Voz baja: un modo de producción
En el 2011 el autor danés Lars von Trier, haciéndose acechar por los periodistas luego de ser declarado persona non grata en el Festival de Cannes, anuncia que su próximo filme sería una porno que tendría dos versiones: una softcore y otra hardcore. El anuncio se transforma en el título inaugural de lo que será una ficción cuyo término puede ser situado en la proyección del filme. Dos años duró la puesta en escena; fuimos espectadores de una serie de entregas en forma de fotografías primero, de revelación del nombre (“Nymphomaniac”) luego, de -lo que se llamó- appetizers después, de afiches oficiales, y cerca del final el nunca ausente tráiler, todas lanzadas con intervalos minuciosamente programados. Detrás de este uso de lo que tradicionalmente son entendidas como herramientas publicitarias, parece haber algo en común; todas ellas son anticipaciones de lo que se proyectará en el filme. Pero no son anticipos de la manera en que lo son esos tráiler resúmenes de “la trama”, en que la lógica parece ser la de seducir al público mediante un collage de imágenes sobre la ficción, una máquina de generación de expectativas, un modelo de cumplimiento de la norma anti spoilers (prohibido mostrar el final/prohibido mostrar eventos claves del relato). Son antes bien, extractos de lo que es el propio filme; no hay cuestión alguna que descubrir, no hay misterio que resolver, la imagen es transparente. Lo que se verá proyectado es radicalmente lo mismo que ya se vio. Y eso es precisamente lo que con “pornografía” se quiere decir. Es esa imagen que está “enteramente constituida por la presentación de una sola cosa, el sexo: jamás un objeto secundario, intempestivo, que aparezca tapando a medias, retrasando o distrayendo” (Barthes, 2012, p. 78). Pero aquí la pornografía no se reduce a un objeto: el sexo, sino que la pornografía es el modo en que cualquier objeto se muestra, sin tapujos, sin rodeos, sin dobles intenciones. Nymphomaniac (Lars von Trier, 2013) no es entonces un filme “pornográfico” en el sentido que lo son las películas XXX cuya existencia se explica ahí donde hay coito, sino un filme pornográficamente realizado.
Dejando de lado ejemplos que podrían enriquecer el análisis, tal como la disputa de Lars von Trier con la distribuidora cristalizada en la exhibición del filme en dos partes, y de menor duración que la del “corte del director”, la proyección de Nymphomaniac como último evento de la explanada ficcional es internamente pornográfica. Lo primero con lo que nos encontramos es con el título sobre fondo negro, título que concentra en una sola palabra el “tema”: se trata de una adicta al sexo. Tras minutos de rozaduras de gotas de lluvia con abandonados aparatos en óxido, se escucha abruptamente el ruido de Rammstein entre el que se cuela la misma palabra que anuncia: se trata de una adicta al sexo. Pero ese ruido ya no anuncia sino que apunta; vemos a Joe quien, tras ser encontrada por Seligman herida y de espaldas sobre una húmeda calle, nos relatará cómo es eso que ya sabemos que es: una ninfómana. Esa es la primera jugada de Lars von Trier: la estructura que se le presenta al espectador es la de un relato cuyo final ya fue mostrado. Pero como el cine no es para ser leído, no es para ser contado, sino que es para ser visto, con esa jugada se apuesta a democratizar las imágenes: lo que importa es la experiencia de un tránsito de, en este caso, cuatro horas. El enemigo es el relato entendido como guión, el enemigo es la literatura que es golpeada mediante el reforzar una y otra vez lo dicho con imágenes; Seligman compara el maratón sexual a bordo del tren para ganarse una bolsa de dulces con el estilo fly fishing, luego se muestra la acción de pescar con el anzuelo al vuelo; Joe dice que lo que la distingue del resto es que demanda más puesta de sol, luego se muestra una puesta de sol; Joe dice “educación sexual”, luego se muestra qué es lo que Seligman imagina con “educación sexual de Joe”; vemos cómo Jerome folla a la virgen Joe tres veces por delante, cinco por detrás, mientras escuchamos a Joe decir que fue follada tres veces por delante, cinco por detrás, y vemos el “3+5” en la pantalla. Así como Peter Greenaway lo hiciera en The Pillow Book (1996); los sentimientos no se dicen, se muestran, por eso que en la cultura nipona la palabra dicha debe ser escrita en los cuerpos desnudos, y los cuerpos desnudos deben ser mostrados (“take me like a pillow book page”). La amante de la literatura muestra su escritura hecha carne. Eso es pornografía, una forma de hacer explícito aquello que el viento se llevó, aquello que se mantuvo en las sombras, en fin, de literalizar en la imagen el objeto que el orden mantiene oculto.
El modo de hacer cine que es la pornografía no basta; para evitar que sea pura acumulación de forma vacía debe estar al servicio de lo que se muestra. Esa es la segunda jugada de Lars von Trier: en el contexto del relato de Joe nos presenta las infinitas posibilidades de la ficción. No sólo ya dándole la estructura de un relato que selecciona, intensifica, valora, sino que mostrando que selecciona, intensifica y valora. Así, sitúa los eventos en ninguna parte, o en todas; puede ser una Dinamarca, una Inglaterra, hasta un Estados Unidos; cada uno de los personajes aparece con acento distinto al del otro; la Joe adulta no conserva ningún rasgo de la Joe joven, y menos de la Joe niña, cuyos ojos azules atrapan; imágenes que aparentan ser de archivo acerca del supuesto criterio “poseer una cuchara-tenedor” que los bolcheviques habrían usado para decidir la muerte de los niños, son desacreditadas luego por Seligman, el mismo que la trajo al tapete como explicación; lo que se imagina Seligman al escuchar de la boca de Joe “educación sexual” toma el cuerpo de la misma Joe del relato que hemos escuchado (visto), como si cuando leyéramos un libro todos nos imagináramos el mismo cuerpo en movimiento. El cine es porno porque muestra aquello que no se puede decir, muestra una ficción que es tesis: “estás defendiendo tu personalidad. Pensaba que el punto era mostrarla”, llama la atención Seligman a Joe.
Voz alta: una teoría de la mentira
“No me entenderías”, dice la voz de la pornografía, aquella manera de relatar que no quiere dejar nada fuera: “no me entenderías”. Para entenderla, tenemos que escuchar toda la historia, con lujo de detalles, con todas las reflexiones privadas, con todas esas sensaciones y disgustos, con esos placeres y secretos que requieren una buena historia, pues sin ellos no entenderíamos. Ese afán de entender, el afán por la “verdad” de la historia es lo que subyace a la pornografía que trabaja Lars von Trier en esta obra: contarlo todo, que nada quede fuera, que todo sea explicado, anunciado. Uno piensa en el relato: contar una historia, relatarla, siempre es una tarea compleja, dado que rescatar lo relevante es la primera tarea a la que se enfrenta quien relata. Pensemos en una escena de Salò de Pasolini; una de las relatoras de escenas sexuales es interrumpida debido a que no contaba “muchos detalles”, pues en el detalle está la historia. En el detalle está la historia, pues sin ellos no se entiende lo que realmente ocurrió1Los guiños con la obra de Pier Paolo Pasolini no es menor: anunciar una obra “porno” no es nuevo en la historia del cine. El autor italiano había realizado una trilogía, su llamada “trilogía de la vida”, que incluía Il decameron (1971), I racconti de Canterbury (1972) y Il fiore delle mille e una notte (1974). El proyecto de Pasolini consistía en jugar con la idea del consumo sexual en las puertas de la sociedad de consumo capitalista que él avizoraba. Sin embargo, prontamente las obras que componían la trilogía terminaron en los estantes XXX de las videotecas e incluso siendo exhibidas como filmes XXX en la televisión italiana. Tras esto, Pasolini decidió realizar el filme porno insuperable, aquel que no pueda ser visto más de una vez, que sea inconsumible, para lo cual se basaría en las obras del Marqués de Sade (obras literarias censuradas por su contenido) para realizar Salò (1975). Tras este filme, Pasolini sería asesinado. Lars von Trier no deja pasar esto: Melancholia (2011), que hace las veces de triología con Antichrist (2009) y Nymphomaniac, tienen una serie de guiños a la obra del Marqués de Sade y de Pasolini: Seligman dice haber leído algunos libros con contenido sexual, como El decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches. Esto es digno de mencionarse, no para efectos de la crítica, pero sí para la intertextualidad con la que von Trier juega y la discusión en la que se inserta, pues el proyecto von trierianos coincido en muchos aspectos con el proyecto pasoliniano, lo cual abre un espacio para pensar el estatus del cine en cuanto modo de producción política.
Desde este modo de comprender el relato pornográfico, es decir como aquel que tiene esa pretensión de verdad, de hacerse de un discurso que no miente, que no engaña, que es fiel a lo sucedido, situamos el filme Nymphomaniac: es una excusa para comprender su final, lo que nos propone un problema fundamental respecto a cómo comprendemos el cine mismo. Retomemos la figura del spoiler: información relevante para comprender “la trama” de una historia, de modo tal que conociéndola perdemos la sorpresa de un relato determinado. El spoiler es la figura de un saber bruto, de aquel saber que quiere saberlo todo, de aquel que no quiere que le mientan, de aquel que no puede soportarse a sí mismo como ignorante. El spoiler es una figura que reduce al cine a su orgasmo, y no sólo eso: reduce al mínimo el orgasmo del cine. Si el cine se reduce a su final (“FIN”), se reduce a la sorpresa, se reduce al divertimento. Las películas XXX reducen el cine al orgasmo en su máxima expresión: lo único relevante es el clímax del sexo, lo único real que se le pide al género porno es que la eyaculación sea verídica. Eso, lo hace de modo pornográfico: todos sabemos que la película XXX terminará así, con el orgasmo. La tarea es cómo usar la pornografía para devolver al cine su ritualidad, liberándola de su finalidad e instalándola en su pensatividad.
Por lo anterior: Nymphomaniac termina con Joe habiendo contado su historia y con Seligman intentando violarla. Joe toma su pistola y dispara -al menos eso es lo que podemos deducir de lo que escuchamos- en contra de Seligman, dándole muerte. Le dispara con la misma arma con la que no pudo matar a Jerôme, debido a su torpeza con el arma que usaba James Bond. Tras haber contado la historia de su vida, todo lo necesario para comprender por qué fue encontrada moribunda en una húmeda calle, Joe no accede a follar con Seligman. Parece una locura: la autobiografía de Joe podría resumirse de manera injusta como la de una ninfómana para la cual el hecho de sostener relaciones sexuales con alguien es algo menor, una bagatela, algo que podría hacer y que no significaría mucho en su propia vida. Sin embargo, esta paradoja nos presenta el gran problema teórico del filme de Lars von Trier: si Joe es una ninfómana, ¿cuál es el problema de consentir en tener sexo con Seligman, si ha contado situaciones mucho menos gratas en que ha aceptado? No sólo eso, da muerte a Seligman, quien se lo dice en sus últimas palabras: “Pero… Te has acostado con miles de hombres”. Lo que podemos pensar de acuerdo a esta paradoja, fundamental en el filme, es que Lars von Trier sostiene una teoría del mal, pero en particular una teoría sobre la mentira que permite explicar la existencia misma de la obra. Cabe destacar que sostener una teoría de la mentira no es banal cuando se hace desde el cine, porque éste es considerado un arte de la “ficción” y del engaño.
Tenemos la paradoja que nos plantea el final del filme, pero además tenemos una meta-teoría que se nos presenta al contemplar el filme en su posición autoral: Lars von Trier ha tratado el tema del mal en Dogville (2003), Manderlay (2005), Antichrist y Melancholia. En estas dos últimas películas, además, ha tratado en particular el tema del mal como producto de la naturaleza humana femenina producto de la depresión, por lo cual la mal llamada “crítica de cine” ha denominado al conjunto de filmes Antichrist, Melancholia y Nymphomaniac como la “trilogía de la depresión”. Si nos tomamos en serio la tesis que dice que existen trilogías en cine, podemos presentarla del siguiente modo como su mejor versión: las trilogías son un conjunto de tres películas que tienen en común elementos que nos permiten sostener que cada filme afirma una idea en particular, pero que además juntas sostienen una idea en común. Bajo esta lógica, lo que de común tendrían los filmes de la trilogía de la depresión, más allá de Charlotte Gainsbourg o las referencias al Marqués de Sade, es una cierta teoría sobre lo que es el cine.
La teoría del cine que sostiene Lars von Trier se equilibra entre los conceptos de pornografía y de trilogía ya presentados, en la forma de una teoría sobre la mentira, o más específicamente sobre la ficción.
El cine no se sostiene sobre las sorpresas.
El cine es un mostrar sin explicaciones.
El cine no traspasa la pantalla en que es exhibido.
El cine es una forma de retrasar el clímax.
El cine no es un medio para contar la verdad.
El cine es un cuestionamiento sobre su propio estatus de cine.
El cine no es ficción, porque es pensatividad.
El cine es ficción, porque no contiene verdad.
Los festivales distinguen entre obras ficcionales y obras documentales en base a si unas u otras se basan en criterios de realidad del relato o no. Un documental es una obra fílmica que obtiene imágenes de la realidad real, mientras que una ficción es aquella obra fílmica que basa su relato en una ficción ficcional. Sin embargo, ¿cuál es el sentido profundo de diferenciar entre un mundo real y uno ficcional, si los espectadores no tenemos más garantías que el propio hecho de ver un filme en un festival o en otro? Imaginemos: poner todos los filmes documentales en un festival de ficciones y visceversa.
Ese problema, el de la ficcionalidad de la obra fílmica, es el que teoriza Lars von Trier, asumiendo la naturaleza maligna del cine como aparato de la mentira, o lo que se denomina como sesgo ideológico inevitable. Que el cine sea un aparato de la mentira se evidencia en dos momentos del relato: el del relato mismo y en el de la evidenciación de la mentira. Ambos momentos los encontramos en Nymphomaniac: Joe duda de cómo nombrar a cada capítulo de su historia biográfica, y termina poniendo nombres de acuerdo a elementos que ella tiene a mano: “Mrs. H” por un cuadro que está ahí, “Delirium” por el concepto que le explicó Seligman, “Mirror” por el espejo que ve… Los nombres de cada capítulo son cuestiones que ella improvisa. Eso, sumado a las dudas en la credibilidad del relato mismo por parte de Seligman, permiten explicar un final aparentemente paradójico, y precisamente porque es aparente es completamente paradójico: si el relato de Joe fuera cierto, no habría motivos razonables para que diera muerte a Seligman. Ante ello, optemos por una teoría sobre la mentira, que Joe nos mintió con su relato. Esto nos abre dos ideas sobre el filme mismo: que existe un modo de comprender el cine como una eterna ficción, como una ficción de la ficción, como un imposible de explicar; y por otra parte, que el afán explicador está condenado al fracaso, puesto que no sólo no puede explicarlo todo, sino que precisamente no explica cosa alguna: con el relato de Joe no sólo perdimos cuatro horas de nuestra vida, sino que además no estamos ni un ápice más cerca de la verdad de lo sucedido.
El relato de Joe, como símbolo de lo que es el cine, nos permite situar el foco en el proceso de ver cine, en el ritual que es el cine, antes que en su inmediatez y su divertimento: el cine es el proceso de verlo, irreductible a su indecible. La idea del spoiler nos dice que hay un “indecible” del cine, que es su final o su sorpresa, pero el verdadero indecible del cine es todo ese proceso que es el filme mismo: un filme no puede ser “contado”, pues precisamente consiste en verlo, en ese ritual que lo hace algo distinto del relato. Nuestra tradición literaria nos obliga a mirar el cine como un modo más de relatar, pero su trabajo consiste precisamente en superar eso. Si el cine fuera su guión o su narración, nos ahorraríamos la industria cinematográfica e imprimiríamos más resúmenes de la trama.
En cine no hay contadoras de películas.
Cantus firmus: política de la ficción
Lo que hasta aquí se propone es una cierta teoría del cine comprendido como ficción. El cine como ficción supone hacer del cine un relato mentiroso, y lo que hace el mentiroso -siguiendo la lectura de Nietzsche- es emplear “las designaciones válidas, las palabras, para hacer que lo irreal parezca realidad” (Nietzsche, 1996, p. 309). El empleo de las palabras para hacer de lo irreal una realidad, o en este caso: el uso de las imágenes. Posicionar al cine como el hacer de un mentiroso es posicionarlo en contra de la verdad, o bien al conjunto de imágenes consensuadas que constituyen la verdad. Esa verdad que opera mediante prohibiciones y censuras, mediante promociones y marcos, esa que delinea los márgenes de lo decible. Posicionarse en contra, cuestionar ese aparato de la verdad, vuelve al cine un modo de producción de lo político.
El cine es un hacer que escapa a la museificación, que escapa a su neutralización. Esto queda en claro desde la óptica de su prohibición: las películas XXX han sido el gran objeto de prohibición y censura, porque precisamente pone en cuestión el consenso de las imágenes, pone en duda lo visible y lo invisible. Por ello, no es banal que Lars von Trier elija el género “porno” para preguntarse por el estatus mismo del cine, pues precisamente en ese sentido politiza la imagen. La prohibición del cine se hace en nombre del “porno” cuando pensamos en filmes como Salò o The last temptation of Christ (Martin Scorsese, 1988): lo que se prohíbe no es el sexo, ni los cuerpos desnudos, pues de ese modo también se habrían prohibido y censurado, al mismo tiempo, y como relatos literarios, las respectivas obras del Marqués de Sade (en la que se basaría la de Pasolini) y de Nikos Kazantzakis (en la que se basaría la de Scorsese). Lo que se prohíbe cuando se censura lo pornográfico es la obra como atentado en contra de la imagen consensuada.
Ese cuestionamiento del consenso de la imagen en tanto producción diferente respecto de un régimen de la verdad, convierte al cine en un aparato político. Si el cine es ficción, parte de la premisa de la mentira y no de la verdad, nos convierte a todos en víctimas del engaño, y excluye el que alguno se posicione como experto ante la obra: nada puede decirnos el autor, ni un historiador, ni un cinéfilo sobre la verdad de la obra, pues ella misma es mentira. Esto nos sitúa en el mismo plano al momento de leer el cine: al no haber una verdad que se ubique tras la obra, todos tenemos parte en la mentira, y precisamente los límites de esa mentira están dados por la lectura que hacemos de la obra como comunidad. Podemos decir que el cine es político al cuestionar un régimen policial de la verdad de las imágenes; podemos decir, siguiendo a Rancière, que el cine se democratiza2“La democracia, entonces, no es para nada un régimen político, en el sentido de constitución particular entre las diferentes maneras de reunir hombres bajo una autoridad común. La democracia es la institución misma de la política, la institución de su sujeto y de su forma de relación” (Rancière, 2006, p. 65). Entonces podemos decir que esta valoración de la pornografía y de la comprensión del cine como mentira, es una posición política que articula una crítica al sistema de consensos en la imagen y pone en jaque a la idea de una verdad tras la obra, pues opera desde el presupuesto de lo no prohibido, de lo no censurado, de la idea en que todos somos capaces de ver cualquier filme. Como dijera Joe: “Cuando censuramos una palabra, quitamos una piedra en la fundación de la democracia”. Nymphomaniac, más que ser leída como conteniendo una tesis acerca del amor, es un ejemplo de lo que hace el buen cine, el cine que politiza: cuestionarse sus propios límites de posibilidad.
Bibliografía
Barthes, R. (2012). La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Buenos Aires: Paidós.
Nietzsche, F. (1966). Über Wahrheit und Lüge im außermoralischen Sinn. En K. Schlechta (Ed.). Friedrich Nietzsche, Werke in drei Bänden. III. München: Hanser, 1966. Traducción de Pablo Oyarzún (inédita).
Rancière, J. (2006). Diez tesis sobre la política. En Política, policía, democracia. Santiago: LOM.
Perić, I. (2014). Elogio de la mentira, laFuga, 16. [Fecha de consulta: 2024-10-04] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/elogio-de-la-mentira/703