“Cuando los mártires se van a dormir, me despierto para protegerlos de los aficionados a las elegías. Les deseo: ‘Buena patria de nubes y árboles, de espejismos y agua’.
Les felicito por haberse salvado en el accidente de lo imposible y en la plusvalía de la matanza. Robo tiempo para que ellos me roben el tiempo. ¿Somos todos mártires?
Susurro: ‘Amigos, dejad una pared para las cuerdas de la ropa, dejad una noche para las canciones’. Colgaré vuestros nombres donde queráis, pero dormid un poco, dormid en la escalera de la viña ácida que yo protegeré vuestros sueños de los puñales de vuestros guardianes y de la revolución del Libro contra los profetas.
Sed el himno del que no tiene himno cuando vayáis a dormir esta noche. Os digo: ‘Buena patria montada sobre un caballo al galope’
y susurro: ‘Amigos, no seréis, como nosotros, cuerda de una oscura horca’”.
Mahmud Darwish.
1. Forma de Vida
En una carta dirigida al doctor Lucio Caruso enviada en febrero de 1963 Pasolini escribía:
“Mi idea es la siguiente: seguir punto por punto el evangelio según San Mateo sin hacer un guión ni reducirlo. Traducirlo fielmente en imágenes, siguiendo la narración sin añadir ni quitar nada. (…) Es esta altura poética la que me inspira con tanta ansia, y es una obra de poesía la que yo quiero hacer. No una obra religiosa en el sentido corriente del término, ni una obra en modo alguno ideológica.” (p.17).
Para despertar al mito popular Pasolini declara su intención de llevar al evangelio a una “altura poética”. Se trata de “poesía”. No de religión ni ideología. Curiosa dicotomía: por un lado, la “religión” que acusa recibo de la tradición y confisca el mito popular en sus dogmas, prescripciones y formas; por otro lado, la ideología que intenciona deliberadamente una lectura cerrada que oblitera al mito popular por una forma futura. Ni una lectura del pasado (religión) ni tampoco una que le provea de un futuro (ideología), sino de una “obra de poesía” que, como tal, no calza ni con una ni con la otra: redunda intempestiva respecto de ambas formas.
La obra poética trata de otra cosa. Pasolini percibe que el mito popular del evangelio según San Mateo no obtendrá justicia si se le somete a alguno de los dos dispositivos. Pasolini se deja guiar por el evangelio: no pretende reducirlo, ni siquiera armar con él un guión. Más bien, se trata de una intensificación de su potencia consistente en “traducirlo fielmente a imágenes” como si de súbito el texto recobrara la fuerza para impactar a cada uno de nosotros. En este sentido, decisivo resulta el que su film El Evangelio según Mateo (1964) pueda ser visto como una “transformación del texto bíblico en un medium fílmico”. Hacer del texto bíblico un medium significa rescatar del texto la dimensión rítmica de las imágenes. La migración incesante de las imágenes desde un lugar a otro (de la Biblia al cine), desde un soporte a otro, constituirá el gesto de traducibilidad crucial de Pasolini que le inscribe más allá de la “religión” y de la “ideología” destacando la ritmicidad imaginal de las palabras.
2.“Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” –dirá el Cristo de Pasolini frente a Herodiano que le preguntaba si era o no lícito pagar tributo al César. Si tanto la religión como la ideología violentan el texto es porque instalan una gramática, vuelven dócil su potencia y la conducen hacia el César, si por tal, designamos al lugar muerto, inerte, exento de toda inquietud. ¿Cómo leer tal fórmula? Diremos que al volcarse sobre el evangelio según San Mateo en tanto obra de poesía Pasolini dejará entrever una lectura mucho más intensa y oscura de dicho pasaje que la que nos ha repetido incansablemente el discurso liberal. Se trata de atender no el problema de la separación de poderes, sino el cruce intempestivo de la vida y la muerte, ni más ni menos.
“Dar al César lo que es del César” implica luchar contra el mundo de la “carne y la sangre” y ofrecer a él monedas que serán la expresión de un Dios muerto y no de un Dios de los vivos. Se trata de un Dios que contiene a César en tanto Capital con el que Pasolini interroga un problema absolutamente decisivo: la autoridad. César será el Dios del Capital y el Capital la expresión última del César que no hace más que acuñar moneda tras moneda, despojando a los hombres de la vida tal como lo hacen tanto la religión y la ideología respecto de los propios evangelios.
3.Pasolini pretende “traducir” lo eminentemente intraducible que, sin embargo, se aloja desesperado en los subterráneos del texto donde los siglos no le han dejado destellar cerrando así, la posibilidad de su escucha. Pasolini tiene que atravesar una senda oscura, difícil. Se trata de traer al presente el tenor poético del texto. Mas por “poético” no designa un simple adorno, sino la potencia imaginal que se abre entre eternidad y contingencia, en lo que Furio Jesi denomina “punto de intersección” y Henry Corbin “mundo imaginal”. Método, sin duda, que coincide enteramente con la realización de la película en la que Pasolini destituye tanto la lectura tradicional de la religión que la condena a un pasado estático como la promesa futurológica de la ideología. La dedicatoria a Juan XXIII al principio de la película exhibe tal impulso: “traducirlo fielmente en imágenes” significa traer a un Cristo singular que, como tal, irrumpe en la escena contemporánea como una verdadera forma de vida: “(…) la figura de Cristo –escribe Pasolini en Il Giorno publicado el 6 de marzo de 1963– debería tener, al final, la misma fuerza de una resistencia: algo que contradiga radicalmente la vida tal como se está configurando en el hombre moderno, su orgía de cinismo, ironía, brutalidad práctica, compromiso, glorificación de la propia identidad en los rasgos de la masa, odio hacia toda diversidad, rencor teológico sin religión” (p.15). Como una “fuerza de resistencia” frente al actual estado de cosas, a contrapelo del devenir de la vida moderna, el Cristo de Pasolini no pretende defender costumbres supuestamente perdidas en un pasado auténtico que habría que rescatar, sino traer un contrapunto “radical” frente a la devastación de la vida moderna.
4.Frente al “yo” del hombre moderno, atestado de gloria sobre sí mismo, incauto en medio de una “orgía de cinismo” y preñado de una brutalidad permanente en la que se juega un “rencor teológico, sin religión”, el Cristo de Pasolini abraza una verdadera forma de vida que, frente al conformismo de la vida moderna –esa deriva fascista tan silenciosa como bruta–l, no desiste ni a la “contradicción” ni al “escándalo”, sino que se desliza mesiánica y decisivamente con ellos. Sin la contradicción y el escándalo Cristo no puede ser Cristo. Siendo “afable en su corazón” Cristo ofrece un “ejemplo de vida –dirá Pasolini en su carta a Caruso– que es un “modelo –aunque sea inalcanzable– para todos” (1963, p.17). Resistencia es el nombre de Cristo. Un inconformista, alguien que no se desvanece en la glorificación del “yo”, del poder, de la cuestión políticamente decisiva que se juega en el problema de la autoridad. Reino de “carne y sangre” el tiempo del César seguirá siendo el nuestro, el tiempo de la industria de muerte.
Para Pasolini se trata de “traducir imágenes”. Que ellas hablen, trabajen, impacten sobre la “sensibilidad del creyente” sin caer en el “rencor teológico sin religión”. Traer imágenes a un texto vivo, no relatar la vida en un texto muerto. He aquí la apuesta de Pasolini frente a la religión y a la ideología en el que el evangelio podrá leerse, a la vez, como un método y su exposición, como una vida inmanente a su forma, como un lugar de resistencia absoluta frente a los dispositivos de separación impuestas por las nuevas asonadas del fascismo.
Imagen profética
1.En una escena del film Cristo se enfrenta a un duelo con los sacerdotes en el Patio del Templo. Su príncipe desafía a Cristo formulándole la pregunta propiamente política que vertebra la totalidad del filme y que, como veremos, encontrará su última expresión en el célebre film Saló, los 120 días de Sodoma (1975): “¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Y quién te ha dado tal potestad?” Auctoritas y potestas, decisión y ejecución, configuran el doble haz en base al cual se articula el poder, bajo el cual el príncipe de los sacerdotes pregunta a Cristo acerca del fundamento. Cristo responde con una pregunta: “Yo también quiero haceros una pregunta y, si me respondéis a ella, os diré luego con qué autoridad hago estas cosas. El bautismo de Juan ¿de donde provenía? ¿Del cielo o de los hombres?” El enfoque propiamente imaginal que Pasolini prueba aquí sobre los rostros es inmediato: la tensión del duelo se expresa en los rostros de los espectadores. Caifás no responde inmediatamente y entiende la aporía en la que Cristo ha intentado conducir a los sacerdotes: “Si respondemos que del cielo nos dirá; pues ¿por qué no habéis creído en él? Si respondemos que de los hombres tenemos que temer al pueblo…” Entre el cielo y la tierra ¿dónde buscar dicho fundamento? Si es del cielo, los sacerdotes no pueden justificar por qué no creyeron en Juan el Bautista; si el bautismo proviene de los hombres habiendo sido incrédulos habrían de temer al pueblo, pues tal “autoridad” se sostendría en él. Y entonces Caifás exclama: “¡No lo sabemos!” e inmediatamente Cristo responde: “Pues yo tampoco os diré a vosotros con qué autoridad hago estas cosas.”
Como si Pasolini invitara a una noción de la autoridad que no puede identificarse con una persona o una posición específica o, si se quiere, no puede adherirse a un determinado nómos de la tierra (Schmitt, 2005), sino a una potencia, en la que ningún nómos puede ser posible, sino más bien un lugar exento completamente de lugar al interior del registro representacional bajo el que juega Caifás. Por eso Caifás queda desnudo, sin poder sostener al sujeto supuesto saber que articula la función sacerdotal en la medida que su autoridad propiamente nomística ha sido destituida por la otra autoridad profética cuya potencia no se deja territorializar. “¡No lo sabemos!” –exclama. Si la autoridad no es más que el hacer saber que se sabe, Cristo ha puesto en aprietos al sacerdote intensificando el único y verdadero problema: el poder está exento de autoridad porque la autoridad remite siempre a una potencia (no a un poder).
2. Las formas de glorificación sucumben, la pomposidad de la majestas se muestra insuficiente, los ropajes litúrgicos parecen desgranarse en el instante en que la voz de Cristo irrumpe con la parábola del hombre que tenía dos hijos: “¿Cuál de los dos hizo la voluntad del padre? –les pregunta a los sacerdotes– aquél a quien el padre le habría dicho que fuera a trabajar en su viña, pero no quería para terminar yendo arrepentido o el otro hijo que le dijo que iba, pero que terminó por no ir”. Caifás responde “el primero”, es decir, aquél que experimenta el arrepentimiento y va a trabajar: su Dios impone el trabajo asalariado, su Dios nuevamente será el César, aquél que captura cuerpos, que les dispone a la muerte, un poder que no ha dejado de celebrar las glorias del sacrificio celebrados en un territorio particular.
Cristo no se ha inclinado por ninguno de los hijos escenificados por la parábola. Su método no es más que una ráfaga horada al poder para destituir su lugar de privilegio. Al responder con la parábola Cristo ha desnudado a la autoridad, la ha dejado a la intemperie, en la crudeza de su violencia, ahí donde ninguna ley reivindica sus derechos. Al quedar desnuda, la autoridad queda expuesta tan sólo como un poder cuyo funcionamiento, lejos de remitir a los enclaves de alguna ley, se deja ejecutar por un total arbitrio. ¿Por qué hace esto? Porque sí, porque “yo lo quiero” dirá el poder, cristalizado en la forma del Dios César. Caifás dice que no sabe porqué. Y no puede saber la voluntad de un Dios –de un Dios que es un “yo quiero” –al que dispone su vida todos los días. Poder y autoridad ya no pueden ser lo mismo. Caifás obedece a un poder, Cristo trae consigo la insurrección de la autoridad, el momento en que ya no se trata de la anarquía del poder sino de su completa destitución.
3. Cristo no responde preguntas. Él mismo como autoridad nada tendría que responder, pero como fuente de todo poder subraya que el misterio de la autoridad es que precisamente carece de todo misterio:
“En verdad os digo –replica Cristo a Caifás– que los publicanos y las rameras os precederán en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por las sendas de la justicia y no le creísteis, mientras que los publicanos y las rameras le creyeron. Mas vosotros, ni con ver esto os movisteis después a penitencia por creer en él”.
“Justicia” no es un ideal a realizar, sino una acción que se está cumpliendo en el instante preciso en el que la palabra de Cristo prorrumpe en la multitud. Quienes han sido devorados por César, los publicanos y rameras, serán los primeros en ingresar al reino de Dios, los primeros, antes que los sacerdotes, en abrazar la justicia. Quienes han forjado su vida a la intemperie de los lamentos y el dolor, que han quedado exentos de lujos y, sin embargo, han trabajado con sus cuerpos para servir al poder, serán los “elegidos” por el reino de Dios. En ellos reside la justicia que traían las palabras de Juan. Cada rostro enfocado por Pasolini, articulado por un curioso audio que canta un spirituals al principio del film, dan el tono de lo que está en juego: el poder, la esclavitud, la injusticia. En el fondo, César y su reino de “carne y sangre”. La justicia no pertenece al sacerdocio. Más bien, brota como última y única fuente de una autoridad profética contra el vestíbulo del poder. Y así Cristo dice: “Por esto os digo que os será quitado a vosotros el reino de Dios, y dado a gentes que rindan frutos”. Las palabras de Cristo despojan al sacerdocio de la autoridad, le destituyen de toda fuente de justicia para exhibirle en la simple anarquía del poder. El sacerdocio redunda en tiranía y nosotros, los modernos, nos convertimos en sus herederos más propicios asentados en las fauces del fascismo.
4.La palabra de Cristo destituye al poder. Trae consigo otra formulación de la autoridad en la que pulsa nada más que justicia. No se trata de un reino “más allá” de este mundo, de un lugar que no arraiga en el presente: más bien, Cristo nos trae al presente, nos devuelve su intensidad en el instante en que el sacerdocio pretende ofertar el futuro. La justicia no conoce el futuro, ni menos aun el pasado. Por eso, la justicia no puede ser ni religiosa ni ideológica. En cambio, converge con las palabras de Pasolini acerca de su apuesta por realizar una obra de poesía que muestra como Cristo no trata ni de “religión” ni de “ideología”, sino de justicia, en la medida que ésta es siempre poética, característica de los perdedores, cuya intensidad no instaura ni conserva orden alguno, sino que ajusticia en su sola irrupción. La justicia rompe la cronología del tiempo en la suspensión del instante: un presente que difiere de sí, que se divide entre el cielo y la tierra, entre Dios y César, y en el que enciende una potencia imaginal cuyo arco se despliega entre la eternidad y la contingencia, entre el mito y la historia (Jesi, 2017). No tiene más tribunales que la plaza pública donde Cristo interpela a los sacerdotes, no tiene más derecho que aquél que brota desde las Escrituras en las que se cuela la palabra profética.
El “¡No lo sabemos!” de Caifás es el desesperado grito de la alienación. Actuamos, pero no sabemos porqué. Automatismo de la burocracia, cuerpo que yace encadenado al poder, disponible para ser sacrificado. Pero Cristo no pretende afirmar un saber. No intenta invertir el lugar del sacerdocio que debiera hacer saber qué saber hacer por el suyo. Más bien se trata de destituir todo saber-poder, toda forma de constituir a un sujeto-supuesto-saber, exponiendo vía la palabra profética que la autoridad carece de auctor, que la herencia en rigor yace siempre sin tradición y que la redención no consiste en obedecer, sino en destituir toda forma de obediencia para que los hombres y las mujeres sean como ángeles. Cristo trae la palabra profética no para reivindicar la autoría de Dios, sino precisamente para subrayar que dicho lugar no puede jamás atender a una autoría. Dios no es auctor, Dios no es un “creador” –enseñanza crucial de la “buena nueva”–, sino una potencia redentora, la puesta en juego del poder de la anarquía frente a la anarquía del poder. Caifás es quien mejor sabe del problema: su conspiración por capturar a Jesús subraya que no habría que hacerlo en Pascua para no “generar tumulto en el pueblo”. Cristo es amigo del pueblo dirigiéndole una palabra de corte profética. No hay auctor en ella, Cristo mismo no puede ser auctor puesto que se trata tan sólo de hacer transmisible en imágenes una voz subterránea, clandestina a la historia del poder.
5. La palabra profética es la palabra intersectada entre el pasado y el presente que recupera para los pueblos un presente que había sido confiscado por la tradición sacerdotal. Pero tal presente no remite a un continuum cronológico, sino al de una actualidad enteramente inactual cuya intensidad arraiga intempestiva, pues remite a un lugar sin lugar y a un tiempo que no calza con su tiempo. Es un mundo en el seno del mundo, una potencia en medio del poder, una vida en medio de un paraje plagado de tumbas.
Cristo se vuelca a la profecía, en ella encuentra a los vivos y a su Dios. Al igual que los rostros y los spirituals que resuenan, la profecía de Bach irrumpe en el film. Con ella Dios puebla al planeta de justicia anunciando un acontecimiento radical: la resurrección. Frente a la pregunta del saduceo acerca de una orden dada por Moisés, según la cual si alguno muere sin hijos ¿podría el hermano tomarla por esposa? Cristo responde: “Muy errados andáis por no entender las Escrituras ni el poder de Dios….Porque después de la resurrección, ni los hombres tomarán mujeres ni las mujeres tomarán maridos, sino que serán como ángeles de Dios en los cielos”. Remitiéndose a la escritura Cristo desactiva al poder. No deja que éste pueda tasar a los cuerpos, impide que se imponga César en contra de Dios: “Mas tocante a la resurrección de los muertos –sigue hablando Cristo a los sacerdotes– ¿no habéis leído las palabras que Dios os tiene dichas: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Ahora bien, Dios no es Dios de muertos sino de vivos”. El Dios de Cristo es de los vivos. De los muertos es sólo César. Los muertos son para Dios los vivos. Las Escrituras recuerdan –es decir actualizan al presente– que Abraham, Isaac, Jacob no eran de otro mundo, sino hombres concretos que lucharon en su momento contra el poder, verdaderos mártires que fueron tales no por ser criaturas extraordinarias, sino precisamente por mantenerse en la estela de los cualquiera. Abraham, Isaac, Jacob son de carne y hueso. Hombres de cuya porfía testimonian las mismas Escrituras cuando en su memoria instigada por la palabra profética les honra con la más profunda justicia.
Dios de los vivos
1.El reino de César se ha extendido en la forma del Capital. Todo “trabajo vivo” que llega a tocar el “taller del capitalista” experimenta una mutación hacia el “trabajo muerto”. El trabajo vivo que sólo conoce la felicidad del uso sucumbe como elemento muerto en el taller capitalista cual vampiro que “chupa” esa potencia y la vuelve poder, que absorbe la vida y la torna muerte. En Pasolini, la transformación del trabajo vivo en trabajo muerto, del Dios de los vivos al Dios de los muertos, constituye una lucha permanente que jamás encuentra resolución. Vida y muerte es el problema que subyace a la afirmación: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es Dios”. No se trata de una afirmación orientada a la pacificación de las fuerzas como pretende la interpretación liberal, sino la imposibilidad de la coexistencia, la imposible neutralización de la lucha, el irreductible “fermento vivo” que jamás podría ser devorado enteramente por las fauces del César.
2.Si la tradición liberal ha leído este pasaje como la exigencia en torno a la división de poderes, Pasolini entiende que, en su intensidad poética, el evangelio según San Mateo ha querido enrostrar el lugar de una resistencia absoluta, una dialéctica que jamás puede resolverse y que mantiene viva la memoria profética de los muertos, de aquellos que en realidad son los vivos: mártires son aquellos que no han sido sacrificados, los que jamás ingresaron en la lógica de una dialéctica que pudiera cerrarse sobre sí misma para siempre, de seres que desistieron convertirse en un ser-para-la-muerte característico del chivo expiatorio utilizado por la violencia sacrificial. No se trata de sacrificio, sino de martirio. Quien ha sido sacrificado siempre supo de la muerte, quien se ha lanzado al martirio no tuvo nunca tiempo para ella. Cristo ¿qué fue? Supo de su muerte, se la comunicó a sus discípulos, incluso apeló a la traición de Judas, pero constató que ésta constituía algo sin demasiada importancia, porque todas las fuerzas desembocaban en la resurrección. No habrá muerte, sino tan solo resistencia.
La profecía llega aquí con una voz clandestina a las escrituras confiscadas por los propios sacerdotes. Su fuerza es martiriológica pues en el modo y el momento en que la palabra viene a ser dicha, ajusticia. Salva el trabajo vivo de los hombres respecto del trabajo muerto atascado en César, redime a los incautos de sus cadenas para mostrar que la única justicia es la de Dios. Y ¿qué designa justicia? Nada más que la caída de toda máscara, de todo régimen de saber-poder, el instante en el que el sujeto supuesto saber ya nada puede hacer para saber ni para hacer saber que sabe hacer. Justicia designa el momento martiriológico en el que no hay tiempo para pensar en la muerte: ¿no es acaso ese el mensaje que Cristo le ofrece a sus discípulos? Todos ellos abrumados por la mala noticia de su futura crucificción en Jerusalén. Extrañados de que Cristo pudiera anunciar su propia muerte. Y Cristo les dice: no se preocupen. El asunto crucial no es la muerte, sino la resurrección, esto es, la vida eterna, el momento en el que mito e historia se anudan en una misma danza, el instante en el que la vida coincide enteramente con su forma, volviéndose irreductible e imposible de cercenar. Sustraída del altar sacrificial la vida crística es la de la resurrección.
3.Pasolini es certero en el film: la pasión de Cristo tiene una duración muy inferior que el trabajo de evangelización y la posterior resurrección. Apenas unos minutos en la totalidad de la obra. No subraya el sufrimiento por el que el Capital hiere las espaldas de sus trabajadores, sino el instante del trabajo vivo en el que Cristo ajusticia sin tribunales, conduce sin gobierno, redime sin impuesto. No hay precio posible de la redención. El misterio de cómo el trabajo vivo se vuelve trabajo muerto presente habrá sido el modo en que en Cristo el Dios de los vivos terminó apegado a un texto sin escritura, a una tradición sin herencia, a una religión sin profecía: el “rencor teológico” subrayado por Pasolini marca el tenor de los sacerdocios de ayer y de hoy que, por todos los medios posibles, no intentan más que una sola cosa: transformar el carácter inmediatamente cualitativo de la potencia imaginal en una dimensión cuantitativa de unos cuerpos aislados, exentos de su potencia. Para Pasolini el misterio de la transmutación de lo vivo en lo muerto redunda en la cuestión política de la autoridad. Esta última nunca es más que la anarquía del poder que, como en Saló, opera directamente sobre los cuerpos, al punto de violarles, hacerles comer mierda, gozar de su humillación. Pero, a su vez, la cuestión de la autoridad (la transmutación de su estatuto nomístico o sacrificial presente en Caifás hacia su dimensión profética o martiriológica) es lo que permitirá a Pasolini abrir puentes entre marxismo y catolicismo, tal como atestigua la conferencia de Pasolini en Brescia el 13 de diciembre de 1964: destacar la autoridad profética (la potencia martiriológica) deviene el aspecto transversal al marxismo y al catolicismo al que apela Juan XXIII, a quien está dedicado el filme.
4.Pero el Evangelio Según San Mateo es la trama de resistencia frente al film Saló, la antinomia entre Dios muerto y Dios vivo que luchan incansablemente sin la ceremonia última de algún sacerdote que pueda inscribir definitivamente un nuevo orden de las cosas. Podrá venir la crucificción para que el pueblo sepa de las consecuencias, pero la resurrección es la victoria de los vencidos, de los que jamás podrán gozar de gloria, los niños que una y otra vez se acercan a Cristo al tiempo que el propio Cristo no deja de mostrar que en ellos reside la salvación, en ellos truena la justicia. Se trata de un Cristo poético, si se quiere, que ha destituido al sacerdocio adulto en una lucha sin tregua ni complacencias: “No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino espada”, dice Cristo. Se trata de una lucha sin resolución posible donde la resurrección funciona como potencia de tal lucha, pero no como un dispositivo de totalización, como aquél devenir sacrificio en el que toda tensión pudiera ser conciliada. Los contrarios jamás encuentran reconciliación, los antagonistas nunca cesan de luchar, la intensidad de la batalla siempre excederá cualquier marco normativo que intente domeñarla.
Resistencia
1. ¿Por qué elegir el evangelio según San Mateo y no alguno de los otros? Pasolini escribe:
“(…) me parece que es el más cercano al pueblo. No popular en el sentido de que los otros evangelios sean aristocráticos, sino en el sentido de que su estilo aun siendo refinado y profundo estaba destinado al pueblo, en un momento preciso y determinado de su historia. Es decir: el evangelio según San Mateo apareció como realización de todo el Antiguo Testamento, de todas las profecías de la historia del pueblo hebreo, en una ocasión precisa y determinada. Esta concreción casi nacional y casi clasista de los destinatarios de la obra hace que adquiera un denso sentido de cosa popular y que, en mi opinión, la figura de Cristo sea la mejor, la más concreta, la más grandiosa, precisamente por su concreción” (en Porter-Moix, p.10).
Que el evangelio según San Mateo sea popular implica advertir en él la contracción mesiánica que experimenta el tiempo que le permite plantearse como “realización” de “todas las profecías de la historia del pueblo hebreo” en un momento decisivo, en lo que Walter Benjamin (1998) llamaría un “instante de peligro”.
2.La elección de Pasolini es poética, en el sentido en que hemos visto: transmisión de imágenes, tal como el propio Evangelio intenta transmitirlas. Transmisores, dispositivos proféticos orientados a perder todo resto de autoría y mostrar a hombres concretos como Abraham, Isaac, Jacob o el propio Cristo. No son hombres extraordinarios, sino cualquieras. No son hombres excepcionales, sino comunes y corrientes que se desprenden de cualquier glorificación del “yo” y, en ello, se alejan del poder que inviste todo sacerdocio.
3. “Poesía” remarca aquí no una disciplina literaria o una vía romántica, sino la apuesta por la forma de vida de Cristo como un “modelo” enteramente antinómico a la vida moderna: “Y si alguno jura por el altar, –dice Cristo– no importa; mas quien jurare por la ofrenda puesta en él se hace deudor. ¡Ciegos!”. Frente al devenir “endeudante” de César y su despliegue como Capital, Pasolini introduce a un Cristo an-económico que destituye el devenir endeudante de la vida. Entre la eternidad del mito y la contingencia de la historia, la profecía condensada en el Evangelio de San Mateo trae consigo una poesía en que los cualquieras son iluminados por lo extraordinario, en que, jugando a contrapelo de la historia, los cuerpos singulares ven restituida la potencia colectiva que el poder había intentado cercenar. Es común una fuerza que encontrará en el nombre de Cristo, su mito popular, la ráfaga imaginal por la que parir un nuevo mundo en el seno del viejo mundo. Acaso de eso se trata el euangelium –el kerigma que anuncia la “buena nueva”: el comienzo de una nueva época histórica. Como el relato cristiano narra: se trata del nacimiento de un niño que una estrella pudo iluminar en pleno circuito de la muerte. Como diría Hannah Arendt (2013), quizás, éste sería el secreto propiamente político –no teológico– que, si bien aparece en el cristianismo, constituiría el elemento más decisivo de todo acto de fundación: la natalidad, como el lugar de una potencia cuya vibración permanece en lo que funda.
4. Un mundo del Dios de los vivos y no de los muertos. El Dios de los muertos trae consigo la deuda. Mas ¿qué significa “deuda”? Si en teología la deuda asoma como pecado, en el derecho como culpa y en la economía política como crédito, siempre se trata del modo en que los cuerpos singulares son capturados por el poder sacerdotal y así separados de su potencia, escindidos de su imaginación. Cristo nos previene de dicha lógica: el Dios de los vivos es el de aquellos que han sido redimidos de toda deuda, de los que han jurado por el altar antes que por la ofrenda y que, por tanto, han desafiado a la violencia sacrificial que les atraviesa abriéndose a la potencia martiriológica. Es porque ya no pertenecen a César que sus cuerpos se han librado de todo peso sacerdotal abrazando a una potencia imaginal en la que Cristo asoma como un modelo o, si se quiere, una forma de vida que no se deja subsumir al Dios de los muertos, y que Pasolini ha inscrito bajo la única rúbrica que importa: la resistencia.
Bibliografía
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Benjamin, W. (1998) Dialéctica en Suspenso. Santiago: Arcis-Lom.
Jesi, F. (2017) Spartakus. Simbología de una Revuelta. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.
Schmitt, C. (2005). El Nómos de la tierra. En el derecho de gentes y el Ius Publicum Europeaum. Buenos Aires: Struhart y Cia.
Pasolini, P.P.(1965) Seis cartas. Carta de Pier Paolo Pasolini al doctor Lucio S. Caruso de Pro Civitate Christiana de Asís. El Evangelio Según Mateo. Barcelona: Aymá (pp. 16-21)
Pasolini, P.P.(1963) El Evangelio de Mateo, una carga de vitalidad (Il Giorno). El Evangelio Según Mateo. Ciudad, país: editorial (pp. 13-15)
Pasolini, P.P.(2018) Marxismo y cristianismo. (Conferencia en Brescia 13 de diciembre de 1964) En Todos estamos en Peligro. Entrevistas e Intervenciones. Madrid: Trotta (pp.116-141)
Karmy Bolton, R. (2022). El Dios de los vivos. El escándalo de la autoridad en Pier Paolo Pasolini, laFuga, 26. [Fecha de consulta: 2024-12-12] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-dios-de-los-vivos-el-escandalo-de-la-autoridad-en-pier-paolo-pasolini/1084