Con estreno en salas nacionales programado para marzo del 2012, El año del tigre (Lelio, 2011) ha participado en diversos festivales, entre ellos los de Toronto y Locarno. En este último, la competencia internacional no contaba con un film chileno desde hace más de 40 años, cuando Tres tristes tigres, de Raúl Ruiz, ganó el Leopardo de Oro en 1969. El festival de cine de Valdivia y el de Cine B de Santiago lo han traído, afortunadamente, en avanzada para el público.
Cuando la madrugada del 27 de febrero del 2010 ha aplacado ya para muchos –quizá para demasiados– su nivel de desgracia en la conciencia de los chilenos, surge en el panorama cinematográfico nacional El año del tigre, una puesta en obra que opera insertando a su protagonista en la realidad del territorio devastado del 27F.
Registrado literalmente sobre las ruinas, a dos meses de ocurrido el cataclismo que asoló nuestra tierra, el sobrecogedor panorama que dejó el terremoto y posterior tsunami en la Zona Cero son el lienzo desvencijado sobre el cual se desarrolla la historia de Manuel (Luis Dubó), presidiario que cumple su condena en una cárcel del Sur de Chile y quien, segundos después del terremoto, advenidos los escombros y la confusión, escapa del penal.
Para quienes han seguido las dos entregas anteriores de Sebastián Lelio (La Sagrada Familia y Navidad), esta es una puesta en obra que se desprende del sistema narrativo-técnico de sus realizaciones precedentes, en las que solíamos asistir a una realidad que se venía encima, desmembrada en planos cercanos y en parcelas de observación tan inquietas como inquietantes, remitidas por una cámara en mano en permanente movilidad e inestabilidad de registro. El año del tigre, en tanto, pareciera sostener en general una estructura técnica-narrativa más bien clásica, articulando planos estables y referenciales con planos de cercanía, poniendo en práctica y forma los acuerdos propios de lo establecido como lenguaje audiovisual en la articulación narrativa de los recursos materiales. Con todo, el tigre explora sus propias rayas, y se agradece. Sobre esta estructura del tipo clásico opera la producción de sentido a partir de la preeminencia de la imagen de registro de mundo y de representación. Dicho de otro modo, a lo largo del film, el silencio o bien los breves diálogos que sostiene Manuel actúan como un propulsor del hecho de imagen; y en ello, la obra de Lelio se vuelve cinematográficamente reveladora, sumiéndonos en la urgencia de un procedimiento reflexivo de observación; cuestión por demás presente –a su modo– en sus realizaciones anteriores. Sobre lo mismo, para las secuencias finales entra a cuadro el sistema técnico-narrativo del tipo utilizado en La Sagrada Familia. Encuadres y registro de mundo parecen precipitarse ante los ojos del espectador y el vértigo operativo es también consternación. El cambio en el sistema de registro funciona como una descarga técnica. Manuel de un lado y el espectador en la figura de Manuel del otro. Hegemonía del hecho de imagen. Cine mudo versus Cine silente. El Año del tigre es cine silente. El año del tigre finaliza. Y en ochenta y dos minutos hemos sido arrasados por esta representación de mundo en la emergencia de la conciencia existencial.
Pero vayamos por parte. En términos narrativos, el viaje que emprende Manuel será en busca de su familia y a través de la devastación. Poco sabemos de él y de su vida, a excepción de que tiene una pareja que lo visita en la cárcel en las primeras escenas del film y una hija que es referida brevemente en sus conversaciones. La caída de los muros de la cárcel hace posible la huída y con ello un cierto grado de libertad. Libertad, evidentemente, amenazada por la posibilidad de ser descubierto por la fuerza policial que ronda por ahí socorriendo la catástrofe general; pero, por sobre todo, una libertad descompuesta: el hombre se encuentra arrojado sobre la tierra de la desgracia que lo inunda todo y en ello ha de ejercer ésta, su recobrada pero débil soberanía.
Su primera parada será la casa familiar a orillas del mar, en donde el tiempo parece suspenderse en un solo instante, el instante de lo irreparable. En esta secuencia, las escenas de Manuel, primero en la casa en ruinas, luego escarbando las olas del mar 1una tarea, ciertamente, tan inútil como desesperada: escarbar el agua y luego en la casa otra vez, son abrumadoras. El silencio circundante atravesado por el sonido del mar nos remite al tiempo, un tiempo sordo que sigue transcurriendo pese a la devastación. En este escenario, en esta suspensión temporal sin tiempo, en esta prolongación de lo absurdo, el sentimiento de lo ominoso hace su entrada a cuadro. Lo siniestro no es la destrucción en sí, si no la súbita devastación que experimenta de ello el sujeto. Siniestro es el instante en el que en sentido ha ido a pérdida cuando sucede que aquello que estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, ha salido a la luz. Instante de vértigo crucial en el que se suspende momentáneamente la existencia en la emergencia de lo inextricable. Como ante una suerte de reloj estropeado, cuyas manecillas no consiguen avanzar y marcan un solo segundo, una sola nota que insistirá en manifestarse y Manuel, por su parte, insistirá –a su modo– en afrontar. Cuidando de no arruinar el desarrollo argumental, me reservo los detalles del itinerario que emprende el protagonista y, por supuesto, el final del viaje.
El guión desplaza a la puesta en escena dos hechos noticiosos ocurridos en aquel febrero aciago del 2010 y consignados por la prensa 2dos es, ciertamente, un decir; el registro de la catástrofe es, de por sí, elocuente: la masiva fuga de reos de la cárcel de Chillán una vez desplomados los muros y aquel circo –con sus carpas y animales enjaulados- que fue arrasado por el tsunami en la costa de Iloca.
En este tratamiento de la ficción operando sobre la realidad documental y bajo las señas argumentales que he referido, la lectura total del film recuerda a La terra trema (1949), de Visconti, en donde se nos sitúa ante una vivencia intensiva de la ruina y de revisión del estado de liberación que –para el caso- supone la postguerra con la continuación de la existencia para los que todavía quedan allí. En un mundo hecho pedazos por la guerra, la tierra de Visconti tiembla de desgracia y de precariedad. La tierra de Lelio, en tanto, tiembla en la desgraciada estabilidad –precisamente- de la desgracia, sobre la cual se alza –de manera notable- el temblor de lo posible; un estremecimiento que nos hace contener la respiración durante todo el viaje que emprende Manuel.
Por su parte, frente a estructuras clásicas que enaltecen la moral, en donde el tiempo lineal es también el tiempo del progreso; frente a estructuras de relato en donde la acción de los personajes se asume como productiva y, por tanto, como progreso, El año del tigre invierte la noción ascendente del relato. Suspende la hazaña productiva del héroe convirtiéndola –bajo los términos señalados– en una hazaña inútil, la que precisamente por su inutilidad cobra sentido por cuanto se vuelve motivo de revisión crítica y consciencia existencial.
Bajo este lineamiento, el film se levanta como un ensayo audiovisual cuya lectura nos sitúa ante la inmensurable pregunta por la existencia; por el sentido, en rigor, de la existencia. El año del tigre insiste –ciertamente– en la manifestación de la ruina, pero su mecanismo es reflexivo. Estamos ante un acto de pensamiento, un cine del pensamiento. Como si la representación, al poner en forma y poner de manifiesto, pudiese –quizá– salvarnos.
Citando a Borges en La esfera de Pascal 3 BORGES, Jorge Luis. “La esfera de Pascal”. En: Otras inquisiciones, Madrid, Alianza Editorial,1976 “Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas.” El año del tigre puede ser leído como una de estas metáforas.
Parada, M. (2012). El año del tigre, laFuga, 13. [Fecha de consulta: 2024-10-05] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-ano-del-tigre/494