El filme ruso El regreso, de Andrei Zvyagintsev (2003) permitiría considerar la función significativa de las aguas en el cine. Deleuze habla de la importancia de las aguas que corren, como factor dramático y simbólico, motivador de estructuras audiovisuales y argumentales características en el realismo poético de Renoir, Carnè, Vigò. Distingue el interés por las aguas pesadas en el cine ruso. Considera las inundaciones y las aguas densas en Tarkovski, elemento que en “La infancia de Iván”, “Stalker” y “El sacrificio”, señalan una tendencia de todos los elementos hacia la metamorfosis por mezcla, proceso cuyo punto más expresivo es el del líquido denso cuyo espesor señala como pérdida o renuncia una solidez previa.
Tal vez todo tenga que ver con la naturaleza líquida del lente, el cristal del objetivo que, a la vez que establece una relación de cercanía con las aguas, aspira a conferirles la provisoria consistencia que le es propia.
En “El regreso” las aguas formalizan todas las situaciones y transiciones existenciales: la pubertad o la adolescencia sin padre de los dos hermanos y el trastorno de esos niveles tras la irrupción del hombre y de su posterior partida.
Se trata de aguas interiores y exteriores. Las interiores, relativas al Padre -al comienzo y al final la misma cenagosa vista subacuática- son inmóviles, conservan y enturbian su figura, atención determinante, sistemáticamente viva y muerta, pero siempre a la distancia. Las aguas exteriores, más vivas, a veces agitadas, se expresan concertadas con el cielo, con los itinerarios de la luz, para imponerle más notoriamente a todas las acciones superficiales de los hijos –clavado desde una altura, travesía a remo, lavado de unos cubiertos- el estatuto de prueba o instructivo abreviado.
La poética de los elementos de Zvyagintsev relaciona el agua con el espacio de la superficie a través de una tensión vertical que expone, cada vez más intensamente hacia los extremos, la consistencia de la identidad y de la hombría de los hermanos. La concordia entre ellos y el orden general de esta familia encabezada por mujeres silenciosas, expone su estabilidad –al menos en la cronología episódica y elíptica del filme- a la influencia, sucesivamente enterrada, introvertida, y sumergida del padre.
De manera consecuente el valor de los muchachos es calificado por sus pares mediante un gesto superficial, un clavado desde la altura elevada de una torre en el extremo de un espigón, vuelo que el objetivo considera en plano zenital para que la zambullida se vea corta y no se confunda con la inmersión hacia el padre.
Cuando el hombre vuelve a la casa, de improviso y sin explicaciones (reserva consecuente con la función expresiva del fuera de campo y de la elipsis), después de 12 años de ausencia, los hijos ascienden hasta un altillo para precipitarse en un arcón y desenterrar una imagen fija del sujeto que confirme su identidad de padre, imagen monocroma como los planos de apertura y cierre del filme.
La primera vez que ven al hombre en carne y hueso, y en colores, se les aparece como un cuerpo joven, dormido, desnudo, a medio cubrir por sábanas de raso de color azul, color de las aguas del itinerario sucesivo. El vigor asediado de canas del sujeto inmóvil es considerado por el hijo menor desde una posición ligeramente deprimida, casi rasante. El padre duerme profundo, un sueño pesado que desde el contrapicado de ángulo corto, desde el objetivo casi horizontal, es el sueño inerte de un Cristo yacente, del Cristo de Mantenga (1500, Pinacoteca de Brera, Milán).
Después de todas las pruebas que apareja el viaje anhelado y forzoso de los hijos con el padre, de los castigos físicos que sufren reiteradamente, como efectos de un obsesivo afán de instrucción intensiva, y que exponen los estigmas del alma que les provoca el sujeto; después de todos los misterios, de las cosas que se consideran y extraen de las profundidades con urgencia vital -los gusanos para pescar; la caja de metal, cuyo contenido no se revela, y que el padre desentierra del suelo de una casa abandonada con tal reserva y cuidado, que la tarea disputa al viaje con los hijos, al reencuentro, la categoría de finalidad última; el pez enorme que espera a los niños en el agua del casco de un barco naufragado, para que lo pesquen, para que se retrasen, para desatar la fatalidad- después de todos los esfuerzos horizontales, que son imposiciones de la autoridad, del afuera, y de los propósitos verticales, que son efusiones de la voluntad, el padre muerto, Dios muerto por los hijos, debe ser visto con la misma perplejidad horizontal que al comienzo, ahora desde el ángulo inevitable, ineludible, de la barca que conducen de vuelta.
Dejemos pendientes las relaciones entre los términos de rigidez /dinamismo existencial y de sólido / líquido que “El regreso” explora metafóricamente –el padre y el hijo más constantes y esquemáticos, que consumen comida seca, respecto del niño menor, espontáneo y extrovertido, que toma sopa y que una vez que esta se enfría y consiste la rechaza-. Las identidades líquidas y las sólidas, o sus metamorfosis, podrían corresponder en el filme –y en una exégesis poética más larga que integrara la metáfora del objetivo acuoso- a los juegos de distancia focal, de lo nítido y lo borroso que el lente, cristal medio líquido, reparte de modo variable entre las cosas que atiende.
Corro, P. (2005). "El Regreso", laFuga, 1. [Fecha de consulta: 2024-12-13] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-regreso/79