Después de la muerte del cine

Por José M. Santa Cruz

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Licenciado en Cine de la Universidad de Artes y Ciencias Sociales-ARCIS y Magíster en Artes, con mención en Teoría e Historia del Arte de la Universidad de Chile. Se desempeñó como docente en la Escuela de Cine de la Universidad ARCIS y, actualmente, es el coordinador del Área de Publicaciones e Investigación de la misma escuela. En Junio del 2010 publica su primer libro titulado Imagen-simulacro: estudios de cine contemporáneo (1), editado por Editorial Metales Pesados. También ha participado en variados congresos, seminarios y coloquios, en que ha expuesto principalmente trabajos sobre cine contemporáneo y cine chileno. También ha hecho curatorías en artes visuales y ha trabajado en cine, teatro, producción cultural, entre otros.
 
 

Dedicado a N. P.

La muerte del cine ocurrió el «31 de septiembre de 1983», cuando se introdujo el control remoto en el salón de estar de las casas, porque ahora el cine tiene que ser arte interactivo y multimedia.

Peter Greenaway

Este artículo refiere a fragmentos reartículados del primer capítulo del libro Imagen-Simulacro: estudios de cine contemporáneo (1), libro que es el resultado de la investigación homónima financiada por el Fondo Audiovisual del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes del Gobierno de Chile (2009) y que ha sido publicado por la Editorial Metales Pesados (Junio-2010). En estos párrafos pretendemos introducirnos en el estado epocal que posibilitó la explosión del audiovisual contemporáneo y, a su vez, que ha replanteado con suficiencia la necesidad de expandir las fronteras conceptuales de lo cinematográfico, campo teórico que no encuentra las herramientas para problematizar piezas audiovisuales como 24 Hour Psycho (24 horas Sicosis) del año 1993 del artista visual Douglas Gordon o Une seconde d’éternité; D’apres une idée de Charles Baudelaire (Un segundo de eternidad; Después de una idea de Charles Baudelaire) del año 1970 del artista visual Marcel Broodthaers, etc. que fuera de los límites de la producción cinematográfica (pre y post) industrial, con lo único que tienen es con lo cinematográfico.

Douglas Gordon - 24 Hour Psycho (Glasgow-2008)

Desde ya vale la pena anunciar que lo que subyace en este artículo –y que se propone principalmente el libro– es pensar al cine como “objeto teórico”, en una estrategia similar a la desplegada por Rosalind Krauss para pensar la fotografía (Krauss, 2002), y no como el mero anecdotario de ciertas operaciones estéticas de algunos filmes o el territorio de conceptos que se adhieren al cine –ejemplo de esto último es el libro de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy, L’Ecran global (La pantalla global) de la Editorial Anagrama (2009)–. Pensar el cine como “objeto teórico”, es proponer, a su vez, la necesidad de configurar un campo teórico específico para hacerse cargo de este objeto –lo cinematográfico–, al mismo tiempo, que introducirlo en campo más amplios de la teoría del arte, los estudios visuales, etc. con ello se debe expandir el territorio conceptual que ha pensado y hegemonizado al cine, en la medida en que expandimos los límites de su producción. Aunque se debe asumir, por cierto, la precaución que la propia Krauss tiene con la fotografía, “si no me siento totalmente satisfecha con este proyecto crítico sobre el objetivo fotográfico, es porque la fotografía (el cine) es un objeto teórico que reacciona de forma reflexiva sobre el proyecto crítico y sobre el proyecto histórico que lo tratan” (2002, pp. 16-17). Y eso es lo que hace profundamente fértil y complejo el pensar cinematográfico contemporáneo.

Los años noventa estuvieron marcados por un aire revisionista en el cine, provocado principalmente por la sostenida irrupción de las plataformas de video análoga –al principio– y digitales –en la actualidad–, que diversificaron procedimientos y formas de producción y postproducción, además de inaugurar la imagen-técnica digital, es decir, aquella imagen que remplaza la calidad de los haluros de plata por píxeles 1La industria audiovisual ha estandarizado los niveles de alta definición de la imagen técnica-digital, en la nomenclatura de 2K, 4K, 6K y 8K. Éstas refieren a la cantidad de píxeles que tiene de forma horizontal la imagen. 2K es 2048 píxeles de largo x 1556 píxeles de alto, pesando 12 megas cada imagen. Frente a esto, la sociabilización del manifiesto Dogma 95 (de Lars von Trier y Thomas Vinterberg) en el Festival de Cannes de 1995, documento que influenció a múltiples cinematografías, que encontraron en este gesto la posibilidad de auto-determinar sus estrategias de producción, como también el estreno del filme Lumière et compagnie (Lumière y compañía) del año 1995, proyecto donde 41 directores filman un cortometraje de 52 segundos cada uno, utilizando la primera cámara fabricada por los hermanos Lumière, son ejemplo claro de cómo el cine anunciaba su punto de no retorno 2La lista de directores convocados es extensa y, por ende, no la vamos transcribir aquí, no obstante basta con decir que va desde Arthur Penn hasta Bigas Luna, también es relevante que en la lista no exista ningún cineasta latinoamericano.

Será ejemplar y simbólico el proyecto Lumière et compagnie, el cual contiene variadas operaciones discursivas que parecieran apuntar a una especie de panorama global del cine. Spike Lee filma a un bebe afrodescendiente pidiéndole –detrás de cámara– que diga “papá”; Patrice Leconte filma una estación de trenes en que nunca aparece el tren; Andrei Konchalovsky filma un paisaje en el que encuentra un animal en descomposición, haciendo un travelling in hasta ver sus entrañas, para volver luego al paisaje; Michael Haneke filma un noticiero televisivo desde un monitor, exponiendo el montaje caótico de la imagen televisiva; Idrissa Ouedraogo filma a las orillas de un lago en Burkina Faso una comedia, donde un hombre mientras se baña sale corriendo al percibir un cocodrilo, que al final resulta ser un hombre disfrazado de cocodrilo; Yusuf Shahin filma la filmación de una película frente a la pirámide de Giza, donde el actor de la segunda filmación termina destruyendo la cámara, por nombra unos pocos. No obstante, se transforma en un ejercicio endogámico y nostálgico, que anunció un quiebre y una ruptura definitiva, una imagen fílmica que se exponía anacrónica, desplazada, que no le correspondía a su «tiempo presente», una imagen que tenía como objetivo el Musée du Cinéma de Lyon (Francia), una imagen que en su despliegue narrativo, formal y operacional anunció “la muerte del cine”.

En el capítulo cinco del libro The Philosophical Disenfranchisement of Art 3Alienación de los derechos de la filosofía del arte. El concepto de “Disenfranchisement” también puede ser traducido como privación o enajenación de los derechos (1985) de Arthur C. Danto, se repone la idea de la muerte del arte en un contexto teórico que exponían con cierta fascinación la relación existentes entre modernidad y muerte, lo que Marshall Berman entendió en la auto-profecía del fin en que habita cuasi ontológica la modernidad (Berman, 1988). Danto retomará la canónica sentencia de Georg W. Friedrich Hegel de sus lecciones de estética, que con precisión deberíamos limitar a la muerte del arte cristiano, es decir, aquel arte que tiene como horizonte a la idealidad y se asume como la cosificación de un estado fugaz del movimiento dialéctico del espíritu. Este óbito implica un agotamiento en el horizonte de creencias de una época histórica específica de lo que se entiende por arte, más que la supresión de las obras de arte. La muerte del arte en Hegel, entonces, tendrá menos que ver con el fin de éste como campo de producción y más con un giro de su horizonte de sentido. Danto tomará esta sentencia para pensar un corte entre la producción de obra del proyecto del arte moderno y el del arte contemporáneo, en lo que entiende por el conflicto representacional.

Para Danto, la muerte del arte se configurará en la lasitud de las tendencias artísticas de los años setenta y ochenta, en la multiplicidad de ismos carentes de un densidad por fuera de las reflexiones que la filosofía hace del arte. “El estadio histórico del arte finaliza cuando se sabe lo que es el arte y lo que significa. Los artistas han dejado el camino abierto para la filosofía, y ha llegado el momento de dejar definitivamente la tarea en manos de los filósofos” (Danto, 1995, p. 53). Para dimensionar esto, hay que tomar en cuenta que se está pensando en dos formas el arte, por un lado, el arte como el dominio privilegiado de la pintura y la escultura, por otro, el arte en el proyecto de la modernidad, es decir, el arte como progreso de la representación de la realidad. En esta segunda perspectiva coloca al cine en una línea continua con la pintura y la escultura, ya que completaría la operación espacial que se inició en el Renacimiento, al conseguir en la representación el movimiento; el cine sería la transformación del medio en que el arte pretende establecer su proyecto de progreso.

El descubrimiento de la perspectiva nos permite percibir la situación de los objetos entre sí y respecto al espectador tan directamente como la percibimos en realidad. Éste sería un ejemplo de desarrollo, ya que el medio en sí no resulta alterado, y trabajamos con los materiales tradicionales del pintor, empleados con una efectividad cada vez mayor respecto al imperativo. Pero todavía tenemos que inferir el movimiento y, cuando decidimos que queremos mostrarlo, las limitaciones inherentes del medio se convierten en obstáculos, y estos límites sólo pueden superarse mediante una transformación del medio como la que ejemplifica la tecnología cinematográfica. Los cambios desde el cine en blanco y negro hasta el cine en color, y desde la abertura espacial única hasta la representación estereoscópica, podrían considerarse desarrollos, mientras que la adición de sonido podría constituir una transformación del medio (Danto, 1995, p. 36).

La herencia representacional que la pintura y la escultura dotaron al cine configuraron gran parte de su historia y problemática durante el siglo XX, pero a su vez, reconfiguraron los pilares de las bellas artes y con ello un giro en la teoría estética-filosófica, su búsqueda ya no era representar la belleza sino expresar una individualidad 4En 1902 aparece Estetica come scienza dell’espressione e linguistica generale (Estética como ciencia de la expresión y lingüística general) de Benedetto Croce. Con el ingreso de lo expresivo en el arte –la primera dimensión de la que hablábamos más arriba– se clausura la linealidad histórica del progreso técnico para desplazarse hacia una completa representación cognitiva e individual, esta renuncia del privilegio representacional del proyecto moderno le permite a la pintura y la escultura una vía de escape a la puesta en crisis que le propusieron dispositivos técnicos como la fotografía y el cine. Si bien las artes visuales pronto abandonarán lo expresivo por su inconmensurabilidad, para encontrar en la autoconciencia del arte como representación un espacio más fértil y que le posibilitó una narración histórica, donde las obras se preguntan internamente ¿qué es el arte?, la pérdida de ese privilegio simbólico condenó su devenir. Para Danto, entonces, el arte ha muerto ahí cuando ha comprendido qué es y cuál es su límite. Ese arte muerto sería aquel auto-consciente de sí como representación y que en su ejercicio intenta borrar los límites con la vida (vanguardia y neovanguardia), fundirse o pensarse como lenguaje (arte conceptual) y encontrar su grado cero pictórico (arte moderno).

Las consideraciones sobre el cine como continuidad transformadora del proyecto representacional de la modernidad, nos plantea necesariamente una pregunta. ¿El cine sigue siendo el depositario del horizonte simbólico contemporáneo? o para decirlo de otra forma, ¿el cine sigue estando en el pedestal privilegiado de la modernidad contemporánea o “altermodernidad”? (Bourriaud, 2009, pp. 25-88) Si la respuesta es afirmativa, el cine puede continuar movilizándose sin preguntarse por sí mismo. Si la respuesta es negativa –lo cual es la sospecha fundamental de este texto– el cine ha caído del pedestal, se ha entendido desnaturalizado, ha tomado conciencia de su fracaso representacional, es decir, ha girado su ángulo de mirada hacia sí mismo en la medida en que no puede sostenerlo hacia la realidad. Es sintomático que se hayan producido proyectos televisivos como Histoire(s) du cinema (Historia(s) del cine) hecha entre 1988-1998 por Jean-Luc Godard o A Personal Journey with Martin Scorsese Through American Movies (Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano) del año 1995 de Martin Scorsese. Y será doblemente sintomático, ya que son piezas audiovisuales que se ubican en los dos polos que han hegemonizado el ejercicio interpretativo del cine mundial (global). En proyectos como estos, la imagen se piensa a sí misma, se focaliza en ella mientras se escapa de su condena (Sarlo, 2005).

Jean-Luc Godard – Historie(s) du cinema (1988-1998)

La modernidad olvidó el futuro como orden del sentido de las cosas, tiempo que posibilitaba el concepto de historia dialéctica, progreso y revolución –en arte: vanguardia–, para desplazarlo por la dictadura del tiempo presente y una historicidad de capas, rizomas y flujos. “Un presente autosuficiente, autárquico, separado de su pasado, sin proyecto y utopía, que corre el riesgo de entrañar una ‘destemporalización del tiempo’ propia de esta forma sincrónica del mundo que suprime los ‘horizontes de espera’ del pensamiento crítico de un (Reinhart) Koselleck” (Buci-Glucksmann, 2006, pp. 47-48). El tiempo presente del tiempo real y el directo televisivo; de las plataformas virtuales y la conectividad; del flujo de información y la multiplicidad de formatos, que nos cuesta prever con suficiencia. El índice de serialidad del cine fue llevado a una curva extrema en la interconexión de múltiples formatos, que la ritualidad de la sala cinematográfica no logra contener y la desborda, pero por sobre todo, no es capaz de producir.

Allí donde la representación pictórica no podía compensar la iluminación inmediata –toda figura antigua se inscribía a “tiempo diferido”–, la presentación televisiva posee, gracias a las técnicas del directo, esa luz de inmediatez, esa verosimilitud instantánea que para nada poseían la pintura, la fotografía ni siquiera el cine; de ahí la emergencia de un último «horizonte de visibilidad» que, a partir de entonces, reduce la densidad óptica del entorno humano (Virilio, 1992, p. 81).

¿El cine contemporáneo podría dar cuenta con suficiencia de un estado epocal que ha hecho estallar el tiempo en el vértigo de la velocidad?, que “proviene de efectos maquínicos que desconstruyen lo social, las identidades y los territorios de lo imaginario y la creación” (Virilio, 1992, p. 47). La velocidad comprime al tiempo en la lógica del flujo, lo hace instantáneo y transforma en una variable social de producción y ordenamiento, para una eternización del tiempo presente. En este contexto, si pensáramos en la imagen-tiempo deleuzeana (Deleuze, 2001), como estatus del cine moderno, ahí donde aún se podían reunir la modernidad, el tiempo y el cine, en esa imagen que hacía emerger al tiempo en un estado melancólico –cuasi benjaminiano– trayendo al pasado de la imagen para habitar con el presente de la misma y desde ahí punzar el futuro, ya no imaginarlo o proyectarlo en una gran movimiento (como se anunciaba en el cine clásico o siguiendo con la categorización de Gilles Deleuze, la imagen-movimiento), sino padecerlo como posibilidad o condena. Esa imagen-tiempo se volvería esquizofrénica y desarticulada enfrentada al rigor del tiempo como puro flujo, que la transforma en operación numérica y procesamiento de datos, es decir, como información.

La muerte del cine” más que anunciar el término de la producción cinematográfica, para dar paso a otras plataformas y dispositivos de producción simbólica, léase realidad virtual, multimedia, televisión interactiva, etc. refiere a la imposibilidad de contener el relato, las imágenes, el mito de la modernidad contemporánea. El cine como arte temporal ha visto su límite pero no en el agotamiento autorreflexivo como se podría llegar a pensar desde los planteamientos de Danto, es decir, un cine que se vuelve filosófico, aunque esa sea la pretensión de proyectos como los de Godard, Deleuze, Cristián Sánchez –para nombrar un cineasta-teórico local– sino justamente porque no tiene la posibilidad de acceder al tiempo como flujo e información en su telepresencia (Ranciére, 2005, p. 29). Si todo se ha vuelto tiempo la reflexividad temporal del cine se vuelve anacrónica, su anuncio (o padecimiento) de futuro se desploma en la manos de ese eterno presente, ha visto su límite ahí cuando la modernidad ha cambiado su horizonte.

La televisión y las plataformas virtuales han hecho del presente en el directo y el tiempo real, el caldo de cultivo de sus estrategias de significación y comunicación, pero por sobre todo como el espacio donde el horizonte de sentido cultural ha encontrado su principal laboratorio de naturalización. Es por esto, que se ha muerto un estado epocal del cine, en que existían certidumbres y posibilidades de pensarlo por fuera de la imagen, sin que esta se desestabilizara o se empezara a pensar a sí misma. Un cine que cobijaba al tiempo en desmedro del movimiento, pero los confluía en una narrativa del espacio o en la emergencia de lo narrativo como artificio que se auto-justificaba, una confianza en la luz, en el haluro de plata, una confianza en última instancia en la densidad indeterminable de la realidad, con más ribetes ontológicos de lo que los semióticos pensaban o pensaron desarticular con el concepto de “texto” (Stam et al., 1999, pp. 211-224). El cine se ha caído del pedestal simbólico de la modernidad, cuando las plataformas multimediales y televisivas inventan los mitos de la “altermodernidad”.

En este estallido del tiempo, se ha querido interpretar como la mera dictadura de lo nuevo, de la novedad, de la repetición de lo ya visto pero diferente. Walter Benjamin lo pensaba en relación a la moda: “La moda tiene el barrunto de lo actual, donde quiera que éste se mueva en la espesura de lo antaño. Ella es el salto del tigre a lo pretérito” (Benjamin, 2002, p. 61). Una de estas dimensiones de la experiencia de lo nuevo estará depositada en las posibilidades que las nuevas tecnologías le entregan al cine, la multiplicidad de efectos sintetizados por computadoras, que han posibilitado re-hacer una serie de filmes del pasado, Planet of the Apes (El planeta de los simios) del año 2001 de Tim Burton o King Kong (2005) de Peter Jackson. Las tres dimensiones, tal cual acontecían con el cine en relieve desarrollado en los ‘40 por el ingeniero soviético Semion Ivanov, utilizada por primera vez en el film Robinson Crusoe del año 1946 de Aleksandr Andreievsky. O en 1953 el Natural Vision creado por Arch Oboler y Milton L. Gunzberg para Hollywood, más conocido como 3-D, que fue inaugurado con el filme Bwana Devil (Demonio Bwana) del año 1953 del mismo Oboler. Se promete como la salvaguarda económica de la industria del cine, en filmes como Spy Kids 3-D: Game Over (Mini espías 3-D) del año 2003 de Robert Rodriguez o Avatar (2009) de James Cameron. La adaptación de series televisivas antiguas o contemporáneas, las sagas de algún éxito comercial, etc.

Pero también será el retomar discursos estéticos y re-posicionarlos en lo contemporáneo para un rendimiento específico en el campo del cine, Dogma 95 se muestra al pasar del tiempo como el mayor exponente de esta pretensión, poniéndose en tensión con el devenir de los movimientos de los años 60’, plantea retomar la senda de transformación del quehacer del cine. “El cine antiburgués se hizo burgués pues había sido fundado sobre teorías que tenían una percepción burguesa del arte. El concepto del autor, nacido del romanticismo burgués, era entonces… ¡falso! ¡Para el DOGME 95 el cine no es algo individual!” (Von Trier & Vinterberg, 1995). En esta misma dirección, una serie de cineastas sin una articulación discursiva similar, plantearon la necesidad en sus filmes de repoblar la relación con la realidad, retomando una serie de operaciones formales del neorrealismo. Elephant (Elefante) del año 2001 de Gust van Sant, Sábado, una película en tiempo real (2003) de Matías Bize o 25 watts (2001) de Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, por nombrar algunos pocos ejemplos que nos pueden dar una idea de la reacción. Ahora bien ¿qué queda después de la muerte del cine, sólo la re-actualización eterna del tigre saltando hacia lo pretérito?

Oswald Spengler, en su texto Der Untergang des Abendlandes. Umrisse einer Morphologie der Weltgeschichte (La decadencia de occidente. Bosquejo de una morfología de la Historia Universal) de 1918, propone que cada época tiene un índice de independencia que no permite una continuidad del entendimiento, existe una incomensurabilidad para comprender la época pasada e imaginar la siguiente, habría que entenderlas como objetos que instalan su propio horizonte de sentido, con ello problemas, conceptos y categorías que las organizan y, a su vez, que tienen etapas de desarrollo y despliegue desde su nacimiento hasta su óbito o agotamiento. Este movimiento epocal permite el surgimiento de una época y horizonte de sentido nuevos, que se harán del mundo, lo imaginarán y construirán. Si pudiésemos aplicar este esquema en el corto devenir del cine y, en específico, en la brecha entre el cine moderno y contemporáneo, deberíamos intentar pensar al cine contemporáneo con las categorías –de múltiple procedencia– que han cosificado al cine moderno.

Partamos por el problema del texto y la puesta en evidencia de los recursos narrativos, un análisis semiótico –desde las perspectivas ensayadas por Christian Metz– podrá dar con la densidad discursiva de un filme como Dogville (2003) de Lars von Trier, donde se expone la estructura narrativa como un mero ejercicio de distanciamiento brechtiano, para desplegar una supresión de la diferencia «ontológica» entre lo teatral y lo cinematográfico en relación al objeto como signo y al objeto como índice. En esta misma dimensión del problema de los recursos narrativos, se puede pensar que Surf’s Up (Reyes de las olas) del año 2007 de Ash Brannon y Chris Buck propone un develamiento de la condición representacional del cine, al construir una estructura de falso documental animado, o más bien, lo que hace es profundizar el simulacro representacional. En otro registro, a propósito de la naturaleza fotográfica y su condición inconciente, es posible aprehender el sentido discursivo de operaciones de filmes como Tarnation (2003) de Jonathan Caouette, cuando el material de archivo y la vida íntima es sólo una excusa para exponer un hilarante pachtwork ornamental. Pero también, en filmes como Dokfa nai meuman (Objeto misterioso de Mediodía) del año 2000 de Apichatpong Weerasethakul. Y en la clave temporal deleuzeana, que tiempo puede emerger en filmes como Sin City (Sin city - La ciudad del pecado) del año 2005 de Robert Rodriguez, cuando justamente se suprime cualquier densidad espacio temporal que refiera a una exterioridad, para sólo hacerla aparecer como operación logarítmica de las plataformas de postproducción.

Lars von Trier – Dogville (2008)

Aún más, ¿son estos los conceptos que pueden rozar reflexivamente piezas audiovisuales que están pensando el cine como objeto teórico?, ya anunciábamos al inicio de éste artículo títulos como 24 Hour Psycho, el cual lleva al límite la temporalidad cinematográfica, lo expande en tal exceso que deforma cualquier pretensión del espesor reflexivo de la imagen-tiempo, dejando desnuda a la imagen en su apariencia, en su condición efímera. Gordon toma el filme Psycho (1960) de Hitchcock y lo ralentiza hasta que sus 109 minutos lleguen a durar 24 horas, lo que provoca que cada fotograma dure alrededor de 2 minutos. La persistencia temporal de la operación no desarticula a la imagen sino al propio tiempo, pero esa imagen no acontece inmóvil como podemos encontrarlo en aquellos artistas visuales que toman fotogramas de filmes como modelos para pintarlos; sino la imagen está rarificada, es una imagen en proceso de construcción en su desarticulación temporal.

Es en esta segunda dimensión que se articula el «después» de la muerte del cine, ahí donde el cine había sido edificado entorno a su certeza representacional, en su tecnomimesis fotográfica o en su condición indicial, no se pueden encontrar los conceptos o categorías que nos propone este objeto teórico contemporáneo, esa época no puede imaginar el cine que se avecina después de su muerte. Esa brecha provocada por la caída del pedestal de la modernidad configura un nuevo campo de operaciones cinematográficos, tanto conceptual como formalmente, en que ya no se pretende contener “los sueños de la masas”, si pudiésemos utilizar la misma figura que ocupa Susan Buck-Morss, para entender las transformaciones de la ciudad moderna. “Los sueños se están divorciando del espacio de la ciudad (el cine). El planteamiento urbano reciente ha estado más comprometido con la seguridad contra el crimen que con montar fantasmagorías para el deleite de las masas” (Buck-Morss, 2005, p. 251).

El cine habitó durante las décadas de los ochentas y noventa, en una conjetura histórica similar a la vivida por la pintura durante el siglo XIX, en que habitó junto a la fotografía en ese privilegio representacional –pensemos que la primera exposición impresionista fue en los estudios del fotógrafo francés Félix Nadar en 1883 y, así mismo, la fotografía fue uno de los dispositivos fundamentales para la expansión de la pintura y escultura occidental por alrededor del globo–, pero, al igual que lo hicieron la pintura y la escultura 5La pintura y la escultura abandonaron hacia finales del s. XIX la estética como horizonte de sentido y forma de aprehensión del mundo, para preguntarse por su estatuto representativo; en la configuración de lo pictórico y lo escultórico como objeto teórico. De ahí se puede entender, también, la diferencia de nomenclatura entre Artes Visuales y Bellas Artes, el cine ha venido ensayando vías de escape a la crisis que le ha propuesto el directo televisivo y, ahora, el tiempo real virtual e interactivo. al igual que lo hizo. Pero al contrario del ejercicio endogámico propuesto por el arte moderno, en la búsqueda de su pureza de la forma o el agotamiento de sus formas representacionales, lo cinematográfico se ha ido constituyendo como un campo «expandido», es decir, que en vez de centrarse en el como dispositivo se significación específico, establece un campo de negociación conceptual con otras formas de producción audiovisuales, constituido en la tensión entre cine y televisión, video-arte y video-clip, generando también nuevas formas de lo audiovisual y conceptos como el de “postcine”.

En este campo expandido estaría en juego la problematización de la condición de simulación significante (Santa Cruz, 2009, pp. 7-11) en el ejercicio de representación audiovisual contemporáneo; la anulación y puesta en crisis el concepto de verosimilitud –último bastión del cine como garante del proyecto de la modernidad– y, adosado a esto, la administración de las múltiples apariencias (2009, pp. 4-6) del mundo en la categoría de imagen-simulacro. “El campo expandido se genera así problematizando la serie de oposiciones entre las que está suspendida la categoría modernista (altermodernista) de escultura (audiovisual)” (Krauss, 2008, p. 68). “Después de la muerte del cine” es el momento de reconfiguración de las formas de producción, de los conceptos y operaciones de significación, cuando la modernidad y las masas han dejado de soñar en veinticuatro cuadros (campos) por segundo, cuando lo cinematográfico se sacude de su autonomía.

Bibliografía

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Como citar:
M., J. (2010). Después de la muerte del cine, laFuga, 11. [Fecha de consulta: 2024-04-19] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/despues-de-la-muerte-del-cine/433