Fenomenología, mito y cine

Por José Pablo Concha L.

 
 

La imagen técnica es la culminación visual del proyecto moderno. Esta afirmación es clave para comprender el itinerario de la imagen desde su origen hasta hoy. No es, evidentemente, el objetivo de este ensayo hacer una historia de la imagen, pero esta afirmación al menos nos pone en la línea de reflexión justa.

Este aserto se sostiene desde la pre-eminencia óptico-lumínica propuesta por Mayz Vallenilla (1993) en sus Fundamentos de la meta-técnica. Esta pre-eminencia está más allá de los límites temporales de la modernidad y puede alcanzar la antigüedad clásica con la metáfora luminosa del conocimiento. Es la luz la que permite ‘ver’ la verdad, por lo tanto el sentido privilegiado es precisamente la visión. Como dice Mayz “lo vidente es evidente” (1993), es decir lo óptico es conocimiento, en tanto objeto delante de la percepción. Esta ‘evidencia’ óntica debe alcanzar la condición de ontológica y desde aquí su acceso al conocimieto metafísico. Esta necesidad funda su emergencia debido a lo restringido de la propia presentación del ente mismo, es decir, la ‘evidencia’ perceptiva fenomenológica se cierra en el límite óntico; esto en el entendido de la imposibilidad de la representación, o sea del acceso a algo por medio de otra cosa; el posible acceso a la esencia del ente, por lo tanto a elementos trascendentes, se pierde en la imposibilidad de este acceso por medio de la percepción. La representación es la heredera del mito; frente a la imposibilidad de conocer, la razón se da el mito, el mito es el sentido… Pero aquí aparece la dualidad que inquieta al pensamiento; en la metafísica medieval, la esencia es distinta del fenómeno; más radical es Heidegger cuando plantea de manera urgente la diferencia ontológica: la distinción entre ser y ente. Es decir, lo que vemos no es ‘esencialmente’ lo que es. Por lo tanto, lo que entra en crisis es la representación.

La representación es ‘algo que muestra, indica a otro que está ausente’; Kant precisa que la intuición y el pensamiento son maneras diferentes de “representación cognoscitiva” (1984); la intuición llega al objeto por medio de la representación (del que se tiene cierto conocimiento previamente) de manera directa, sin mediación; en cambio el pensamiento o concepto llega mediado al objeto por una ‘característica’ que eventualmente es compartida por otros. La intuición nos sitúa en la singularidad del objeto, en cambio el pensar nos pone frente a una generalización del objeto que finalmente lo hace accesible ‘para todos’. Kant afirma, en todo caso, que ni uno ni otro son aún conocimiento. Frente a esta supuesta equiparidad entre la intuición y el pensamiento, Heidegger pone cuidado en que la intuición respecto del hombre es distinta que la de “Dios o de otro espíritu superior” (1973. La intuición superior es infinita y da cuenta inmediata de la totalidad del objeto, no necesita pensarlo, en cambio, la intuición del hombre es finita (esta distinción se entiende desde una perspectiva histórica de la metafísica). Esta intuición -la del hombre- es de naturaleza derivada porque se da en función de un ente independiente de la intuición; está frente a los ojos. La intuición finita produce un conocimiento finito. Esta intuición exige que delante de ella aparezca el objeto, o sea, Heidegger observa la necesidad de la operatividad de los sentidos, de la sensibilidad. Ésta, precisa el filósofo, se da por la coexistencia de la intuición humana con los entes, por lo tanto éstos deben tener la posibilidad de ‘anunciarse’; en algún sentido el ente se dirige a la intuición y ésta retribuye esta dirección al percibirla. “La esencia de la sensibilidad consiste en la finitud de la intuición” (1973). De esta manera la sensibilidad es igualmente finita. La intuición finita se juega en la relación establecida con el objeto dispuesto delante de ella, pero para que finalmente se constituya en conocimiento, el resultado de esta relación deberá tender hacia una inteligibilidad que será compartida con otros. La posibilidad de la transmisión no sólo para sí de lo inteligido sino para todos, se constituye en conocimiento cuando la intuición define nítidamente lo que está delante de ella, lo hace general. Esta condición general del conocimiento intuido, equivale a producir un concepto que vale para la singularidad del objeto frente a los sentidos, pero necesariamente para aquellos objetos que comparten una singular naturaleza, pero que no necesariamente están junto a los sentidos; es lo que Kant denomina “la representación por conceptos” (1984).

Es precisamente esta representación por conceptos la mitología contemporánea. Esta perspectiva pone en la superficie al sentido de los objetos, sea éste el que sea; aquellos que se presentan a ellos mismos como a aquellos que son representación.

En la imagen contemporánea son éstos últimos los que plantean la mayor dificultad. Toda imagen se entiende como ‘representación’ y por esta condición se requiere de sistemas o modos de interpretación, es decir, la dificultad de acceso al objeto representado exige de una exégesis, es lo que Foucault observa respecto de la hermenéutica, es decir, todo ‘texto’ necesita de interpretación porque siempre habitan sentidos que están más allá de la superficie. Pero ¿cómo podemos entender esta necesidad si hace un rato hablábamos de la mera superficie? Por la práctica atávica de la mitologización, es decir, frente al sinsentido la aventura de la significación.

Josep Català expone respecto de la representación, objetualizado en un mapa, la condición básica de ‘simulacro: “Un mapa no es el antecedente del territorio sino un simulacro del mismo, desarrollado en una dimensión distinta. En otras palabras, la relación tradicional entre significante y significado se ha desvanecido, ya no es posible circular de uno a otro sin contradicciones, puesto que el espacio conceptual que los separa es igualmente significativo” (2005). La fantasía borgeana de un mapa de iguales dimensiones de lo que representa sería la única salida. Pero sigue persistiendo la necesidad de producción de imágenes y si interpretación.

La ciencia no encuentra el sentido, sigue siendo mera descripción; la filosofía sigue en su perplejidad y la religión es pura representación… Frente a este desamparo, la acción simbolizadora del hombre toma el lugar del sentido y naturalmente se erigen las mitologías contemporáneas, que no son muy distintas al escaparate mítico griego como representación de las energías más básicas del ser humano.

En este sentido, las modalidades de representación cinematográfica han sido eficientes para la promoción de diversas mitologías. No estoy pensando en términos icónicos, es decir, en personajes que encarnarían ciertas fantasías colectivas, James Dean, Marilyn Monroe, de manera más restringida Klaus Kinski, etc., sino que la misma estructura óntica, es decir, su propia condición de cosa del cine ha encarnado ciertas necesidades míticas: la imagen en blanco y negro, luego el color, los diversos modos de montaje, los tiempos del relato, la insistencia en ciertos tipos de tomas, etc. Si pensamos en las modalidades convencionales de relato del cine masivo, la estructura -en general- remite a una lógica aristotélica; todo se resuelve al final, es el orden y la claridad lo que prevalece. El orden como representación mítica, es decir, como una necesidad colectiva. Junto a esto, el contenido: en la post guerra la industria norteamericana impone un cine en donde la satisfacción de las necesidades, la alegría, el amor, es el contenido mítico de la contingencia histórica (por esto el libro de fotografía Los americanos de Robert Frank de mediados de los cincuenta, fue editado en Francia y no en Estados Unidos, debido a que mostraba un país que no coincidía con las promoción mítica del momento).

La necesidad del color viene a confirmar el prestigio de la imagen técnica como presentación del acontecer. La realidad se hace más real y es la imagen técnica la que permite su dominio, por lo tanto una imagen más real (en color) no sólo deja de ser mediación sino que es el mundo mismo. El color potencia el valor icónico de la imagen, pero no hay que olvidar que la asignación de un determinado cromatismo a un objeto no es más que una convención restringida a las posibilidades técnicas del material sensible.

Cuando el prestigio de la imagen se comienza a perder, cuando el nuevo mito toma la forma de una posmodernidad desilusionada, cuando la realidad es cubierta por la imagen, donde la experiencia es relegada a una condición de ineficiencia (Valery), cuando no hay más que imagen como hiperrealidad (Baudrillard, 2002); el montaje (masivamente) rompe los parámetros aristotélicos, desde uno vertiginoso como el de Memento (Christopher Nolan, 2000), hasta la duración extensa como en Madre e hijo (Alexander Sokurov, 1997). La incerteza por un lado, y la modificación óptica en otro. El valor queda suspendido en la superficie de la imagen; si bien hay historias que se cuentan, la materialidad técnica suspende el sentido referencial. El nuevo mito es la imposibilidad de acceso al mundo por medio de la imagen. La opacidad de la visión abre, entonces, la simbolización del mundo. Es la conciencia de la asignación arbitraria de sentido. El cine como cualquier modo de producción de sentido lo que hace es nombrar y en el nombrar ya está implícito el sentido, no ese original que estuvo en el principio, sino aquel que se renueva constantemente en cada nueva designación.

Bibliografía

Baudrillard, J. (2002). La ilusión vital. Madrid: Siglo XXI.
Català, J. (2005). La imagen compleja. Barcelona: Bellatera, Universitat Autònoma de Barcelona.
Heidegger, M. (1973). Kant y el problema de la metafísica. México D.F.: FCE.
Kant, E. (1984). Prolegómenos. Madrid: Sarpe.
Mayz Vallenilla, E. (1993). Fundamentos de la meta-técnica. Barcelona: Gedisa.
Valery, P. (1999). Piezas sobre el arte. Madrid: Visor.

 

 
Como citar:
Pablo, J. (2008). Fenomenología, mito y cine, laFuga, 6. [Fecha de consulta: 2024-10-05] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/fenomenologia-mito-y-cine/324