El espejo quebrado

Memorias del cine de Allende y la Unidad Popular

Por José Miguel Palacios

Biografía +

José Miguel Palacios es doctor en Estudios de Cine por la Universidad de Nueva York (NYU) y docente del Magíster en Estudios de la Imagen de la Universidad Alberto Hurtado. Su trabajo ha aparecido en revistas como Jump Cut, Iberoamericana: América Latina-España-Portugal, y Comunicación y medios, y en volúmenes colectivos como Cinematic Homecomings: Exile and Return in Transnational Cinema (2015) y New Documentaries in Latin America (2014).


Autor: Alfredo Barría Año: 2011 País: Chile Editorial: Uqbar Editores

 
 

Si pensamos en el libro no sólo como texto sino también como objeto, El espejo quebrado se refracta y fragmenta en su inicio, otorgándonos un epígrafe, un prólogo, un prefacio y un primer capítulo que opera como introducción. Si bien en estos cuatro comienzos se vislumbran las distintas direcciones que tomará el libro, el cierre del prefacio es particularmente elocuente en cuanto a las intenciones y metodologías de su autor. Alfredo Barría nos dice: “Volver al pasado, entonces, es un viaje fantasmagórico, donde las sombras, voces y lugares evocados no existen como datos tangibles y concretos sino apenas como hallazgos subjetivos de la memoria” (17). Declaración de principios y mapa, en esta cita está contenida la estructura del libro ––donde cada capítulo contiene un flashback en el cual Barría imprime su memoria personal en la huella de la historia del cine de la UP–– a la vez que el final del libro-objeto, que concluye (no cierra) con un epílogo que describe la muerte del camarógrafo argentino Leonardo Henrichsen, para luego agregar, tras las fuentes bibliográficas y audiovisuales, varias fotografías de realizadores de la época y fotogramas de películas. El libro parece concluir con el final más contundente de todos ––la muerte, que a su vez es embalsamada en el material fílmico de La Batalla de Chile–– y sin embargo posee la sutileza de abrirse nuevamente con las fotografías que ilustran las últimas páginas. Pero, ¿hemos vuelto a los fantasmas o son éstas representaciones de las huellas materiales, los “datos tangibles y concretos”, que según el autor sólo existen en la subjetividad de la memoria?

De lo expuesto hasta aquí, se infiere que la organización del libro-objeto (que reflexiona sobre su propio contenido) y la estructura del texto escrito (que deja lugar a la “insubordinación de la memoria” 1Herlinghaus, Hermann. “Sobre la Insubordinación de la Memoria y sus Narraciones Críticas” en Pensar en/la Postdictadura. Nelly Richard y Alberto Moreiras, eds. Santiago: Cuarto Propio, 2001) son las principales virtudes de El espejo quebrado; pero, al mismo tiempo, constituyen su mayor limitación. Aunque advierte que “ningún corpus analítico-deductivo cerrado en sí mismo podría dar cuenta de lo ocurrido” (21), Barría se propone trazar un panorama bastante completo del cine de Allende. En 119 páginas, sus siete capítulos alcanzan para un recorrido por esta cinematografía, pero no para análisis en detalle, relecturas estéticas o nuevas perspectivas de interpretación ––cualquiera sea la naturaleza de éstas. Nada de eso hay en El espejo quebrado, lo cual, considerando que este es el “primer” libro que se refiere exclusivamente al cine de la UP, nos deja con la sensación amarga de las promesas incumplidas.

En su intento por abarcar la diversidad y heterogeneidad del periodo, Barría se queda en el mapa y olvida el territorio. En sus puntos altos, el autor propone preguntas que vale la pena discutir, ofrece documentos (cartas, artículos de prensa) que complementan y dialogan con el recorrido historiográfico, y plantea un sutil llamado a modificar nuestro canon (al darle visibilidad al trabajo realizado por José Román y otros para la CUT y la UTE); en sus puntos bajos, Barría se limita a describir contenidos más que a trabajar la obra cinematográfica como texto en sí, y a recopilar y repetir lo que ya ha sido dicho por otros. ¿Cómo entender, por ejemplo, el dedicar un capítulo entero a La Batalla de Chile sin ofrecer nuevas claves de lectura? Es cierto que el foco de Barría está en el cruce entre historia, cine de la UP, memoria colectiva y memoria personal, y no en el análisis estético, el redescubrimiento de autores u obras, o la reflexión puramente teórica; sin embargo, no se puede obviar que el libro sí se propone revisar un corpus fílmico (por fragmentario que sea) y que de él ofrece pocas ideas que no hayan sido exploradas previamente.

Para revisar dicho corpus, Barría trabaja sus dos principales vertientes, el cine de ficción y el documental militante, a las que agrega a modo de aristas una revisión a Chilefilms, un comentario sobre el manifiesto de los cineastas de la Unidad Popular, un apartado dedicado a La Batalla de Chile y otro a la obra de Ruiz, y una introducción referida al contexto histórico de la época. En esta última, que corresponde al primer capítulo, localizamos lo más interesante del libro. El autor se pregunta si existió un cine de la Unidad Popular propiamente tal o si sólo hubo obras dispersas, aunadas por el hecho de haber sido producidas durante los mismos tres años (19). Busca, además, comprobar si la relación entre compromiso militante y creación cinematográfica es el principal legado del periodo (21). Cuestiona el manifiesto, preguntándose “¿Cómo precisar un objetivo específico -del documento- más allá de su existencia libresca?” (22). Finalmente, afirma que para el año 1971 la UP “ya había perdido la batalla cultural” y, por ende, el cine chileno no es más que una “experiencia periférica de la vida social chilena” (24). Todas estas son ideas y preguntas sobre las que conviene volver y reflexionar, sin embargo, Barría apura las respuestas y ya en la página 38 afirma:

“Lejos de integrar un movimiento articulado y homogéneo los cineastas chilenos entran al conflicto histórico desde diversos ángulos personales. La respuesta que varios realizadores dan a esta encrucijada es asumir la contradicción misma, reconociendo que la fuerza de la realidad impondrá sus términos tarde o temprano.”

Constatemos cómo este fragmento es menos una afirmación que una clausura. Lo verdaderamente importante sería estudiar cómo se relacionan o dialogan entre sí esos ángulos diversos, y cómo conversan con la realidad histórica y política. Tras el momento más lúcido del libro, en el que el autor nos dice que los cineastas buscaron asumir la “contradicción misma” y que la historia “impone su propia lógica” (39), Barría opta por el silencio justo cuando su voz adquiere singularidad propia. ¿Hay una suerte de pathos historificado que se traslada a las películas? ¿No constituyen éstas una construcción histórica con su propia lógica, que también se impone?

Tanto en el capítulo dedicado al cine de ficción como en el referido al documental, se comete el error de nombrar y describir brevemente un número muy alto de filmes. En el terreno de la ficción, son 13 obras para tan sólo 10 páginas. Es inevitable, entonces, que se caiga en reduccionismos. De La tierra prometida se dice que tiene el “esquematismo propio de un cine militante hecho al calor de las circunstancias” (41), sin reparar en la función del mito en su narrativa, ni en sus variados usos y manifestaciones de la “cultura popular”, ni en la complejidad de su banda de sonido o en sus estrategias Brechtianas. Se incurre, además, en un facilismo terminológico del cual “documento histórico” y “alegoría” asoman como los conceptos más reiterados. La misma película de Littin es una “visión alegórica” (41); Ya no basta con rezar es una “trama localista llevada a un nivel de significación alegórica”; y en el capítulo dedicado a Ruiz, se dirá acerca de La expropiación que es una “feroz alegoría de la violencia política que se remonta al viejo Chile” (113). ¿Pero en qué radica la diferencia entre estos tres tipos de alegoría, o acaso no la hay?

El apartado de Chilefilms es un punto alto de El espejo quebrado, sobre todo gracias a la inclusión de algunos documentos, tales como extractos del programa básico de la UP, entrevistas a realizadores, una exposición a cargo de Leonardo Navarro (quien sucedió a Miguel Littin tras 10 meses a la cabeza de la productora cinematográfica estatal) y una carta del dueño de un cine a Eduardo Paredes (el tercer hombre a cargo de Chilefilms); todos ellos documentos que, si bien han sido citados en otras publicaciones, no habían aparecido reunidos en un mismo texto, lo que otorga un panorama claro de las dificultades que se enfrentaron desde la producción estatal. La conclusión de Barría es, nuevamente, rotunda:

“proyectos sin cristalizar, ausencia de una carta de navegación, declaraciones meramente líricas, cuoteo político en la designación de cargos ejecutivos (…). Plantearse una propuesta de desarrollo sectorial implicaba resolver previamente la crisis política que cada día se tornaba más crítica” (61).

Aquí comienza a volverse evidente una de las principales críticas a la experiencia cinematográfica del periodo, y por extensión, a la UP en general. En un tono reminiscente a Jacqueline Mouesca en su clásico Plano secuencia del cine chileno, Barría dirá que “no estaban dadas las condiciones para el diseño de planes meramente voluntaristas” (59), y reiterará después, acerca de La Batalla de Chile, que “impacta ver las sucesivas oportunidades que tuvo el gobierno para cambiar el curso de los acontecimientos” (91), a lo que se agregará, en el flashback respectivo, que “el escenario no estaba para abrir discusiones ideológicas” (103). Cuesta entender el énfasis en la crítica política de esta naturaleza, considerando que dichos cuestionamientos se han alzado incluso desde antes del golpe de estado. Igualmente difícil es compartir el augurio “polémico” (por más que se mencionen ciertos nombres y apellidos) que Jorge Ruffinelli vaticina para el libro en su prólogo, puesto que las críticas esgrimidas son menos provocadoras que reiterativas, y menos argumentadas que comentadas.

Más interesante, eso sí, es el cuestionamiento de Barría a la convicción, tan inherente al espíritu de la época, de que “la palabra construía la realidad” (35), convicción que en el terreno cinematográfico Barría localiza con justa razón en el cine de Helvio Soto y “sus diálogos altamente ideológicos” (37), pero por sobre todo, en el de Raúl Ruiz, quien “es un implacable expositor del horror verbal de la época, asimilable a una cháchara interminable” (112). Es cierto que en la desfachatez y en el absurdo del habla cotidiana radica una de las claves (sólo una de tantas) del Ruiz de la Unidad Popular, así como también es muy probable que la palabra no construye la realidad, aunque ciertamente construye una realidad, o una cierta realidad, discursos ideológicos a los cuales Barría parece no otorgarles relevancia alguna más que el operar como muestrario del “horror verbal”.

En suma, El espejo quebrado acierta en la inclusión de nombres y obras pocas veces discutidas 2A José Román podemos agregar los nombres de Diego Bonacina, Rubén Soto, Fernando Balmaceda, o el documental Crónica de una victoria, dirigido en 1971 por Sergio Riesenberg para la televisión internacional, en el uso de materiales y documentos históricos como entrevistas y cartas, y en su apuesta por trazar una historia del cine de la UP a partir de una memoria personal, siempre subjetiva y fragmentaria, pero además geográfica (esta es, también, la historia de este cine en Valparaíso y Viña del Mar). Sin embargo, falla en la pretensión de abarcar gran parte sino la totalidad del periodo, lo que se traduce en falta de análisis, reiteraciones innecesarias, y escasez de claves de lectura originales; y falla también en establecer una conversación entre los flashbacks de recuerdos personales y los capítulos de los cuales éstos supuestamente surgen.

Antes de cerrar, conviene una reflexión acerca de los espectros que rondan el cine de la Unidad Popular. Es evidente, debido a la inexistencia de las fuentes primarias, que parte del universo al que pertenecen dichas obras es un mundo “desaparecido” (21), que su material es “fragmentario” y que éste constituye un espacio “casi inasible” (22), como también es evidente que cualquier reflexión que hagamos sobre el periodo implica luchar contra nuestros propios “espectros de Marx” 3Derrida, Jacques. Specters of Marx. New York: Routledge, 1994. , como los llamó Derrida. Pero, ¿por qué tenemos que referirnos a la UP sólo en el terreno de lo fantasmagórico? ¿Por qué la persistencia de las metáforas de la muerte? No se trata de rehuir del espectro ni en ningún caso de obviar el contexto político, ideológico y estético del cual el cine de la UP surge, sino precisamente todo lo contrario. Se trata, en definitiva, de asumir la condición espectral para superarla de una vez, y poder centrarse en las propiedades de los textos como tales, y considerarlos en su diálogo con una lectura actualizada del pasado, hecha desde un ahora que lo mira no como fantasma sino como objeto, no como huella sino como materialidad.

 

 
Como citar:
Palacios, J. (2011). El espejo quebrado, laFuga, 12. [Fecha de consulta: 2024-10-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-espejo-quebrado/473