La primera particularidad de un libro como Héctor Ríos: historia y estética está tanto en el objeto de estudio como en el propio título –más desde la estética que desde la historia, como ya veremos—. La propuesta tiene, sobre todo en los últimos capítulos, un tono de rescate de una obra desconocida. Ríos, sin embargo, es una de las figuras fundamentales y más reconocidas dentro del cine nacional. ¿Por qué, entonces, el intento de aproximarse a la totalidad de la obra de “uno de los autores más importantes del cine chileno” (Horta, Ortega y Román, p. 30) tiene algo de proeza contraintuitiva?
En primer lugar, y como obstáculo más evidente, dedicar una obra a la labor fotográfica de un realizador no es de lo más común. Realizando un repaso rápido a los libros dedicados a la obra de directores de fotografía, veremos que no se trata de uno de los estudios más habituales. Si bien se puede argumentar que Días de una cámara de Néstor Almendros o Writing with Light de Vittorio Storaro son clásicos de los estudios de cine, estos se acercan más al manual técnico que al recorrido estético. A pesar de la existencia de obras como Gabriel Figueroa de Luna Cornea, en Latinoamérica también las obras más importantes corresponden a manuales escritos por los propios directores de fotografía, como es el caso de Exponer una historia del argentino Ricardo Arronovich. A este listado habría que sumar, por supuesto, Técnica fotográfica en el cine: nociones teóricas de fotometría, fotoquímica, sensimetría, color (1979), manual publicado por el propio Ríos en Venezuela y analizado en la investigación por Horta, Ortega y Román. Saliendo del formato del manual, resulta más difícil encontrar estudios de estas características dedicados a la figura de un director de fotografía.
La respuesta más obvia respecto a la falta de bibliografía del trabajo lumínico en el cine se concentra en la influencia de la política de los autores como concepto central de los estudios de figuras cinematográficas individuales. La política de los autores, normalmente atribuida al trabajo crítico de Cahiers du Cinéma a mediados del siglo XX, tiene una larga historia de negaciones de la frase –tan repetida en las escuelas de cine— de que el cine es un “arte colectivo”. Como afirma Nino Frank ya en 1947: “Pero ya no veo el concepto de equipo. Habría que decir: “el cine, arte de uno, producto de equipo” (“Bucephale Bicephale (Notes sur l’exercise de la critique cinématographique), Revue du cinéma n8, otoño de 1947, p.57). O Godard, en el célebre Bergmanonarama: “No es la obra de un equipo. Siempre se está solo, tanto en el set como ante la página en blanco” (“Bergmanorama”, Cahiers du Cinema 85, julio de 1958, p2) 1Ambas citas están rescatadas de Caligrafía de la imagen: de la política de los autores al cine de autor de David Oubiña (2022). La monumental obra de Oubiña realiza un recorrido extenso de la evolución de las primeras nocios de “política de autor” al “autorismo” y las tendencias de estudio vinculadas a Andrew Sarris. Esta extendida escuela de pensamiento provoca, entre muchas otras cosas, que el abordaje del trabajo de un “técnico” parezca una empresa extraña. Esta falta aplica también, y quizás de manera más pronunciada, al estudio de otras figuras dedicadas al montaje o la dirección de arte.
Si un director de fotografía está, en teoría, siempre subordinado a la mente creadora del director, ¿cómo es posible tratar de unificar sus aportes estéticos? En el buceo profundo en la obra de casi cualquier director de fotografía es fácil notar “inconsistencias” o contradicciones a una posible unidad estética. Probablemente pocos reconozcan con facilidad el trabajo de Vittorio Storaro en Captain EO (Francis Ford Coppola, 1986) o el de Michael Ballhaus en Uptown Girls (Boaz Yakin, 2003). Considerando esto, uno de los desafíos más evidentes de Héctor Ríos: historia y estética está en tratar de definir una posible estética de Ríos a través del tiempo, sobre todo considerando el largo proceso de exilio venezolano y su cine de regreso a Chile. La obra de Horta, Ortega y Román dialoga con otras obras sobre figuras latinoamericanas que deben encargarse del exilio como una interrupción estética, al mismo tiempo que se considera una posible línea de continuidades en el nuevo contexto forzado.
Los primeros capítulos del libro toman esta tensión de dos maneras. A ratos, pareciera que los autores tratan de inscribir a Ríos en una línea de pensamiento autoral. No solo se lo nombra como uno de los “autores más importantes”, como en la cita ya mencionada, sino que se busca siempre una serie de estilemas y repeticiones estéticas alrededor de toda su obra, una continuidad que supera las instrucciones del cineasta de turno. Con esto no quiero sugerir que el libro ignore las particularidades de cada cineasta con quien trabajó Ríos –el texto hace un detallado trabajo de contextualización de cada obra—, pero si pareciera existir una voluntad de poder afirmar el trabajo cinematográfico en un nivel de autonomía y posible desarrollo estilístico que no esté necesariamente subordinado a las órdenes de dirección.
Por otro lado, el libro acentúa la condición colectiva del nuevo cine chileno durante la época en la que trabajó Ríos antes de su exilio. A propósito del trabajo en Testimonio (Pedro Chaskel, 1969), los autores afirman esta cualidad colectiva como una clave de la obra de Ríos: “En segundo lugar, el constante trabajo en equipo, que posibilita una administración de roles clara pero colaborativa, en vías de desarrollar una cinematografía social que rompe con la figura autoral para, a cambio, situarse como impulsores de la transformación social” (p. 126). Esta tensión entre la colectividad política del cine de los sesenta y la afirmación de Ríos como un autor permanece durante buena parte del texto. Por una parte, Héctor Ríos: historia y estética consigue estudiar la unidad de la obra estética de Ríos por fuera de la centralidad del director. Por otro, la aproximación a la obra de Ríos sigue el prisma de la política de los autores y estudia su trabajo bajo estas coordenadas de continuidad y evolución, más que de ruptura o contradicción.
Estos primeros capítulos sirven para contextualizar la obra de Ríos y darle un marco estético e ideológico durante su primer período chileno. Los autores repasan pertinentemente los elementos que permitieron una politización activa del cine chileno de los 60, incluyendo comparaciones con artistas fuera del cine, como el fotógrafo Patricio Guzmán o los escritores Armando Méndez Carrasco y Alfredo Gómez Morel 2Esta línea de apertura es poco común y todavía se encuentra pendiente en buena parte de los estudios del nuevo cine chileno. Chicago chico (Méndez Carrasco, 1962) o El río (Gómez Morel, 1962) son obras que tienen conexiones todavía no del todo exploradas con el cine chileno desarrollado durante la década. El énfasis que ponen los autores en la figura de Luis Cornejo sugiere un diálogo activo entre literatura y cine durante la época.
Sin embargo, el capítulo venezolano es, a mí parecer, el resultado más interesante y novedoso de la investigación. A diferencia del contexto chileno, el exilio venezolano de Ríos no solo es poco conocido dentro del país, sino que podríamos extender este desconocimiento general hacia la filmografía venezolana en general en nuestro país, a pesar de que las conexiones de nuestro cine con el exilio venezolano no son pocas 3La más conocida es probablemente Queridos compañeros (Pablo de la Barra, 1977). La propuesta de Horta, Ortega y Román toma una decisión muy acertada al incluir siempre los vacíos de investigación del libro. Buena parte de la obra analizada en la que participa Ríos durante su exilio directamente se encuentra –hasta el momento— imposible de ver, o bien se encuentra en condiciones paupérrimas. A diferencia de tantas investigaciones que omiten los segmentos inaccesibles, los autores asumen que ante la historia del cine venezolano (y de buena parte del cine latinoamericano) resulta necesario trabajar con copias precarias, relatos o películas que sobreviven apenas en fragmentos.
Sin ser un objetivo central del libro, los capítulos venezolanos de la obra de Ríos revelan un problema de metodología material desde nuestro continente. Lo interesante es que esto no se da en un contexto difícil para el cine venezolano. Al contrario, el exilio de Ríos tiene una paradoja que el libro detalla por su excepcionalidad: Ríos no solo consigue trabajo rápidamente, sino que se integra en uno de los momentos álgidos de la cinematografía del país de llegada. Hasta cierto punto, Ríos pasa de el nuevo cine chileno a el nuevo cine venezolano en contextos difícilmente homologables, pero que comparten no solo el epíteto de lo “nuevo”, sino también representar uno de los momentos más interesantes de la historia de ambos cines nacionales, respectivamente. Como afirman algunos de los cineastas entrevistados, Ríos tuvo la “fortuna” de poder trabajar en el momento más fascinante y activo del cine venezolano.
Así, entre contactos con los cineastas que trabajaron con Ríos, pirateos de VHS o DVD varios, los autores asumen la difícil tarea de tratar de reconstruir una filmografía en un contexto en que la falta de archivo es la norma: “Por otra parte, el representante de la Asociación Nacional de Autores Cinematográficos, Rafael Straga, citado por Sánchez, señala que “no se sabe dónde reposan los negativos. La mayoría del cine venezolano de los años setenta que se encuentra en la calle son copias piratas que sacaron de los VHS que se distribuyeron hace más de veinte años” (p. 164). A pesar de esta evidente desventaja, Héctor Ríos: historia y estética logra sortear el problema explicitando siempre el archivo al que los autores pudieron acceder, incluso cuando se trataba de una versión parcial, en calidad cuestionable, o directamente inaccesible.
Este segmento no solo es el más interesante del libro, sino también plantea una diferencia en el estudio de una figura como Ríos en el contexto del exilio 4Investigaciones tan completas en torno al cine de exilio como las de Zuzana Pick han ignorado este aspecto . A diferencia de otros cineastas en exilio, que en muchos casos siguen denunciando o aludiendo a su condición de exiliados, el caso de Ríos es el de un cineasta que se adapta rápidamente al país de llegada 5En la película En Venezuela es la cosa (Giancarlo Carrer, 1978), aparecen imágenes de una manifestación en la que aparecen rostros de desaparecidos durante la dictadura chilena. Los autores afirman que “Esta es quizás la única referencia en una película filmada por Ríos en Venezuela que muestre la situación política de los exiliados chilenos” (p. 241). . En tanto director de fotografía, Ríos no solo se adapta a los proyectos que le llegan en exilio, sino que trabaja profundamente con la cultura e idiosincrasia venezolanas. Desde la música y los rituales folclóricos hasta las particularidades de la desigualdad económica venezolana –similar pero no idéntica a la chilena—, la variada obra de Ríos en Venezuela sugiere una línea poco explorada dentro de los estudios de cine en exilio. En otras palabras, si corriéramos la centralidad de la figura autoral, ¿cuántos casos más encontraríamos de una integración de este tipo? Es aquí dónde un estudio como Héctor Ríos historia y estética también abre líneas futuras.
El estudio concluye, como podría esperarse, con el regreso de Ríos y la nueva adaptación a la realidad chilena. Este regreso es analizado, justamente, desde la implicancia emocional de la vuelta del exilio, pero también desde el desarrollo fotográfico que tuvo Ríos en su experiencia venezolana. Se analizan obras tan disímiles como La frontera (Ricardo Larraín, 1991), A TV Dante (Raúl Ruiz, 1991) y El hombre que imaginaba (Claudio Sapiaín, 1998). Si bien el análisis de cada obra es detallado y tiende puentes provechosos con la obra anterior de Ríos, llama la atención que el trabajo de contextualización aminora, como si la exploración del estilo tardío de Ríos se impusiera ante el contexto chileno. Más que un reproche al texto, me parece un signo de cómo la transición y el cine realizado durante el período de la Concertación todavía necesita de un examen político más detallado. Aún así, la proeza de enlazar los tres períodos de Ríos en una obra coherente es una de las victorias claras del texto.
Oyarzún, H. (2024). Héctor Ríos: Historia y estética, laFuga, 28. [Fecha de consulta: 2025-02-19] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/hector-rios-historia-y-estetica/1241