“¿Usted alguna vez ha comido perro? Es rico el perro”. Una reflexión de “Daniel S” en El Pejesapo (2007) de Adriazola y Sepúlveda. Entre esta imagen y la de los perros en Los Reyes (2021), que no comen ni pelean y mantienen reducidas interacciones con la gente, se compone una esfera solitaria y minúscula donde el animal no tiene nada que ver con el trabajo ni con otras preocupaciones regulares del hombre. Hay en esto toda una proeza epistemológica, aunque de una ciencia de fines inciertos. Parecen más comunes, aunque también son extraños cuando figuran con cierto equilibrio simbólico, a mitad de camino entre el materialismo y el humanismo, los perros dramáticos, como Fleik en Umberto D (1952), o cometiendo la aberración de trasladar el ejemplo a gatos, al mejor ejemplo, los gatos entrañables que sirven para hacer tambores en Cuero de Gato (1962), de Joaquim Pedro do Andrade. El ladrón de perros es de este segundo grupo, perros a mitad de camino entre el animalismo y el humanismo.
Martín (Franklin Aro Huasco), excelente en todas sus facetas interpretativas, lee delante de todo el curso, el profesor le mejora su dicción atravesándole un lápiz en la boca, tal como funciona el freno en la boca de un caballo. “Un pájaro negro me saluda, paraísos inmortales pueden florecer, una tormenta se avecina y le sonrío”. Cuesta entenderle a Martín, el curso ríe. Martín es adolescente, va en segunda secundaria, está atrasado un año, tuvo que retirarse de la escuela para trabajar. Martín es pobre, es indígena, vive allegado protegido por la sirvienta en la casa de una familia burguesa en un barrio antiguo de La Paz. Está en trámite de adopción. Martín trabaja, es lustrabotas. Sale de la escuela atraviesa decididamente una plaza entra a una iglesia y se cambia el uniforme por su ropa de trabajo. Decididamente es un seguimiento del niño desde el plano general, un acompañamiento, un acercamiento que nunca se concreta en el primer plano pero que es plenamente eficiente, llamaremos a este gesto constante de “acercamiento”, es una marca de conciencia de Vinko Tomicic, el director. El gesto le da amplitud a la ciudad serrana y altura a la ciudad elevada, ambas condiciones propicias para desarrollar el tópico de una búsqueda, de la búsqueda de Astor el perro robado. El traje de trabajo de Martín mezcla un jockey con un pasamontaña para esconder la cara, si los compañeros de la escuela lo ven trabajando lo hostilizan, es indigno lustrar botas, es indigno ser pobre, ser indígena, todo eso le reprochan.
Martin ofrece sus servicios “lustra, lustra” e indica los zapatos de la gente. Martín le lustra los zapatos a un sastre, Alfredo Castro, es un viejo conocido, su mamá que murió cuando él era pequeño, trabajó con el hombre. Este le encarga algunos trabajos, traerle el saco de comida a Astor, limpiar los vidrios de la sastrería. Martín es amigo del sastre, el sastre se relaciona con él con distancia. El niño le pide algo de comer mientras lo lustra, le dice que tiene fatiga, no ha comida nada, el sastre lo lleva a la sastrería y le a un vaso de leche. La referencia a Manuel Rojas, que tiene varias versiones audiovisuales en el cine chileno acá incluye un grado simbólico de mezquindad, el de un vaso de leche para pasar el hambre. El perro del sastre es su orgullo, a él no le calcula el cariño, está amaestrado obedece a todas sus órdenes, ha ganado certámenes, se supone que es un pastor alemán, pero sólo lo parece, es un mestizo. Martín quiere amigarse con el perro, pero el perro le tiene recelo. El mundo del perro es parte de la sastrería, un interior sombrío, un sitio de texturas y medidas. Martín consigue robarse el perro, él encarga el robo del perro, como siempre, abriendo una inevitable puerta trasera. La dueña de la casa burguesa es una señora mayor que accede a que tengan el perro en un patio, en el patio el perro es inicialmente hostil, pero tiene luz y va recibiendo el cariño de Martin, quien juega con él, y a quien baña. El sastre pasa de la jovialidad a la tristeza, Alfredo Castro pasa de un inusitado tono jovial al modo Hermanos Larraín, el modo Tony Manero-Post mortem, de cualquier modo, hay en su fonética algo genuino boliviano, una erre característica. La falta del perro hace que el sastre necesite a Martín, quien lo busca y pone carteles en toda la ciudad, carteles del perro perdido que el mismo robó. El deseo de cariño, de atención, la pulsión filial produce una dramática incoherente. La ciudad se ve elevada en la película y no tendría por qué ser así dado que la cámara está en el suelo, son los planos, que tienen aire, por ejemplo, ese bello plano de la montaña de chatarra de autos que los niños montan para jugar o dormir al sol, el plano del teleférico que atraviesa barrios de la ciudad, entre otros, el de un cementerio donde está enterrada la mamá de Martín. Entre el modo del acercamiento, travelling con plano general y un personaje minúsculo, y los planos aéreos se afirma que la ciudad es protagónica, la ciudad vieja y esa nueva con edificios de hormigón que se elevan contra los fabulosos, pétreos, contrafuertes cordilleranos.
Mientras el perro está ausente la relación entre el niño y el sastre se desarrolla con aires de pedagogía: Martín toca la trompeta y el sastre lo instruye en música docta, Martín se interesa en los trajes y el sastre lo inicia en los rudimentos de la sastrería. Martín aprende como el perro aprende a confiar en Martín, a vivir en un nuevo espacio, a recibir modos diferentes de cariño. Las analogías entre el perro y el personaje humano discurren por las sendas icónicas y dramáticas del adoctrinamiento y de la violencia.
Sobre la violencia Martín lucha por ser pobre, por trabajar, y por su aspecto indígena, que le significa golpizas escolares y exclusión de lugares privados, de un billar de un club social donde lo lleva el sastre, lugar donde los asistentes reclaman por su presencia. Esta dimensión de la violencia reclama una teoría sobre el cuerpo: Martín hace gimnasia desnudo frente al espejo, Martín se baña y se enjabona con insistencia, escarba su piel como queriendo sacarse los lunares que tiene en el pecho, en parte, el cuerpo se recompone con el traje que le hace el sastre y con el que van a un concierto donde el plano general en picado recrea el gesto recurrente de “acercamiento” como toma de conciencia, de conciencia estética. Estos esquemas dramáticos, que concluyen con la devolución del perro, que le cuesta una golpiza a Martín por cuenta del compinche que no cobra nada por la maniobra, van acompañada de una micro música como notas de vientos que se siguen rodeadas de aire, como bases constructivas más que configuraciones melódicas, un rasgueo persistente, con algo de juego o con aires infantiles que por las circunstancias generales de la infancia o la adolescencia marginal producen una resonancia de Los 400 Golpes de Truffaut.
El sastre descubre el montaje de Martín, no lo entiende, lo asume como maniobra de un ladrón que quiere cobrar la recompensa, la interpretación de los hechos desespera al niño que le arroja sus razones al hombre: quería estar cerca de él; decían que su madre se metió con él y él sería su hijo. Todo este desenlace melodramático sucede mientras Martín se entera que el sastre estaba haciendo trámites para adoptarlo. El final es abierto, no hay certezas para Martín, no es muy alentador el plano final en que relata un recuerdo infantil en la sala de clases mientras la cámara hace un dolly out o un zoom out cuya función es revelar que en el lugar no hay nadie, que Martín está sólo.
El ladrón de perros es un filme muy convincente, con notoria simetría e identidad dramática y escénica, con valores fotográficos. Una ocurrencia de los tiempos del neorrealismo, una resonancia de De Sica. Una película original.
Corro, P. (2024). El ladrón de perros, laFuga, 28. [Fecha de consulta: 2025-02-19] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-ladron-de-perros/1196