Este texto propone reflexionar sobre los diversos modos en que la simultaneidad, como expresión articulada de cosas separadas por el tiempo y por el espacio, se manifiesta en la existencia de poco más de cien años del cine [Ponencia Primer Simposio Internacional de Filosofía y Estética.].
Antes que fuera el montaje, que es la elaboración ideológico estética de la compaginación, y tal vez la más evidente forma cinematográfica de la simultaneidad como serie visible de coexistencias, los primeros cortos del cine, por ejemplo aquellas vistas Lumière de un minuto, expusieron a la muchedumbre la vida de otros desenvuelta en el tiempo, panoramas de objetos y paisajes en actividad.
Poco después, y aunque todavía el cinematografista no haya cortado y pegado la película, no haya descartado momentos e interpretado fracciones de la acción como cifras o síntesis de ella misma, desde que puede moverse, desde que ha resuelto técnicamente aligerar el registro, en la práctica todos los sitios del mundo pueden ser captados y exhibidos en cualquier parte.
El pensamiento sistemático del mundo que vienen promoviendo las ciencias, y autorreferencialmente el gran mercado colonial, la prensa, la instrucción pública, los nacionalismos y la policía, encuentra una expresión precisa, y doblemente desrrealizadora, en este evento cinematográfico.
Precisa porque la manifestación del otro está en presente activo, de modo repetible para considerar los minuciosos abrumadores motivos de la diferencia, o para la sorpresa risible de una identidad, de una semejanza, que sometida una y otra vez al dispositivo de repaso concluye en el absurdo mecánico.
Lo doblemente desrrealizador del cine, primero, el adelgazamiento del sitio presente, el de la recepción, se da en la identificación simpática con los personajes que, a medida que el actuar de éstos se perfecciona en el acontecimiento límite, alcanza la enajenación, y, segundo, en la reconsideración de la idea de centro del mundo que juega en las conciencias desde que dos realidades se confrontan mediáticamente de forma tan viva y tan fantasmal.
A pesar de que la prueba patente de la coexistencia del otro y de la sistematicidad positiva, dinámica del mundo, remonte hasta la cotidianidad fantástica y simple de los más remotos, todavía no se verifica en la escena cinematográfica. En los arcaicos del cine la escena es un cuadro teatral, pictórico, sujeto el punto de vista a la distancia de una acción que debe exponerse entera, un proceso que como un espectáculo de feria de atracciones se debe a si mismo. El registro por un tiempo será más tímido, más tieso en casa que de visita.
Las provechosas afinidades de la cámara con las masas, y el predominio institucional de la ciudad como sitio de ese encuentro, serán replicadas a través de un fervor visual por las cosas y acciones inmediatas: artefactos, mecanismos, procesos productivos, movimientos. Se trata en parte de una operación autorreflexiva, que va desde la cámara que se atiende a sí misma con inmejorable neutralidad de máquina, motivo que trata con fervor Vertov y sus Kinoks, proyecto de multiplicación y democratización de actualidades, hasta las vistas de precisión que recorren con simetría y vértigo de proyectil, los estrechas, intrincadas, pero infinitas vías cerradas que tejen los mecanismos entre sí, asunto que considera Benjamín, que interpreta como una desatendida congruencia entre el cine y el tráfico moderno.
En este medio, según Epstein, Dullac y Morin, teóricos esencialistas, el cinematógrafo deviene cine, o dicho de otra forma, el punto de vista da lugar a un ojo-conciencia que libremente propone simultaneidades inmediatas entre objetos, cosas, y fondos, para reinterpretar, ideológico, ficcionalmente, la sobreestimulación diaria, el monopolio de la causalidad, y la ilusión de vida intensa en el dominio.
Todo lo dicho ha ocurrido en dos décadas y ya estamos propiamente en el mundo y en la época del montaje.
Esta inteligencia, que ha sido interpretada como ejemplarmente burguesa, apareja la invención y el uso dominante del primer plano, plano de detalle, que exalta y antropomorfiza a los objetos y los vincula según fórmulas de causalidad lógica o forzada, fenómeno que reactualiza de un modo secular, profano, la afección simpatética del mundo que la antropología atribuye a la cosmovisión mítica.
Arnold Hauser en el último capítulo de La historia social de la literatura y el arte, indica que en la segunda década del siglo XX la inteligencia cinematográfica da forma a una visión materialista de la historia que es el efecto integrado del desarrollo de la planificación, especialmente del primer plano, que sistematiza en EUA. David Griffith, y del montaje, que desarrolla en el extremo contrario, el cine ruso. El sentido materialista de esta visión se manifiesta en la nivelación estética y dramática de cosas con hombres, de lo inorgánico con lo orgánico en la sucesión cinematográfica, efectos expresivos de la ética burguesa que consiste en la acción productiva y en la doctrina del control. La simultaneidad como presentación convergente y sintética, esquemáticamente crítica, de actividades separadas, de espacios distantes (mitin de proletarios en la fábrica, reunión de accionistas en un despacho -en Octubre (Sergei Eisenstein, 1928)-; el cuerpo yacente de Lenin en Moscú, el desfile grave de cientos de miles y el trabajo, juego, alegre de los pioneros, de los pequeños comunistas en un campo remoto -en un Kino Pravda de 1924-) formaliza el ansia de totalidad de la clase dominante, o de la mayoría legitimadora, y por sobretodo, expresa un deseo antiaristocrático (secularizador) de indiferenciación de todo.
Aunque como efecto de segregación y detalle, el montaje y el primer plano singularicen, serán sometidos al ingenio del inventariado, a la asociación de heterogeneidades con presupuestos causales, deterministas, y a la sincronización violenta de todos los dinamismos con el ritmo de acero de la productividad, del desarrollo, de la civilización, que son todos como el montaje ascendente de la historia.
A propósito, Hauser plantea que es la conciencia pequeño burguesa aquella identificada con el optimismo y con el culto a la acción, al trabajo, como factor o recurso de movilidad social, la que adopta el cine de optimizaciones, porque en ella se asegura la convergencia ética de las clases superiores y de las inferiores.
Los relatos estándares, canónicos, los géneros cinematográficos, se refieren regularmente al trabajo, y justamente porque se refieren al esfuerzo y a un sistema de pruebas que dimensiona la excelencia operativa del portador de la cultura, logran el estatuto productivo de estándar. La productividad excepcional, o la acción transformadora cautiva en términos espacio temporales, en términos rítmicos, mediante una estructura minuciosa de elipsis y omisiones, de estímulos y reacciones que, a la vez que aseguran mediante las metonimias y las cifras el sentimiento de lo memorable o de lo previsible, componen una verosimilitud propia que allanan la velocidad y la continuidad. (No nos vamos a referir a algo que ya todos saben, a lo barato que resulta trabajar, que resulta narrar, con fragmentos escogidos, con fracciones elocuentes, aun cuando pudiésemos anticipar desde esta solución cinematográfica de la simultaneidad otra más contemporánea que se identifica con el ínter texto o el reciclaje).
Adorno y Horkheimer plantean que en la industria cultural la diversión que es la continuación natural del trabajo asegura su continuidad lógica modelando su expresión según los principios operativos de la jornada, es decir mediante la reaparición ficcional del mecanismo. A esta comprensión del montaje como sublimación estética, ficcional, de la sistematización productiva de la vida, veinte años después Jacques Aumont y Peter Bürger agregan la interpretación del montaje paralelo como domesticación espectacular del ansia proletaria y la nostalgia burguesa del espacio abierto.
Aun cuando la noción de plano, de primer plano y de montaje de ascensos, atracciones y paralelismos, señalen el predominio de la coexistencia espacial en las primeras tres o cuatro décadas del cine, el principio de desdiferenciación de lo real que este modo de la simultaneidad encarna, destaca notoriamente la coexistencia de tiempos.
Películas como Intolerancia (1916) de D. W. Griffith, o La muerte callada (1920) de Fritz Lang se solazan e intrincan saltando de modo sucesivo entre tiempos y espacios distanciados para conocer y deshistorizar la misantropía del hombre contra el hombre, y la ineficacia del amor contra la muerte, respectivamente. La coexistencia temporal persigue probar la indiferencia ética entre el pasado y el presente, y la atemporalidad de lo trágico. A pesar del fatalismo que entrañan estas proposiciones artificiosas, temporalmente artificiosas por que se valen de anotaciones extra cinematográficas (fundidos, iris, flor, carteles) para calificar como pasado o futuro lo que a nivel perceptual tiene siempre cualidad de presente, el optimismo cultural que despierta esta virtualidad de transitar el tiempo, y de administrar el espacio, nivelando en la disponibilidad todas las cosas, e hipostasiando el trabajo como actividad reconstituyente y proyectiva, no llega nunca a lesionar la certeza cinematográfica de la posibilidad del conocimiento, del potencial epistemológico del medio, y de su eficacia ejemplarizadora.
Tal vez la simultaneidad temporal cinematográfica de la primera mitad del siglo veinte podría ser el correlato paródico de la temporalidad ek-stática heideggereana, aquella que propone la coexistencia de los tres temporas en el devenir del ser (del ser-ahí). Por ahora proponemos como una intuición que refuerzan parcialmente algunos autores, como Vattimo en El fin de la modernidad, que existen en este periodo diversas formulaciones sobre la apropiación narrativa del mundo y la recuperación existencial -poética del hombre- que valorizan la dimensión temporal.
Hemos descrito la primera manifestación de la simultaneidad en el cine, sus concreciones lingüísticas y algunas consideraciones histórico-antropológicas que creemos determinantes. El segundo momento nítido resulta de la gran conmoción secular de la acción, la segunda guerra mundial. Bazin, cuando dice en 1948 que la escuela italiana de la liberación representa la expresión más desarrollada de la inteligencia cinematográfica, o que aquella inteligencia se encuentra en ese tiempo en Italia, expone algunos antecedentes del cine peninsular que adelantan ese desarrollo. Sin embargo, señala explícitamente que es la guerra lo que hace la diferencia, que el salto radical de una concepción a otra resulta en buena parte de los efectos de la guerra. La producción de espacios abiertos poblados de deshechos, de mecanismos abiertos por la inutilidad, en reposo o suspensión productiva, el desinterés por el centro vigilado, ocupado, destruido de la ciudad, es decir, las diversas circunstancias motivadoras del desplazamiento y de la mirada en reconocimiento, justamente sustituyen la acción fuerte por las acciones débiles de mirar y deambular. El montaje cae en desgracia, hablan directamente en contra de él, y respecto de él se miden las novedades expresivas, las estructuras ajustadas a este tiempo de escepticismo, de desprestigio de la razón utilitaria, y de incredulidad, al menos en la periferia, de la superioridad moral de occidente: el plano secuencia y la profundidad de campo, es decir los dispositivos más propicios a la continuidad, a la apertura, que implican narrativamente un punto de vista menos dominante, menos enfático, más ambiguo y reservado. La simultaneidad en el cine de Visconti, Rossellini, Antonioni, Pasolini, Bergman, Resnais, Bardem, un poco después y más allá, de Polanski, Menzel, Tarkovski, luego de Godard, Varda, Chabrol, de Peckinpah, Casavettes, Schlöndorf, Solas, Gutiérrez Alea, Rocha, Sergio Bravo, Ruiz, Littin, por nombrar sólo algunos, se compone entre términos a una distancia espacial y temporal imprecisa, con una dimensión más abstracta, o genérica que la otra puesto que la tensiona desde el interior de una conciencia, o desde fuera del campo de la imagen, o a través de su mera expresividad sonora.
Lo distante que remonta a través de una atención más forzada por sus circunstancias a distinguir extrañezas que entusiasmada por la posibilidad de saber, proviene de las marginalidades sociales, de clase, raciales, lingüísticas, culturales, etareas o de género, o de zonas periféricas e intrincadas de la conciencia, de la experiencia, a quienes los referentes ilustrados, modernos, han dejado un espacio provisorio por su crisis. La visibilidad resulta también porque la institución cinematográfica ha sido destruida con la guerra, ha sido abandonada y no hay más locaciones que el afuera, y porque, afortunadamente para estas circunstancias, las técnicas de registro se han aligerado y el sonido directo sincrónico se ha hecho más nítido y se difunde.
La opción por las periferias en el cine plantea no sólo la posibilidad de una democratización o multiplicación de las cosas para la atención sino que también una multiplicación de los puntos de vistas (a pesar de que este desarrollo no llegue a ser nunca la efectiva descripción de todos los sujetos por sí mismos). Cuando no son niños, mujeres, ancianos, extranjeros, enfermos mentales los que se identifican con el registro sino que un observador implícito, anónimo, éste se comporta en contradicción con el observador omnisciente y ubicuo, como sucede en Godard en Vivir su vida (1962), o en Antonioni en El eclipse (1962), o Glauber Rocha en Dios y el diablo en la tierra del sol (1964), o en La respuesta (1961) de Sergio Bravo, en donde la atención no siempre se alinea con la acción, por momentos la abandona, se aleja y busca otra cosa que está más allá, o considera el acontecimiento muy a la distancia para perjuicio de nuestra costumbre de literalidad, o llega antes o se va después. Hay en esto otra forma de la simultaneidad, exposición simultánea y crítica de un acontecimiento y de la conciencia que conoce el acontecimiento, sin las restricciones de la precisión dramática. A través de estas semi subjetivas, de plano secuencias y de aprovechamiento de la profundidad de campo el relato se irá identificando con una imagen mental, con los movimientos de una conciencia, identificando la simultaneidad con la coexistencia de distintos planos de realidad, de diversas formas de conocimiento, de imágenes con estatutos de realidad histórica y cultural diversos. Esto explica por ejemplo la proliferación en el cine de los sesenta y setenta de filmes sobre videntes, espiritistas, sobre sujetos que recuerdan sin orden y que dudan acerca del valor de sus recuerdos. A este panorama de multiplicación de los objetos y de los puntos de vista se debe sumar la influencia de la televisión y como causa y efecto de ella, de los archivos de imágenes, que en definitiva irán produciendo un adelgazamiento de cada imagen y dispersando de modo caótico los prestigios o desprestigios de lo real y lo ficcional sobre todos los textos audiovisuales. Tal vez a esto se refiera Deleuze cuando en sus estudios sobre cine interpreta como un efecto de la guerra “el ascenso y la inflación de las imágenes tanto en el mundo exterior como en la cabeza de las gentes”.
Por último, el tercer momento nítido de formalización de la simultaneidad en el cine es el presente, la contemporaneidad que encuentra en la identidad de los registros cinematográficos, con los sistemas de vigilancia, la realidad virtual, y los sistemas mundiales de información, su realización perfecta. El cine del presente, desde fines de los setenta en adelante, extrema la coexistencia de espacios, como sucede en el filme ya lejano de Wenders, Tan lejos tan cerca (1993), o en los filmes inmediatos como Munich (Steven Spielberg, 2005), Syriana (Stephen Gaghan, 2005), Hotel New Rose (1998) de Abel Ferrara, Qué hora es allá (2001) de Tsai Ming Liang, y muchos más. El sentimiento que apareja esta simultaneidad de la visión y de la audición, multiplicada en sus diseños hasta el centenar de pistas, como fue el caso en Apocalipsis ahora (Francis Ford Coppola, 1979), o como en el ejemplo más inmediato y austero de Play (2005) de Alicia Scherson, es el de la inseguridad, cuando no definitivamente del miedo.
La simultaneidad en el cine, ha pasado en un siglo del optimismo del dominio, a la rareza de lo inmediato y a la angustia de la exposición. La dimensión existencial dominante en este momento de la simultaneidad es la del espacio, del espacio abierto. Según Sloterdijk la modernidad comienza con el sentimiento astronómico de la intemperie, del inconmensurable espacio circundante y con la abismal idea de la periferia, propone luego que la invención de instituciones y clausuras, procuraría compensar esa orfandad cósmica.
Los sistemas de inventariado y observación del mundo, que el cine ha tratado y promovido, han contribuido a difundir entre los otros, entre los antagonistas los recursos de infiltración, han identificado los sitios más recónditos, los más íntimos puntos neurálgicos para el daño, los han propuesto como blancos, y han creado redes de flujo indiscriminado de las imágenes de los saberes que se convierten ocasionalmente en vías para la difusión de la virulencia.
La estructura audiovisual que en mi opinión mejor representa este sentimiento de exposición, de intemperie, por hipertrofia de la vigilancia, es el gran plano general, el enorme cuadro de ciudades y cielo, planos aéreos que reactualizan los inquietantes panoramas anonadantes de Caspar David Friedrich. Este terror de plano general, el más propicio para formular o tensionar la espera de un ataque aéreo desde el mundo de acá o desde el mundo de más allá, desde las intrincadas cercanías de la tierra y desde las inimaginables lejanías del tiempo, lo encontramos en La guerra de los mundos (2005) de Spielberg, en Hell Boy (2004) de Guillermo del Toro, en Syriana de Stephen Gaghan, en Munich de Spielberg. Sobre estas dos últimas películas en número reciente de Cahiers du cinéma, se dijo que presentan inesperadamente un giro en la comprensión industrial del cine hollywoodense de la conveniencia de la globalización y de la aptitud de EE.UU., para orquestarla, que exponen una comprensión angustiosa de la globalización.
*ps. La dominante de plano general y plano persistente en las modulaciones sicológico-políticas del terror, como efecto de exposición y culpa, en Caché (2005) de Haneke, confirman inesperadamente en el cine europeo contemporáneo, la última fórmula propuesta.
Corro, P. (2005). Devenir secular de la simultaneidad en el cine , laFuga, 1. [Fecha de consulta: 2024-12-13] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/devenir-secular-de-la-simultaneidad-en-el-cine/223