue al de la victimización, es el del heroísmo. Una memoria que se refiere a la generación protagonista de los setenta esencialmente como militantes y combatientes que eligieron un proyecto de vida y sociedad por el que incluso estuvieron dispuestos a perder la vida. Este relato reivindica el proyecto revolucionario de esta generación como algo posible y deseable no solo en ese pasado reciente, sino también en nuestro presente y futuro. Por heroísmo entendemos aquella memoria que -al contrario de la victimización- recuerda a los protagonistas de las luchas de los setenta y ochenta como héroes que nunca se equivocaron y cuyo proyecto puede y debe emularse sin críticas ni cuestionamientos.
En El edificio de los chilenos se evidencia una subversión a esta posibilidad dicotómica de memorias sobre los y las militantes, reconstruyendo un relato en el que estos personajes se humanizan y por tanto se vuelven más complejos, llenos de zonas grises.
No es la gesta pública -ni el martirio producto de ésta- lo que se narra, sino las consecuencias que el sueño revolucionario implicó en la vida privada de los descendientes de los protagonistas de la época revolucionaria. Los otrora héroes del documental caen ante la pregunta de la nueva generación que no desea necesariamente ser heroica pero tuvieron que serlo a la fuerza: ¿por qué nos abandonaron? Los adultos responsables de las decisiones de antaño se vuelven humanos ante esta pregunta e incluso lloran. Algunos no se perdonan lo hecho, otros no saben qué decir. Ninguno repite la excusa de antaño “por todos los niños del mundo”, la excusa ya no es tan poderosa en los cuerpos concretos de los abandonados, cuando se da en medio de la derrota política. El sacrificio ha sido estéril. Algunos progenitores nunca volvieron y aún así la revolución ansiada no ganó.
Transgresión público/privado y tránsito de lo individual a lo colectivo
En esta obra se produce un tránsito desde la propia biografía hacia una historia colectiva, transgrediendo además la dicotomía público/privado y el acuerdo tácito de referirse a la militancia setentista solo en términos de la gesta pública, obviando cómo lo público y lo privado se influenciaron mutuamente en este periodo.
Se evidencia una autorreferencia constante a la propia historia, a los documentos personales, a los recuerdos íntimos, aportes que reiteradamente devuelven al documental la veracidad de la historia. Son las cartas que escribe la madre de Macarena tras dejarla a cargo de los “padres sociales” del “Proyecto Hogares”, las fotografías de Cuba, su diario de vida, los dibujos infantiles y los recortes de la época.
La historia de Aguiló es también la de un colectivo de infantes dejados en el proyecto hogares en Cuba, y la de un número no contabilizado de menores que fueron abandonados por padres y madres que priorizaron por el compromiso de la militancia en Chile. De su relato Aguiló salta al relato de sus hermanos sociales, de sus hermanos sociales a otros ex niños/as que vivieron la experiencia, de ellos a sus padres biológicos y sociales, a los padres de otros, a quienes planearon el proyecto sin tener hijos en él.
El documental transgrede uno de los conceptos más enclaustrantes para occidente: la dicotomía público-privado (Pateman, 1996), puesto que complejiza una memoria de lo público a través de los recuerdos personales. Los militantes dejan de ser reconstruidos desde sus labores en lo público: el trabajo por la revolución, y más bien se rehace la historia de cómo en lo cotidiano tuvieron que tomar opciones dolorosas que implicaron a otros/as, quienes heredaron las consecuencias de esas decisiones. Relato que es incipientemente contado porque resulta más doloroso aún que los dolores públicos de la revolución perdida.
El deber ser de una generación pospuesta por el proyecto revolucionario
La transparencia de Aguiló, las dudas y dolores expuestos y la inconformidad ante el deber ser heredado por ser hija de militantes, facilitan la empatía con los relatos y las verdades allí puestas en discusión.
Son parte de una generación pospuesta por la revolución inminente. La urgencia de ésta fue tan grande que para el héroe-militante la lucha pública-abstracta fue el ejercicio fundamental y ante el cual todos los demás dejó de ser prioritario. Se rompió así el orden “natural-cultural” en el que los hijos-concretos son primordiales, sobre todo en el caso de las mujeres quienes transgredieron en mayor medida el deber ser sexo genérico, dejando atrás el rol de madres abnegadas.
Macarena y el colectivo de infantes de quien se reconstruye la historia, son víctimas invisibilizadas de dictaduras que pusieron a una generación de adultos entre la disyuntiva de luchar o hacer la vista gorda. Luchar con armas o políticamente. Mantenerse al lado de los hijos/as o posponerlos hasta el supuesto triunfo.
Pertenecen a una generación que supieron lo que es un segundo lugar en la vida de sus padres y madres, cediendo sin chistar un espacio que culturalmente les correspondía, siendo sacrificados por los adultos como exigencia para lograr la ansiada revolución, revolución que finalmente fue derrotada en Chile, haciendo aún más trágica la opción de lo colectivo por sobre lo personal.
En la obra se leen silencios incómodos que evidencian un trauma colectivo y aún invisible. No son combatientes escogiendo su lugar en la historia. No pudieron decidir por qué bando optarían. Ni dar un paso al lado. La decisión fue tomada por otros, adultos, que con sus determinaciones guiaron la historia individual y colectiva de esta generación pospuesta por el proyecto revolucionario.
Aguiló devela no solo lo que significa ser hoy “hija de”, sino lo que les implicó en sus infancias este deber ser, el mandato a cumplir para merecer el cartel de hijas de revolucionarios, exigencia que se le hace a estos niños y niñas, herederos de los sueños revolucionarios de sus progenitores.
“Queríamos hacer niños nuevos”, dice una madre social entrevistada para el documental de Aguiló, refiriéndose a cómo fue en estos infantes que los y las militantes plasmaron el sueño guevarista de formar el “hombre nuevo”. La exigencia entonces era ser los mejores en todo, como le recomendaba el “Che” Guevara a su hija Hilda en una de sus cartas desde Bolivia: la mejor en los estudios, la más solidaria, la mejor hija y hermana, formando así a la verdadera revolucionaria.
Evidentemente el ser hijos/as de la vanguardia le entregaba a estos pequeños/as -protagonistas del documental- la tarea de ser también vanguardia en la conformación de pequeños “hombres nuevos” que se formarían en Cuba, el país de la revolución y los sueños guevaristas per se. Margarita Marchi, la madre biológica de Aguiló, define claramente qué querían lograr con los hijos/as del “Proyecto Hogares”: “queríamos niños con capacidad subversiva y resistencia frente al capitalismo”.
Este “nuevo hombre” debía ser ante todo ejemplar, y eso es lo que se le pedía a los descendientes dejados en Cuba: ejemplaridad ante sus “hermanos sociales” pequeños, porque eran la encarnación del heroísmo de sus progenitores, como recuerda Aguiló en su documental cuando señala: “comencé por comerme toda la comida, algo que mi madre no había logrado en años”.
Se le pide a esos niños/as “compañerismo”, se los hace responsables de una elección que a todas luces es adulta, se los trata como pares dentro de la revolución. No son seres a los que hay que proteger solamente, sino también a los que se les puede exigir un sacrificio por una causa que no escogieron, sino que fue heredada.
La obra transita entre la aceptación del deber ser en tanto “hijos de” y la crítica al lugar que les tocó en la historia por las decisiones de sus progenitores. Y eso es lo que hace de este documental un aporte que complejiza la memoria de la militancia y sus consecuencias.
La niña madura y el deber ser se confrontan con la crítica que necesariamente hace Aguiló al reconstruir descarnadamente su historia, con los ojos de una adulta que -aun compartiendo sueños con sus padres- tiene claridad sobre los dolores que hasta el presente acarrea por no haber tenido derecho a rabietas. Reconoce lo bueno de la experiencia en los relatos de la vida colectiva en Cuba, y se sabe abandonada en las palabras de unos de los padres que dejó a sus hijos entonces. Transita entre estos dos sentires, como el documental se mueve entre la dulzura e inocencia del proyecto que intento colectivizar la “familia partidaria” y el dolor del desapego, el desgarro del abandono y la proximidad de la muerte de quienes estaban lejos: los padres y madres.
Esta obra devela una memoria crítica que recién comienza a visibilizarse en Chile. Hablan de lo que ha permanecido mudo, porque sin duda fue lo más doloroso de la revolución derrotada: los sacrificios que parecen haber sido estériles y sin embargo continúan acarreando costos para la generación pospuesta por un sueño incumplido.
La narradora se instala en un lugar crítico de manera atrevida y subversiva, transgresión que es posible en buena parte porque -aún siendo un tema todavía sensible- proviene de una protagonista de esta historia. La crítica de Macarena no sería igualmente recibida si no fuera ella misma hija de las decisiones militantes de sus progenitores. Esta memoria crítica hacia la militancia todavía se encuentra en un lugar incipiente, todavía es posible solo dependiendo de quien la hace. Aun es complejo referirse críticamente a la militancia, sobre todo a cómo las decisiones políticas de esta militancia tuvieron consecuencias en las vidas no solo de la generación de los setenta, sino también en la de sus hijos e hijas. ¿Cuánto faltará para que la militancia pueda ser vista de manera crítica por todos y todas sin tener que mostrar las medallas que nos autoricen a hablar del tema?
Hace unos meses pude entrevistar a Aleida Guevara, la “hija de” por excelencia. Habló con convicción de que nunca se sintió pospuesta por su padre, el “Che”, y que comprende la urgencia de la entrega del guerrillero, porque hoy le permite disfrutar de una vida digna en medio de una revolución triunfante. Habló con toda la convicción del mundo, sin embargo cuando le pregunté si su padre le había hecho falta, le cayeron lágrimas y respondió: “Siempre me hace falta. Tengo más años que los que él tenía cuando lo asesinaron, y todavía me hace falta”.
Bibliografía
Gilman C. (2003). Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina. Buenos Aires: Siglo XXI.
Guevara, E. (1977). El socialismo y el hombre en Cuba. En Ernesto Che Guevara, escritos y discursos. Vol 8. La Habana: Ciencias Sociales.
Jelin, E. (2001). Los trabajos de la memoria. Madrid: Siglo XXI.
Pateman, C. (1996). Criticas feministas a la dicotomía público-privado. En C. Carmen (Ed.). Perspectivas feministas en teoría política. Barcelona: Paidós.
Vidaurrázaga, T. (2013). Desde otro lugar, laFuga, 15. [Fecha de consulta: 2024-12-02] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/desde-otro-lugar/647