Fronteras y espectros en un mundo global

Observaciones sobre el film Gitmek - My Marlon and Brando

Por Antonio Rivera García

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Antonio Rivera García es Profesor Titular de Filosofía Política de la Universidad de Murcia (España). Sus investigaciones giran en torno a la filosofía política, la historia de las ideas políticas y la relación entre estética y política Autor de los libros Republicanismo calvinista (Res publica, 1999), La política del cielo(Georg Olms Verlag, 1999), Reacción y revolución en la España liberal (Biblioteca Nueva, 2006), El dios de los tiranos (Almuzara, 2007). Ha preparado la coedición de La actitud ilustrada (Biblioteca Valenciana, 2001) y la edición del libro colectivo Schiller y la educción estética. Reflexiones sobre arte moderno y democracia (Editum, 2009). Entre los artículos y capítulos de libros dedicados al cine, cabe destacar "Simone Weil y Rossellini. Europa 51", "Robert Bresson: el orden jansenista del cinematógrafo", "La politización del arte cinematográfico", "En las fronteras del realismo: el cine de Stanley Kubrick", "Los mitos políticos en el cine de Pasolini", o "La distancia estética".
 
 

Para Daneo

La razón fronteriza

El director del film Gitmek (Huseyin Karabei, 2008), subtitulada en inglés My Marlon and Brando, es un realizador turco de origen kurdo conocido hasta ahora por sus documentales 1Hasta la fecha su filmografía se compone de cortos y películas documentales: Etruch Camp (1996) sobre los kurdos turcos que se vieron forzados a emigrar al norte de Irak; 1 May 2 Film (1997); Bachelors Inns (1997) sobre los jóvenes trabajadores kurdos en Estambul; Dialogue (1997), un cortometraje que adapta un texto de Borges sobre la vida y la muerte; Lost people and the Street (1998); Judgement (1999); Boran (1999), film en el que mezcla ficción y realidad; Silent Death (2001), docudrama sobre los policías que guardan las prisiones; Gift to Nazim Hikmet Ran (2003); Pina Bausch Istanbul “Breath” (2004); Dialogues in the dark (2005); I Missed my Rendez-vous with Death (2006). Conviene saber estas dos cosas para comprender, por un lado, la centralidad de la cuestión kurda en la película; y, por otro, la apuesta que realiza el director por un realismo que consiste en disolver la convencional separación –frontera– entre el documental y la ficción. No sólo la historia de esta película se basa en las experiencias de la actriz protagonista Ayça Damgaci, que tuvo que viajar hasta el Bagdad en guerra en busca de su amado, el actor Hama Ali Khan, sino también en motivos biográficos del realizador turco que, como he comentado, es de procedencia kurda.

En esta road movie todo el protagonismo lo tiene la frontera. La película nos obliga a reflexionar sobre el significado adquirido por este umbral en nuestros tiempos; motivo que, por lo demás, parece ser que tiene mucha importancia en las películas actuales realizadas por cineastas kurdos como Bahman Ghobadi, el director de Las tortugas también vuelan (2004), un film sobre una colonia de refugiados kurdos situada en la frontera entre Irán y Turquía, y de Media Luna (2006), otro film que gira alrededor de la línea fronteriza que separa el Kurdistán iraní del irakí 2Ya durante el conflicto de los años ochenta entre Irán e Irak se produjo una película titulada precisamente La frontera (1981), dirigida por Hamshid Heydarian, en la que adquieren protagonismo los kurdos iraníes. Ver: Devictor, 2008, p. 79. Esta preocupación resulta casi inevitable cuando advertimos que el pueblo kurdo se halla disperso en cuatro Estados, Turquía, Irak, Irán y Siria (en el film de Karabey pasamos por tres de ellos), y que, al parecer, hay incluso algunos pueblos kurdos separados en dos por la frontera turco-iraní.

Intentemos responder a la pregunta a la que en cierto modo nos invita el film: ¿Qué es una frontera? En un sentido general –y no sólo geográfico–, podemos decir que permite distinguir una cosa de otra, sirve para diferenciar y, por tanto, para definir identidades. Establece además los dualismos sin los cuales no se puede comprender la cultura humana. En realidad es un poco absurdo definirla porque la representación misma de la frontera es la condición de toda definición. Supone en el fondo pensar la línea sobre la que pensamos, trazar fronteras a la frontera.

Si pensamos en lo político, pues a este tema apela constantemente el film, podemos comprobar que todo el orden político moderno ha aspirado a establecer claros dualismos conceptuales o claras fronteras como las trazadas entre gobernante y gobernado, sabio e ignorante, nacional y extranjero, sociedad civil y Estado, derecho nacional e internacional, derecho privado y público, guerra y paz, beligerante y neutral, guerra civil e interestatal, guerra caliente y fría, combatientes y civiles, enemigo y criminal, etc. El problema surge cuando las diferencias no están claras, cuando no sabemos establecer la frontera y aparecen estados intermedios (entre-dos) y ambiguos. Aunque esas situaciones o estados intermedios no son nada nuevos, con la globalización o la mundialización del mundo ha aumentado el número de ellos e inevitablemente la confusión y ambigüedad de las identidades.

Las fronteras políticas

Si nos referimos a las líneas divisorias entre los Estados, que con tanta intensidad nos hace vivir esta película turco-kurda, quizá sea útil tener en cuenta los escritos del filósofo Étienne Balibar 3En lo que sigue me serviré de algunos textos del filósofo Étienne Balibar, particularmente de su pequeño libro Très loin et tout près (2007); y de los artículos Les identités ambiguës, Qu’est-ce qu’une frontière, y Les frontières de l’Europe, todos ellos recogidos en el libro La crainte des masses (1997). En ellos podemos leer que la frontera está sobredeterminada, pues no sólo constituye el límite entre dos Estados, sino que también se encuentra desdoblada y relativizada por otras divisiones geopolíticas, de modo que cualquier término fronterizo sirve para configurar el mapa del mundo. Además, conviene no olvidar que no sólo es algo exterior, sino que, como bien sabía el Fichte del Discurso a la nación alemana, también hay fronteras interiores (innere Grenzen) e invisibles. En realidad, sería poca cosa si no fuera interiorizada por el individuo y se convirtiera en la condición esencial de su identidad (Balibar, 1997, p. 374).

Los límites geográficos de los Estados determinan otras líneas fronterizas como las que separan a los hombres según el nivel de riqueza logrado por la comunidad a la cual pertenecen. Un ciudadano de un país rico puede ser cosmopolita porque la frontera se convierte a menudo en una formalidad de embarque, en un punto de reconocimiento simbólico de su estatuto social (Balibar, 1997, p. 375), mientras que para el ciudadano de un país pobre los lindes fronterizos se levantan como un obstáculo cada vez más difícil de sortear. Con la globalización, y en especial con la construcción de espacios transnacionales de carácter económico y político, se tiene a veces la impresión de que los términos fronterizos pierden importancia. Sin embargo, las restricciones en la circulación de las personas ponen de relieve que todavía siguen siendo determinantes para la construcción de la identidad nacional. Lejos de desaparecer, en nuestros días se multiplican y dejan de coincidir con el espacio geográfico y político del Estado nación. Allí donde surgen controles selectivos, sean relacionados con la sanidad, la seguridad o cualquier otro aspecto que requiera la discriminación de las poblaciones, allí surgen nuevas fronteras. De ahí que no sea raro que el filósofo hable de su ubicuidad.

De todos modos, la experiencia de la frontera no siempre es mala. A este respecto podemos comentar la primera y gozosa experiencia de frontera de Balibar. Se trata, en realidad, del viaje en tren que un niño emprende hasta Alemania. Cuenta Balibar que, poco antes de pasar la frontera, se quedó dormido. Al despertar, ya estaba en otro país, y entonces pudo disfrutar desde la ventanilla del tren de unos paisajes, una naturaleza y unos edificios muy distintos de los que conocía. Muchos hemos tenido experiencias similares a ésta, que en gran medida coinciden con el placer que el viajero siente al apreciar las diferencias culturales.

Aunque el film de Karabey contiene una clara denuncia de los inconvenientes de las fronteras, no creo que las niegue. No sólo parece detenerse con placer –con la aludida fascinación del viajero– en los distintos paisajes, culturas y lenguas filmados, sino que también la película pueda ser comprendida como una afirmación del pueblo kurdo. Esto último es normal teniendo en cuenta el origen del director. Por otra parte, nos parece que sería absurdo querer suprimir la memoria, los relatos históricos y las lenguas que forjan el carácter de los seres humanos. Ahora bien, la identidad kurda en la cual piensa Karabey no constituye una identidad fuerte e impenetrable, sagrada y carente de ambigüedad. Todos sabemos que el discurso nacionalista y esa puesta al día conocida como “choque de civilizaciones” o, todavía peor, el racismo, se basan, por el contrario, en la construcción de identidades puras e incompatibles con otras. Desde el primer motivo argumental de la película, la historia de amor entre una turca y un kurdo (tampoco se nos escapa que el director los convierte en unos modernos Romeo y Julieta separados por la guerra), hasta motivos anecdóticos como la música de Ibrahim Tatlises escuchada por los taxistas de tres territorios diferentes, todo indica que Karabey reconoce no estar filmando culturas impenetrables.

De nuevo, aquí el cineasta coincide con el discurso del filósofo europeo que nos sirve de referencia en esta aproximación a la frontera. Balibar defiende una concepción de Europa ajena del nacionalismo identitario y basada en la acumulación o combinación de culturas diversas. Para argumentar esta posición se sirve del libro de Rémi Braga, Europe: la voie romaine. Según este libro, la romanidad-latinidad-europeidad no se caracteriza por un origen o fundación original, pues, lejos de tener unas raíces propias, la cultura europea se basa en la traditio, en la traición y transmisión de la herencia recibida de los pueblos griego y semita. Nos hallamos ante una cultura secundaria que hace suya un logos que no le pertenece en propiedad. Más allá de que Balibar critique también a Braga porque acaba vinculando Europa a una parte más que a otra, a Occidente más que a Oriente, al norte más que al sur, al cristianismo más que al Islam, etc., el filósofo considera que esta concepción nos permite comprender Europa como una zona de “interpenetración de culturas”, como el resultado de acumular y superponer capas o elementos culturales muy diferentes. Se trata, en suma, de defender un Estado, una nación, una democracia o una sociedad construida por la acumulación y diseminación de diversas culturas, y no, desde luego, por la disociación o afirmación de una identidad frente a las demás (Balibar, 1997, pp. 391-395).

¿Un mundo sin fronteras?

El cineasta se halla próximo al filósofo de las identidades ambiguas porque, como sabemos por sus declaraciones, no es un nacionalista kurdo, nunca ha dicho que deba existir un Estado kurdo unificado. Parece que no sería partidario de una solución sionista para este pueblo. Sería incoherente criticar unas fronteras que hacen más difícil la vida de los kurdos, para luego construir una nueva frontera que les separe de turcos, irakíes, etc. Quizá –y ésta parece ser la fórmula buscada por Karabey– la mejor solución no consista en suprimir las fronteras, pero sí en hacerlas más civilizadas, en favorecer los intercambios, la circulación, la hospitalidad, y, por supuesto, en impedir su sacralización.

El fin de suprimir las fronteras, la aspiración a un mundo unitario que hoy tiende a verse bajo el prisma de la globalización, no deja de tener sus peligros. A este respecto la mayor amenaza suele llevar el nombre de imperio, el cual alude a una dominación incompatible con las exigencias democráticas de igualdad y que podemos encontrar en cualquiera de sus distintas versiones: desde la clásica, la relativa a una potencia territorial hegemónica, hasta la que nos han ofrecido en los últimos años Hardt y Negri, la de un imperio descentrado y des-territorializado cuyo único objetivo es alcanzar y mantener el equilibrio sistémico dentro de la máquina productiva mundial.

Ciertamente hay otra manera de concebir el mundo unitario, la cosmopolita. Pero si no quiere convertirse en una mera abstracción o utopía e incluso en un nuevo imperialismo, debe aceptar algún tipo de frontera. Desde Kant sabemos que un cosmopolitismo coherente sólo puede ser federal, es decir, ha de respetar las diferencias, las identidades, que, aun siendo plurales, están abiertas y son inevitablemente ambiguas. Como decía el clásico republicano y anarquista español Pi y Margall, el federalismo significa unidad en la diversidad. Aquellos autores del siglo XIX, en contraste con Proudhon que desconfiaba de las grandes federaciones, siempre pensaron que la idea federal podía suturar a toda la humanidad, y por ello no dejaron de teorizar sobre cómo debían ser los futuros Estados Unidos de Europa. Seguro que no tenían en mente que esa gran federación se convirtiera con el paso del tiempo en un imperio como los Estados Unidos de América o, aún peor, en una enorme frontera pensada fundamentalmente para contener a los miserables del mundo.

Si entendemos la democracia en un sentido radical, como el poder –parafraseando a Jacques Rancière (2005)– del cualquiera, de quien no precisa de ningún título e identidad, de una determinada religión, raza, sexo, educación, etc., para participar en la esfera política, entonces está claro que las fronteras han sido siempre instituciones anti-democráticas. Y muy a menudo se han convertido en las barreras anti-democráticas que han favorecido el desarrollo de esas democracias parciales o limitadas que suponen los Estados liberales de Occidente. Para Balibar, la democracia más exigente, necesariamente internacionalista o transnacional, no es, sin embargo, un “mundo sin fronteras”, ya que, a su juicio, la ausencia de límites podría dar lugar a una dominación salvaje por parte de las potencias privadas que monopolizaran el capital, la información, el armamento, etc.

Las fronteras y los espectros

La película que nos sugiere estas reflexiones, la obra de Karabey, advierte sobre la necesidad de convertir las fronteras –para utilizar una palabra querida por un filósofo muy cinéfilo como Gilles Deleuze– en membranas, en órganos cuya función consiste en facilitar el tránsito entre el interior y el exterior, y no en muros, como el de Berlín o como el construido más recientemente por el Estado de Israel para protegerse del pueblo palestino. Todos sabemos que en tiempos de guerra –y de esto trata precisamente el film– las rayas fronterizas se convierten en muros.

La concepción de la frontera como una barrera que nos protege del peligro procedente del afuera, del Otro amenazador, subyace, desde luego, al muro levantado entre Israel y Palestina, pero en el fondo explica cada vez más la función actual de todas las fronteras del primer mundo. Dicha concepción me recuerda a una escena del Nosferatu (1922) de Murnau a la que también hace mención Balibar (2007, p. 92). En un momento del film el coche tirado por caballos en el que viaja el inglés rumbo al castillo de Nosferatu debe atravesar un puente, una frontera, y entonces aparece un inter-título con la siguiente leyenda: “En cuanto pasaron el puente los fantasmas vinieron hacia ellos”. No se olvide que el fantasma se caracteriza por no respetar las fronteras, por ser una de esas situaciones o estados intermedios, en este caso entre la muerte y la vida, a los que antes nos referíamos. Hoy muchos ciudadanos de los países ricos temen que se produzca el viaje inverso y que los fantasmas atraviesen el puente fronterizo. Los fantasmas contemporáneos son obviamente los inmigrantes ilegales representados en la película por el pintor de cafés, del cual más tarde nos enteraremos por la televisión que ha sido detenido junto a otros inmigrantes.

Decía el psicoanalista André Green que se puede ser ciudadano o apátrida, pero resulta muy difícil imaginar que alguien se identifique con una frontera 4“On peut être citoyen ou apatride, mais il est difficile d’imaginer qu’on est une frontière” (Green, A. (1990). La folie privée. Psychanalyse des cas-limites. Paris: Gallimard, p. 107; citado en Balibar, 1997, p. 383). Esta línea que nos constituye y nos proporciona una identidad suele pensarse como un lugar inhabitable e invisible. La vida en la frontera alude a una existencia en constante espera, en suspenso, como lo es, una vez más, la vida de los fantasmas. El film refleja perfectamente esta situación en las secuencias donde Ayça espera la autorización policial para traspasar la frontera iraní. En contra de la impresión de Green, lo cierto es que cada vez son más los individuos o grupos –pensemos en los refugiados del film de Ghobadi, en esos nuevos nómadas contemporáneos– que viven en el espacio inhabitable de la frontera y carecen de esa identidad unívoca proporcionada por el arraigo a una tierra. Por eso, las invisibles líneas fronterizas dejan de ser el borde y margen de las instituciones políticas y se transforman hoy en el objeto mismo de lo político.

Los espectros o fantasmas de nuestra época –insisto en ello– tienen mucho de nómadas. El nomadismo ha sido tradicionalmente un estado de espíritu que molesta mucho a las comunidades estatales (Balibar, 2007, p. 54), por cuanto ignorar las fronteras supone también afirmar la contingencia de los propios Estados. Ayça parece corresponderse con este tipo de espectros cuando manifiesta: “somos como gitanos: mientras estemos con nuestros seres queridos podemos vivir en cualquier lugar”. Si el pueblo nómada por excelencia se identifica con el gitano, la profesión que muy a menudo ha sido despreciada por su nomadismo es la de comediante, el oficio de los protagonistas del film de Karabey. Precisamente, el policía fronterizo iraní sospecha de Ayça porque ha viajado con su compañía de teatro hasta Alemania. Y aquí no puedo dejar de hacer referencia otra vez a un cineasta viajero y político como Angelopoulos, el autor de ese peregrinaje por la historia de Grecia, peregrinaje que tampoco conoce las fronteras temporales, que supone El viaje de los comediantes (1975).

Hay otro pueblo, el judío, emparentado con estos espectros. Antes de encerrarse en Israel, era conocido como el pueblo que sólo comparte la misma Ley, lo más universal, y que carece de lo más particular, la tierra propia. Del judío se ha odiado no tanto su identidad cuanto el carecer de ella o, más bien, el adaptarse a todos los Estados y comunidades políticas en las cuales ha vivido. El racismo anti-semita ha considerado especialmente peligroso la capacidad del judío para integrarse, para ocultar su identidad y hacerse pasar, como el Zelig (Zelig, 1983) de Allen, por otro. Desde este punto de vista, la peligrosidad del pueblo semita se debía principalmente a que cuestionaba el carácter natural o necesario de las identidades.

La película, al poner en escena diferentes lenguas y las dificultades que sufre Ayça para entenderse, también nos hace pensar en aquellos sujetos, los traductores, que cruzan continuamente la frontera que separa a las lenguas. Más allá de los inconvenientes acarreados por esta pluralidad de idiomas, la película contiene un hermoso elogio de esa forma de hospitalidad y mediación que es la traducción. El mismo Karabey, en las entrevistas concedidas con ocasión del estreno del film, suele poner como ejemplo de esta riqueza cultural a su padre, quien conocía perfectamente las cuatro lenguas, turco, kurdo, farsi y árabe, que necesita conocer quien quiera atravesar las fronteras que dividen a los kurdos.

He hablado de Nosferatu para referirme a aquellas personas, los modernos nómadas, rechazadas como una amenaza. Afortunadamente, para Karabey los espectros de su film son de muy distinto tipo. Están emparentados con los miserables que pululan en la novela de Victor Hugo. Hay una frase de la novela, localizable en uno de los capítulos dedicados a la lucha del pueblo en las barricadas y citada muy a menudo por el filósofo francés Jacques Rancière, que podríamos aplicar a estos sujetos fronterizos: “los demonios atacaban y los espectros resistían”. A esta modalidad de espectros o de sujetos flotantes que se niegan a ocupar el lugar asignado por las instituciones, y que por ello no son simples víctimas impotentes, pertenece el decidido y activo personaje de Ayça. Muy diferente es el planteamiento de las actuales películas norteamericanas sobre la guerra de Irak, donde el Otro, por lo menos en las más críticas, suele aparecer en el papel de simple víctima. La protagonista del film de Karabey se niega, por el contrario, a aceptar una nueva frontera, la que establece una radical separación entre los actores de la Historia con mayúscula y las víctimas, los sujetos pasivos que se limitan a sufrir los acontecimientos protagonizados por los otros. Ayça no acepta el papel asignado a una mujer turca, el de espectador pasivo que sufre sin poder hacer nada los efectos del conflicto, y emprende en tiempos de guerra, pese a la incomprensión de su director de teatro y de otros amigos, un viaje en dirección inversa, de Occidente a Oriente, que debe llevarle hasta su amado Hama Ali Khan. Quizá en este gesto de rebeldía, que no es el de la víctima, contra lo mandado por el orden institucional o policial se encuentre, como diría Rancière, la manifestación del más auténtico sujeto político.

El problema del realismo cinematográfico: Bazin y Rossellini

Abordaremos en los dos últimos apartados el realismo del film, asunto que no nos aleja de la cuestión de las fronteras. En sus entrevistas, Karabey suele comentar que no quiere definir la realidad de las cosas, sino plantear preguntas sobre esta realidad. Pues se trata sobre todo de interceptar lo real y buscar la sinceridad, que a veces brota –como nos muestra el film– del humor e incluso del silencio.

Quisiera detenerme en esta pretensión de no definir la realidad de las cosas, de no establecer claras fronteras. Esta voluntad de no imponer una determinada interpretación, de respetar la ambigüedad inherente al mundo exterior, entronca con la ontología baziniana del cinematógrafo que convierte a Flaherty y Rossellini en los paradigmas del buen cineasta. Bazin oponía al cine “manipulador” y “voluntarista” de Hollywood el “documental creativo” de Flaherty. En este director se podía apreciar la paradoja de que a veces resulta preciso disponer (manipular) los hechos para que éstos se revelen mejor, pero respetando siempre el espacio y el tiempo reales. Este requisito se cumple cuando el cineasta no se aleja del acontecimiento, cuando, en lugar de priorizar la intriga, se limita a estar presente y deja ser a las cosas. Por esta razón Bazin criticaba la secuencia de Nanook (1922) en la cual Flaherty utilizaba el montaje en campo/contracampo para dar la impresión de una pesca que no había tenido lugar. Todo lo contrario hace Antonio López en El sol del membrillo (Víctor Erice, 1992), un film sobre un pintor que actúa con la ética del buen cineasta. El cine moderno comparte a menudo una ética que, como han puesto de relieve desde Rivette y Godard hasta Serge Daney, rechaza por abyecto a todo un cine que manipula los acontecimientos y los afectos del espectador 5Sobre dicha ética del cine son fundamentales dos artículos: uno de Jacques Rivette, De l’abyection (Kapo de Gillo Pontecorvo); y la original relectura de este artículo que Serge Daney realiza en 1992: Le travelling de Kapo (ver bibliografía).

Bazin sostenía que, en los films clásicos de Hollywood, las imágenes surgían de la manipulación calculada y no del flujo natural de la vida. Los hechos reflejados por las imágenes eran fragmentados en escenas y ligados irreversiblemente a un relato, de manera que ya no tenían una existencia independiente y sólo podían ser pensados como objetos manufacturados. El crítico francés quería decir que en el cine clásico no se presentaban las imágenes en sí mismas, autónomas, sino encadenadas a una ficción, a la narración. En su opinión se podía comparar la realización de un film clásico con la construcción de una vivienda, ya que las imágenes de este cine se asemejaban a las piedras de una casa que sólo se perciben integradas en el edificio: la estructura de la construcción, la forma a priori, absorbe completamente la materia, las piedras. En cambio, en las películas neorrealistas, las mismas ficciones favorecían el surgimiento de imágenes independientes, libres y dotadas de valor por sí mismas. A esta liberación contribuían una historia y una poética que otorgaban a los hechos un sentido y una utilidad provisional, que nos hacían percibir –dicho en términos que nos recuerdan a Merleau-Ponty– la ambigüedad de la realidad.

Bazin elogiaba precisamente a Rossellini porque sus films ofrecían una “descripción global” de las situaciones y respetaban de este modo la ambivalencia de las cosas. El director neorrealista asumía una postura fenomenológica que le llevaba a filtrar –la única manipulación permitida– el ruido del mundo para oír mejor su mensaje y líneas de fuerza. “El universo rosselliniano –escribía Bazin– es un universo de actos puros, insignificantes en sí mismos”6Citado en D. Andrew, André Bazin (ver bibliografía) (Andrew, 1983, p. 122). Desde este enfoque, Rossellini permitía acceder a un cosmos donde se da una infinidad de virtualidades o potencialidades, donde resultaba posible establecer infinitas analogías, metáforas y correspondencias.

Identidades e imágenes ambiguas

Quizá hoy pueda parecer algo exagerada la opinión de Bazin sobre las películas neorrealistas. Creo, en cualquier caso, que esto se puede decir mejor del film de Karabey y de otros similares como los de Abbas Kiarostami, y en especial de esa road movie que es Y la vida continúa (1991), la película que tanto ha fascinado al filósofo Jean-Luc Nancy. Cuando el director turco-kurdo habla de interceptar la realidad se refiere a la necesidad de abrirse a los azares de la vida, de abandonar por momentos la trama principal para dejar correr la vida en lo que tiene de indiferente con respecto al punto de vista que inevitablemente impone el cineasta. Y así sucede cuando Ayça se baja del autobús y comparte la celebración de una boda, o cuando el taxista se para en un pueblo para visitar una tumba. El cineasta rompe de esta manera la jerarquía, las reglas clásicas, que discriminan entre lo importante y lo accesorio, y nos enseña la principal lección –por supuesto, contraria al establecimiento de fronteras– que ofrece el cine: la igualdad de todas las cosas 7Nadie mejor que Bresson ha sabido expresar esta verdad en un sencillo aforismo: “Igualdad de todas las cosas. Cézanne pintaba con el mismo ojo y con la misma alma un frutero, su hijo, la montaña de Sainte-Victoire” (1997, p. 101).

La fábula –el argumento– de esta película, la estructura de la intriga que versa sobre identidades ambiguas, encuentra un eco perfecto en ese borrado de fronteras entre documental y ficción que Karabey impone cuando muestra a personas que se interpretan a sí mismas, cuando introduce imágenes de noticiarios o se detiene en la filmación de hombres y paisajes sin que ello haga avanzar la trama. Las buenas películas se caracterizan por esta reduplicación estética o, en todo caso, porque el director sabe filmar y ensamblar las imágenes de la mejor manera para que podamos comprender la realidad que quiere contar. Este era el caso de Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) para Bazin, quien sostenía que la compleja estructura de la intriga, compuesta por una amalgama de contradictorios puntos de vista, resultaba idéntica a un montaje basado en una profundidad de campo generadora de incertidumbre y ambigüedad. Esta reduplicación estética se da también en la Shoah (1985) de Claude Lanzmann, quien representa el exterminio de la mejor manera para comprender en qué consistió: filmando el borrado de las huellas, reproduciendo imágenes que muestran el silencio actual de los lugares de exterminio, y registrando las palabras de los testigos e historiadores que reconstruyen ante la cámara la lógica de la aniquilación y su ocultamiento. Y, por supuesto, esta reduplicación se da en My Marlon and Brando cuando se traspasa constantemente la frontera que separa ficción y documental, la historia con minúscula protagonizada por los enamorados y la Historia con mayúscula relativa a la guerra de Irak 8Se podría alegar que esto ya se encuentra en la novela realista, como en los galdosianos Episodios nacionales, y, evidentemente, nadie podría negarlo. María Zambrano se expresa en este sentido cuando ensalza los Episodios porque nos muestran la Historia “entretejida” con lo cotidiano y anónimo. Galdós, añade la filósofa, “nos da la vida del español anónimo, el mundo de lo doméstico en su calidad de cimiento de lo histórico, de sujeto real de la historia” (1986, p. 121). O cuando se cruza la línea divisoria establecida entre la interpretación teatral y la naturalista, las imágenes cinematográficas y las imágenes filmadas en video y emitidas por televisión, etc.

Para terminar quisiera hacer referencia a otra película que guarda con la nuestra una inesperada relación: Alemania, nueve cero de Jean-Luc Godard, film realizado en 1991, poco después de la caída del muro de Berlín a finales de 1989, de la caída, en realidad, de esa gran frontera que dividió Europa después de la II Guerra Mundial. En el film de Godard se cita una frase que, a pesar de su sencillez y casi obviedad, no puede ser más cierta y bien podría servir de comentario final a My Marlon and Brando. Esta frase, aparte de suponer un nuevo “elogio del amor”, hace referencia a que la afirmación solipsista y totalitaria de identidades fuertes e impenetrables, siempre contrarias a los estados intermedios, al entre-dos del fantasma, choca con las aspiraciones y deseos más profundos de los seres humanos: “le rêve de l’État est d’être seul, alors que le rêve des individus est d’être deux” (1998, p. 78).

Bibliografía

Andrew, D. (1983). André Bazin. Paris: De l’Étoile.

Balibar, É. (1997). La crainte des masses. Paris: Galilée.

Balibar, É. (2007). Très loin et tout près. Paris: Bayard.

Bresson, R. (1997). Notas sobre el cinematógrafo. Madrid: Árdora.

Daney, S. (1992). Le travelling de Kapo. Trafic, (4).

Devictor, A. (2008). Fictions sous influence durant le conflit Iran-Irak. Cahiers du cinéma, (638).

Godard, J. L.(1998). Allemagne neuf zéro. Paris: P.O.L.

Rancière, J. (2005). La haine de la démocratie. Paris: La Fabrique.

Rivette, J. (1961). De l’abyection (Kapo de Gillo Pontecorvo). Cahiers du cinéma, (120).

Zambrano, M. (1986). Misericordia. En Senderos. Barcelona: Anthropos.

 

 
Como citar:
Rivera, A. (2009). Fronteras y espectros en un mundo global, laFuga, 10. [Fecha de consulta: 2024-12-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/fronteras-y-espectros-en-un-mundo-global/380