I
Probablemente definir a una escritura, una imagen, un cine, una estética política, etc., como “glauberiana” es caer en la tentación de reconocer en la obra del cineasta y crítico cultural brasileño Glauber Rocha (1938-1981) todo un sistema de postulados, coordenadas epistemológicas y ejes de intervención artística que gozan de cierta sistematización y coherencia entre sí. Pero ya la palabra “sistema” es “antiglauberiana”, como también la idea de un cuerpo donde todos sus elementos forman una unidad compacta, factible de repetirse en el tiempo, sellada al vacío, sin posibilidad de fisuras y reconversiones. Siguiendo esto, podemos incluso preguntarnos si se puede hablar también de una poética glauberiana. Seguramente sí, aunque no sin engaños y severos autoengaños. Poética –por lo menos en su sentido aristotélico, y tradicional, y definiéndola de manera sumamente escueta– expresa un sistema de conceptos y principios elaborados para categorizar, describir y reflexionar diversas formas de enunciación, creación e intervención artístico cultural. Que con el correr de siglos y décadas se hayan erigido poéticas particulares para así cavilar creaciones también particulares, es algo que a estas alturas resulta difícil negar. A su vez, darles sentido a esas poéticas singulares fue una tarea titánica, no exenta de alto y bajos, de errores y aciertos, debido a que el gran desafío en muchos casos no era otro que desarticular el sentido original y etimológico de la palabra “poética”. Es decir, son poéticas que no buscan encadenar leyes y ordenes de comprensión inmutables, sino poner en cuestión justamente esos presupuestos aristotélicos en los marcos de una originalidad artística que también puede ser “poética”. Pero pensamos que, aun así, resulta problemático hablar de una poética glauberiana por el simple hecho de que en la obra de Glauber no hay sistematización alguna de leyes propias desde las cuales direccionar un análisis de su trabajo, de su cine y de su significativa escritura. Lo que hay, en cambio, son postulados breves, enrevesados, que mutan y se contradicen, que trascienden y se reformulan en saltos y sobresaltos que poco y nada tienen que decir acerca de una poética medianamente definida. Mucho se ha dicho acerca de que leer “Eztétyka” en vez de “estética”, o Y, K, y Z escritas a mano sobre expresiones donde va I, C y S, responde a una extraña voluntad de Glauber por impregnarle a las palabras una especie de violencia gramatical. De acuerdo con esto, hay dos cuestiones que se abren a partir de este ejercicio: volver irreconocible a las palabras y activar una sintaxis entrecortada que navega por sobre y en contra de los límites impuestos por la “conciencia” como parapeto epistemológico de una razón colonizadora. Volver irreconocible la escritura y la imagen es, por lo mismo, inventar una escritura y una imagen.
Por ello, la presencia de una Y, K, y Z en espacios que usualmente no habitan, es la marca de una eztétyka –y no de una “estética”, tampoco de una poética– que se puede definir particularmente como “glauberiana”. Eztétyka es una estética política, o, si se quiere, una estética que se encuentra lejos de una teoría subjetiva sobre la vivencia sensible de lo bello, sino una estrategia que intenta inquietar y fracturar el orden colonial de lo real. Hablamos igualmente de estética en la imagen de Glauber porque sin duda ella se encuentra sumergida en el orden de lo que comúnmente se llama “estética cinematográfica”. Y es, al mismo tiempo, una “eztétyka” cuando devora y desorganiza las propias estabilizaciones narrativas y sensibles de dicha “estética cinematográfica”. Utilizamos, a su vez, el epíteto de “glauberiano/a” de manera estratégica y en la forma de una adjetivación que refleja un síntoma de hastío cultural que es transversal en la obra –decimos de aquí en adelante– glauberiana. “Glauberiano/a”, por lo mismo, no instala una especie de autocomprensión endogámica y soberana de un pensamiento bajo el peligroso telón de la verdad unívoca: simplemente da cuenta del despliegue de una práctica creadora muy específica que intenta disolver los límites impuestos por una “conciencia” que aparece como el núcleo regulador de toda práctica política y cultural. Para Glauber, hay que sacrificar a la “conciencia” y darle paso al sueño, y, asimismo, exorcizar la parálisis colonial del sujeto colonizado para abrirle terreno a la histeria violenta de su hambre. En ese trayecto, él dibuja una “kosmogonía” de simbiosis, mutaciones, mestizajes, y alteraciones polimorfas donde la experiencia colonial es una potencia sensible; el quid de la crítica; el horizonte que le da sentido a las alteraciones y las contaminaciones sufridas por la imagen cinematográfica y su diégesis.
II
El hambre glauberiana es un impulso violento. Es la característica medular y anímica de un sujeto que no encuentra hogar en los confinamientos culturales e identitarios de una modernidad genocida. Donde Glauber más cimienta esto es en su ensayo de 1965 titulado Eztétyka del hambre, aunque es importante notar que los nudos principales esta primera eztétyka tienen dos fundamentaciones previas: su primer largometraje Barravento (1961) y el papel del cinema novo en la configuración de un antecedente visual del “hambre latina”. Son dos momentos que unidos operan como el prólogo necesario de una afirmación sobre la que gira toda la retórica descolonizadora de su obra: “El hambre latina (…) no es solamente un síntoma alarmante: es el nervio de su propia sociedad” (Rocha, 2011, p. 33). Las palabras, bien sabemos, no son neutrales. Son síntomas que arropan y reverberan los caminos que recorren sus sentidos históricos y culturales. En consecuencia, “nervio” acá es la señal de algo más que ser simplemente parte una retórica metafóricamente envolvente desde la cual entender la profundidad abyecta que Glauber le asigna al hambre. “Nervio” configura el impulso sensorial y la sinapsis vibrante de un cuerpo que abiertamente toma lugar en los diversos pliegues de la imagen tanto escrita como visual. El hambre ritualiza una repuesta política donde la experiencia fenomenológica del cuerpo hambriento se convierte en un observatorio privilegiado de las infaustas consecuencias de los discursos civilizatorios dentro del entonces llamado Tercer Mundo. Discursos que racionalizan cuerpos y que intentan cauterizar violentamente esa herida abierta en sus estómagos, la cual para Glauber no es otra cosa que el germen de una epifanía trágica y transformadora del dolor, ya que, siguiendo a Theodor Adorno, es solamente por medio del dolor “que podemos pensar, sentir y experimentar la utopía como seres condicionados” (2013, p. 267).
Esto último es lo que en la película Barravento (1962) intenta poner en marcha el personaje de Firmino cuando retorna a la aldea de pescadores en que nació. El rendimiento cinematográfico del hambre en esta obra tiene que ver con su argumento más que con su esfuerzo estético. La figura histórica y cultural del negro en esta obra no solo se entrelaza en un cuerpo que se rebela ante una humanidad donde el hambre se ha vuelto una costumbre, sino también se encripta en una imagen en la cual el dolor queda despojado de su marca peyorativa para convertirse en lo único que puede neutralizar el estereotipo colonial y ontológico del “buen salvaje”. Aquí, sin duda, resuenan las declaraciones de Glauber en una carta que le envía a su colega Carlos Diegues en 1981: “cinematográficamente somos hermanos de sangre del negro por causa de Barravento (…) un negro para ti es un poeta, para mí es un guerrero (…) también estamos unidos (con) él por la sangre mestiza” (1997, p. 689). Dicha familiaridad con el negro revela una radiografía sobre las hibridaciones de la diáspora africana en Brasil que, leída en retrospectiva, se conecta críticamente con lo que en su momento Gilberto Freyre denominó “luso-tropicalismo”. En este sentido, Glauber en Barravento retoma ese ethos luso-tropical brasileño pensado por Freyre, lo reevalúa y finalmente los desarma, logrando desnudar que en los cruces culturales y religiosos siguen persistiendo relaciones políticas de poder y dominación instaladas desde la colonia.
Resulta, entonces, iluso hablar de una mixtura cultural si se desconoce el dolor del hambre e inocente decir que las relaciones de poder del colonialismo no persisten más allá de la finalización político formal de la dominación europea occidental en las Américas. “América Latina continúa como colonia y lo que diferencia al colonialismo de ayer del actual es tan sólo la forma más perfeccionada del colonizador”, se lee en Eztétyka del hambre (2011, p. 31). Frente a esto, la estrategia de Glauber es radical: si el hambre colonial tiñe el presente, hay que crear un cine hambriento y doloroso: un arma semiótica capaz de exaltar coléricamente el dolor instituido por el hambre, es decir, elevar el cuerpo hambriento a un estado trágico que se vuelva políticamente intolerable y a la vez mágico, bárbaro y liberador. “(N)o podemos tener héroes positivos y definidos, no podemos adoptar palabras de belleza, palabras ideales. Tenemos que afrontar nuestra realidad con profundo dolor, como un estudio del dolor.” (Rocha, en Avellar, 2002, p. 138).
Por esto que en Eztétyka del hambre, desde diferentes ángulos, Glauber transforma al hambre en una marca brutal e infame que se ha convertido en parte del metabolismo cultural y existencial del cuerpo colonizado. Un estado que no puede traicionar, por más que se quiera, su propia causa, la cual no es otra que devorar antropofágicamente el lenguaje del amo (como Caliban) para, en algún momento, maldecirlo e iniciar así una renovación contaminada y mestiza de las formas estéticas latinoamericanas. “(N)uestra originalidad es nuestro hambre y nuestra mayor miseria es que este hambre, pese a ser sentido, no sea comprendido” (Rocha, 2011, p. 31). Leída desde esta perspectiva, la intensidad del hambre dentro del cine glauberiano hay que entenderla no a la manera de una simple ilustración de la anemia estomacal del colonizado latinoamericano. Si hay algo que expresa la antropofagia de Glauber –en sus ecos más modernistas– es que el hambre es una fibra co-extensiva de la articulación estética y política de la imagen fílmica. Aunque a lo largo de diversos estudios acerca de la obra que acá nos ocupa (Xavier, 1983; Bentes, 1997; Stam, 2001) se ha mirado a Eztétyka del hambre como un trabajo que nace a la luz de las complejidades y demandas político culturales latinoamericanas de la década de los sesenta, nuestra propuesta, por ahora, es revisarla en su densidad conceptual, remarcado los múltiples pliegues teóricos epistemológicos que de ahí se desprenden para pensar determinadas evoluciones y transformaciones en el orden de la imagen fílmica de Glauber, como también sus impactos dentro de la cultura latinoamericana y su orquestación de lo que, simulando la grafía glauberiana, hemos denominado a la manera de una Kosmogonía de la contaminación. Etimológicamente “kosmogonía” la entendemos en el sentido que la asigna Alejo Carpentier (1981) a las “cosmogonías americanas”. Una suerte de articulación de “otros idiomas” y “otros juegos lingüísticos” caracterizados por romper la tutela metropolitana del lenguaje, sus formas y sentidos, avanzando así hacia una simbiosis barroca y “contaminada” de las figuraciones estéticas.
Por su parte, la “contaminación” se revela desde un vis a vis entre la imagen y la guerra colonial, donde la primera tiene su condición de posibilidad tan solo si se funde orgánicamente en un acto deglución similar a un rito caníbal o, mejor dicho, calibánico. Comer no es solamente sobrevivir, también es asimilar un imaginario y después vomitar lo que no resulta útil. La imagen del cine de Glauber, por ende, defrauda las pretensiones de pureza y homogeneidad, ya que avanza ranqueante hacia una celebración de la contaminación y la deglución crítica de las formas estéticas occidentales que, inclusive cómplices de una mirada donde devorar remite a lo intolerable y lo exóticamente extraño, son desautorizadas e infringidas cuando se cohesionan en una economía discursiva original –en una Eztétyka del hambre– guiada por aquello que elocuentemente Silviano Santiago define como una dialéctica enrarecida que señala el camino hacia “una asimilación inquieta e insubordinada” (2002, p. 71). El núcleo central de esta imagen, en consecuencia, es el de una semiosis que cabalga hacia la desarticulación violenta del régimen de representación binario, colonial y moderno gracias a que configura una metamorfosis lírica y disruptiva de las formas, las identidades y las figuras porque, entiéndase bien, el hambre que la compone no es producto, consecuencia y resultado, sino originalidad, potencia y camino hacia una reconversión que es estética y a la vez política. Se trata de elaborar una imagen nacida de la flagelación colonial en un espacio sitiado por lo que Glauber en su novela Riverão Sussuarana define a la manera de una Tragedya Kolonyal. Imagen que adviene bajo la forma de “un discurso barroco contradictorio (…) una dialéctica antropofágica de un cuerpo brazylensys en particular” (1978, p. 280).
III
Tal vez a partir de lo anterior, se entienda mejor porqué la decadencia espiritual y material de la pareja de campesinos de su película Deus e o Diabo na Terra do Sol (1964) no es un decorado que afirma una exhibición romántica del despojamiento del trabajador del fruto de su trabajo, o porqué, asimismo, la lectura histórica de su extenso documental História do Brasil (1973) no es la de una épica anticolonial del “ser” latinoamericano. Ambas cuestiones, son prueba no solo del vínculo orgánico entre hambre e imagen que ya hemos argumentado, sino también de un ejercicio fílmico que gira sobre un eje estético asediado por la intercalación de otros ritmos históricos, otras estructuras narrativas y otras actitudes hacia la diferencia colonial y sus cuerpos. Detengámonos con más detalle en História do Brasil.
Ya en la segunda mitad de la década de los sesenta Glauber, con su primera eztétyka y con los largometrajes Terra em Trance (1967) y O Dragão da Maldade Contra o Santo Guerreiro (Antonio das Mortes) (1969), da curso a un proyecto fílmico que se distancia diametralmente del romanticismo antiimperialista que abunda en los cines políticos de Latinoamérica. Posiblemente el momento más álgido de esa enemistad –que era estética más que política, pero finalmente estético política– son sus polémicas con el cine liberación de los argentinos Fernando Solanas y Octavio Getino. El paradigma de Solanas y Getino en La hora de los hornos (1968) no era otro que el una metaidentidad que tramitaba un nosotros latinoamericano, el cual, a su vez, caminaba de la mano de una figuración del pueblo cautiva del modelo representacional occidental y configurada estéticamente bajo términos monolíticos, homogeneizantes y sustancialistas. Frente a esto, Glauber entiende el peligro de dejarse llevar por la tentación de “hacer cosas simples para un pueblo simple” ya que por más antagónico que ese ejercicio sea finalmente clausura de forma instrumental y a priori no solo la amalgama cultural heterogénea y compleja que habita en “lo propio”, sino también que el cineasta y el intelectual, al igual que los cinemanovistas, “aprenden en cuanto hacen”. La imagen del hambre que se ve en las películas de Glauber es, en consecuencia, una mezcla entre dirección consciente y espontaneidad. Por eso que en un contexto donde el principio político afirmativo y telúrico de un ethos latinoamericano contralaba al cine, la imagen y la estética, resulta trasgresor cuando Glauber señala que “el pueblo no es simple. Enfermo, hambriento y analfabeto, el pueblo es complejo” y que su cine es “técnicamente imperfecto, dramáticamente disonante, poéticamente insumiso (…), violento y triste, mucho más triste que violento, como el carnaval que es mucho más triste que alegre” (2011, p. 93).
Es en el marco de esto que História do Brasil se puede leer como un filme-ensayo en el que la concatenación de imágenes diseminadas y compuestas de diversos dispositivos (noticieros; documentales; pinturas; películas del cine brasileño; las propias películas de Glauber; las películas de sus pares cinemanovistas; etc.) es puesta al servicio de una improvisación que muestra la Historia, al mismo tiempo que la lee a contrapelo de la lógica oficial occidental. Los resultados de este documental, fundamentalmente su poco éxito en términos de audiencia y recepción política, y su aún escaza relevancia dentro de los estudios sobre la filmografía de Glauber, son consecuencias de un proceso de creación marcado por la indecisión, la improvisación y la escaza planificación –que asimismo pareciera ser reflejo de los conflictos internos del propio Glauber en el marco de su exilio voluntario–. El documental comienza durante su estancia en La Habana, Cuba, a principio de los 70. Ahí, se conciertan algunas proyecciones privadas en paralelo a su construcción junto a Marcos Medeiros, siendo finalmente montado en Italia después de que Glauber abandona la isla supuestamente por problemas con drogas. Sobre la confirmación esto último, es poco lo que se sabe e incluso las cartas con su amigo Alfredo Guevara, fundador del ICAIC, nada dicen. Glauber, bien muestra Guevara, siempre tuvo deseos de ir a Cuba después de la Revolución de 1959 y de manera sostenida tenía profundos acuerdos con el curso del proceso socialista. Sin embargo, sus lecturas y reflexiones nunca fueron desde el lugar de la militancia partidaria y desde un marxismo-leninismo ortodoxo. Su idea de una revolución en el Tercer Mundo siempre estuvo cruzada por una lectura donde las metamorfosis políticas, más aún en las naciones poscoloniales, debían sostenerse en severas transformaciones dentro del orden de la cultura, en las cuales el intelectual, el cineasta y el artista revolucionario, más que idear un compromiso en términos sartreanos, debía involucrase de lleno en dichas transformaciones y, por sobre todo, fundirse en las contradicciones mismas de la cultura latinoamericana; en un contacto profundo con el alfabeto brutal de las subalternidades periféricas. Por lo mismo, la técnica, el montaje, la configuración de la imagen fílmica y sus asincronías debían convertirse en campos de experimentación libres de toda tutela política que frenase la imaginación, la invención y la creación de nuevas y brutales formas estéticas, porque la política revolucionaria radica precisamente ahí: contradecir, imaginar y desencadenar conflictos anticoloniales donde parece no haberlos.
La técnica del re-montaje presente en História do Brasil, ausente, por lo demás, en sus anteriores documentales como Amazonas, Amazonas (1965) y 1968 (1968), hay que entenderla en relación a ese campo de experimentación e invención brutal que es el cine para Glauber. Técnica, además, que tiene su puntapié inicial a partir de su contacto con los cineastas cubanos. El re-montaje, recordemos, es un ejercicio que habita de manera sustanciosa en el documental político de Cuba de las décadas de los sesenta y setenta. Los trabajos de Santiago Álvarez y Sara Gómez son posiblemente dos ejemplos paradigmáticos de cómo re-montar, re-dibujar y re-componer montajes previos, dotándolos de un contenido histórico distinto al que tenían originalmente, se transforma en una marca estética guiada por el deseo de una síntesis totalizadora del proceso histórico. Si en Álvarez aquello se fundamenta al momento en que se detiene en la historia del dominio político y económico norteamericano en Latinoamérica y el Caribe, en Gómez es cuando se construye una radiografía de las micro experiencias populares dentro del socialismo cubano. Por lo tanto, no es casualidad que en História do Brasil Glauber intente re-montar imágenes en función de conseguir un estudio “total” sobre historia de Brasil de 1500 a 1973. En palabras del mismo Glauber, un intento de mostrar que el cine puede sintetizar “revolucionariamente nuevas realidades” (Rocha, 1997, p. 465). Sin embargo, “nuevo” para Glauber no quiere decir perfecto, “pues el concepto de perfección fue heredado de las culturas colonizadoras que fijaron un concepto de PERFECCIÓN de acuerdo con los intereses de un IDEAL político” (2011, p. 93). La tensión entre “totalidad” e “imperfección” es, entonces, una constante de História do Brasil. Una tensión entre una noción de “síntesis totalizadora” que Glauber, en sus resonancias hegeliano-marxistas, toma prestada de filósofos como Georg Lukács (Historia y conciencia de clase) o Jean-Paul Sartre (Crítica de la razón dialéctica) y un re-montaje “imperfecto” que sería resultado de un lenguaje cinematográfico descolonizador.
Ahora bien, los peligros y las desventajas de la “totalización” son evidentes si se entiende a História do Brasil por fuera del hambre que constituye a la imagen del cine glauberiano y si se descarta de lleno que Glauber, al igual que muchos cineastas latinoamericanos, no se encuentran ajenos a los distintos modos de subjetivación instituidos por el álgebra histórico del hegelianismo marxista de los años sesenta y setenta. En este sentido, resulta impotente si una lectura de História do Brasil se encamina por rastrear cuál es la dosis de “totalización” de su interpretación histórica, omitiendo cómo la regla de una síntesis totalizadora resulta autoboicoteada en su propio re-montaje. Que al cierre de la segunda parte del documental se crucen registros de músicos del movimiento tropicalista con recortes documentales de manifestaciones callejeras, para después dar paso a un partido de futbol, y finalmente terminar con la explosión de un volcán, es prueba de que la lectura de Glauber erosiona la función histórica original de las imágenes, desacreditando, a su vez, el continuum histórico lineal que anteriormente era confirmado por las mismas. La credibilidad de História do Brasil, en consecuencia, se manifiesta en desmedro de lo que las imágenes deben supuestamente comunicarnos en el orden de lo histórico. En este aspecto, la influencia de Bertolt Brecht dentro de la teoría del montaje nuclear glauberiano es ejemplar: la creación de nuevas y radicales imágenes que no hacen una unidad representacional fija y complaciente con la Historia, sino una representación que se desvía y que, al tomar un atajo (el re-montaje), termina rompiendo las reglas normales de la representación documental. Por ende, dar cuenta de un proceso histórico como el capitalismo colonial en Brasil no es simplemente informarlo y vestirlo de una narración que intente sintetizarlo. No es solo rodearlo de documentos, archivos y entrevistas para así reconocer su genealogía en términos históricos y culturales. Es abrir el vértigo hacia una síntesis fílmica “imperfecta” en la que se alojan bloques heterogéneos de sentidos y unidades narrativas que repelen el monopolio colonial que descansa en las narrativas históricas hegemónicas de la modernidad.
Y ello porque Glauber entiende que el colonialismo aún se entreteje en el presente “luso-tropical” brasileño, pero, más aún, debido a que parte del supuesto de que el relato hegemónico de la Historia de los vencedores es el de una totalidad armónica y reconciliada que nada tiene que decir sobre el devenir transgresor y “trans-realista” del inconsciente híbrido y anárquico de la cultura afroindia, el cual Glauber en su segundo ensayo de eztétyka, Eztétyka del sueño de 1971, defiende a la manera de una fuerza mítica que se opone a los rigores de la razón colonial y burguesa. El “descuido” de la narración final de História do Brasil es intencional porque el inconsciente de los componentes afroindios de la cultura brasileña son anárquicos, enrevesados e indeterminados. Darle cuerpo fílmico a esa subversión es uno de los principales desafíos de Glauber después de su Eztétyka del sueño. Hay que permanecer en el toujouor o devenir de la “antimateria infinita que rejuvenece el cuerpo y la vida” (1997, p. 524) y no en el THE END de la cultura fílmica eurocéntrica de alguien como Godard, dice Glauber. En História do Brasil aquello es patente cuando la devoración los escritos de Freyre, Celso Furtado, Darcy Ribeiro y Sérgio Buarque de Holanda es en función de una articulación específica en la que diversos momentos históricos y universos culturales –lo etno-religioso, lo político institucional, la cultura popular, etc.– conviven sin alcanzar una síntesis acabada que ensalce un “alma nacional” o un “telos brasilero”: no hay un THE END. Esa explosió volcánica con la que cierra el documental es un claro ejemplo del envés proféticamente trasformador y místicamente insurrecto de esa fuerza cultural afro-india que Glauber intenta conjugar con una imagen que no centraliza un final, una receta o un devenir histórico del todo claro, sino un flujo hacia la puesta en trance de las certezas epistemológicas con las que se ha pensado hasta el momento el movimiento racional de la historia brasileña.
IV
Si con Eztétyka del hambre Glauber quiere afirmar una kosmogonía hambrienta del colonizado latinoamericano y la semiosis antropofágica/contaminada de su imagen, con Eztétyka del sueño intenta darle un sustento estético político y ético a lo que él mismo ahí conceptualiza como sinrazón, anti-razón o un “irracionalismo liberador”. La creencia y la fe en una metamorfosis cultural-existencial del colonizado latinoamericano y su cuerpo hambriento hacia un estado de éxtasis metafísico-revolucionario solamente es posible con una reflexión crítica sobre una razón colonizadora y burguesa. Al igual que Eztétyka del hambre, Eztétyka del sueño funda un diagnóstico que resulta revelador: “El Pueblo es el mito de la burguesía” (Rocha, 2011, p. 138). En esta segunda eztétyka, Pueblo y mito, así, son dos caras de una razón genocida que ha desactivado desde la Conquista la potencia transgresora de las raíces indias y negras de Latinoamérica, y que asimismo guía peligrosamente al llamado “arte revolucionario”. “La razón de izquierda se revela heredera de la razón revolucionaria burguesa europea”, dice Glauber (Ibid.). Lo que visiblemente está en curso en la idea de sinrazón es la conducción más radical del hambre que habita orgánicamente en la imagen glauberiana. Si bien se puede decir que acá hambre y sueño son dos elementos vitalmente entrelazados –pues cuando se habla de hambre parece decir “sueño” y cuando se enuncia sueño parece enunciar “hambre”– se trata, más que nada, de pensar una estética política, una imagen fílmica, un cine, en resumidas cuentas, como aquello que, antes que nada, se constituye en un orden totalmente ajeno al de los discursos emancipatorios modernos de la razón occidental. Haciendo visible esto, lo que gana resonancia son las “fuerzas incontrolables de liberación” (Bentes, 1997, p. 65).
A partir de esto, lo político de la imagen se mide en relación a su alcance estéticamente corrosivo, anímicamente trágico y afirmativamente irracional, y también por su capacidad de deglutir y suspender los pares dialécticos “desvelo/sueño”, “real/irreal”, “presente/pasado” y “civilización/barbarie” ubicándose en sus momentos negativos y/u oprimidos: “sueño”, “irreal”, “pasado” y “barbarie”. Trazar un sincronismo entre el misticismo de lo afroindio con la imagen hambrienta es –nuevamente parodiando la grafía de Glauber– la compleja zyntaxys de una perspectiva cinematográfica que pacta en todos los órdenes con una multiplicidad inconsciente que intenta subvertir en cada paso que da el contrato de la estabilización narrativa y visual propia del medio fílmico; propia de la diégesis. En otras palabras, con el sueño Glauber no solo realiza un diagnóstico certero sobre el devenir político y cultural de una razón opresora, sino que trata de idear una estrategia estético política capaz de fisurar las contenciones y las limitaciones semióticas de lo fílmico dentro de su mismo terreno. El desafío es mayor aún si ese intento de subversión cinematográfica se potencia, siguiendo a Eztétyka del sueño, a partir de un reconocimiento previo del carácter transgresor del misticismo afro-indio latinoamericano, ya que el peligro constante es el de caer en una nueva estabilización y contención que pueda resultar igual de opresora que aquella que se ambiciona trastornar.
La manera en que Glauber resuelve esto último es, desde nuestro análisis, por medio de una revaloración de la voracidad manifiesta de su imagen -de esa imagen que él crea- mediante un acto de invención constante, que es también la invención ética de una cultura popular. Con ello, la tensión entre el diseño infausto de la razón colonial y el misticismo anticolonial de lo afroindio no hace sino cobrar más fuerza sensible dentro del cine. Intensificar un “irracionalismo liberador” solamente es posible si la densidad cultural de la imagen es, en muchos sentidos, también una densidad ética pues, como se entreve en esta segunda eztétyka, la estrategia estético política de Glauber es fundar un acto que no cree en la potencia mística de las raíces afroindias desde un dato empírico plenamente probado, sino, por el contrario, deposita en ellas una confianza; ve ahí una potencia subversiva porque ellas escapan de toda conceptualización en los términos de una identidad cerrada y plena de sí misma, es decir, en los marcos epistemológicos de una razón colonial y su reparto identitario. De ese acto, sin embargo, no se desprende conclusión alguna, como no sea que el Pueblo ha devenido en mito, que la razón en todas su versiones es colonial y que la inestabilidad de los sentidos culturales indios y negros son los únicos que mueven una anarquía productivamente revolucionaria. En un contexto donde el Pueblo es una artificio, lo que queda, en consecuencia, es idear un espacio de oposición crítica que prolongue y agudice las tensiones no resultas de la administración colonial de la vida.
Si bien la conceptualización filosófico política contemporánea de la categoría “pueblo” en varios aspectos corre caminos diversos y antagónicos a los de la crítica glauberiana –el “pueblo que falta” en Deleuze; el “pueblo como hiperpotentia” en Dussel; el “pueblo como la enunciación de un nosotros” en Butler–, lo que pone en entredicho Eztétyka del sueño es un paradigma universalizante y colonial de Pueblo que en distintos dispositivos estético fílmicos se muestra específicamente bajo la cara cultural y política de una totalidad ontológica unívoca. Y aunque Glauber nuevamente acá le “lance dardos” a Solanas, lo interesante de su diagnóstico de “el Pueblo como mito de la burguesía” (Rocha, 2011, p. 138) es desnudar la inexistencia de un resguardo político disponible bajo la significación de “pueblo” que pueda contener y negociar con las subversiones de la diáspora afroindia dentro del contexto latinoamericano. El grado de indesibilidad e incertidumbre que le asigna a la agencia estética de lo afroindio es enorme, y es desde ahí, por lo tanto, que hay entender la crítica de Glauber. El Pueblo como mito, como también la importancia de suspender la promesa de una dialéctica asuntiva entre “desvelo/sueño”, “real/irreal”, “presente/pasado” y “civilización/barbarie”, pues es por medio de ese proceso de suspensión que se vuelve posible amplificar en la imagen la potencia sensible de esos repositorios culturales no integrados en la órbita de la razón occidental.
V
Bien se puede decir, siguiendo lo anterior, que dentro del cortometraje Di Cavalcanti (1977) de Glauber sobresale una exploración y una reivindicación explícita de esa inconmensurabilidad estética de lo afroindio. Esto toma la forma de un manifiesto happening fílmico que de manera no restrictiva ni lineal evalúa y registra un momento significativo de la cultura brasileña y latinoamericana: la muerte del artista plástico Emiliano Di Cavalcanti. La presencia de los principales postulados de Eztétyka del sueño –la sinrazón revolucionaria; el estado de elevación mística de la negritud; la imprevisibilidad de una rebelión metafísica del colonizado pobre– no producen nada más que la organicidad de una imagen que se condensa en la lírica de una narración personal que intenta combatir el significante vacío de la muerte. La visita de Glauber al Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro donde se vela el cuerpo del pintor se convierte, de esta forma, en un acto que opera como antesala de una exaltación política de la tragedia que ya estuvo presente en el centro de sus largometrajes anteriores Der Leona han Sept Cabeças (1970), filmado en el Congo, y Claro (1975), realizado en Italia. En el caso particular de Di, la tragedia no solo es portadora de una experiencia histórica que asedia al mismo Glauber –el retorno a Brasil después del exilio y el fallecimiento de su amigo–, es también la garantía de un proceso de ruptura estética radical con la representación tradicional, teatral y metafórica del documental político. Todos los temas y aspectos de la obra de Di Cavalcanti dialogan en el cortometraje con una idea propiamente glauberiana sobre la inauguración de la vida después de la muerte; al punto tal de que la organización narrativa y el montaje intercalado de imágenes de Glauber en el funeral, de Glauber fumando y construyendo una especie de collage compuesto de revistas y fotos, con pinturas del artista brasileño, recortes de periódicos y escenas de cuerpos negros bailando, las cuales funcionan como una evocación directa al negrismo modernista de Di Cavalcanti, intensifica la distinción de una vida inaugurada por la muerte con una vida pensada términos racionales. Una vida de otro orden –quizá anárquica, quizá indisciplinada, quizá mística– que no exige una identidad cerrada ni alcanzar una verdad unívoca, y que, entre yuxtaposiciones improvisadas de múltiples dispositivos estéticos del artista fallecido y una narración en off de Glauber que es calma y de repente agresiva, se puede cifrar cinematográficamente.
El pivote destructivo de la imagen en Di, a su vez, es el del sueño encarnado como posesión total del espacio fílmico; como si el inconsciente transcultural de la africanidad que tiñe las obras de Di Cavalcanti tomara por asalto la narración y el montaje volviéndolos así un terreno único de experimentación e indagación enardecida, pero no por eso menos minuciosa, donde, al mismo tiempo, el recorrido de una amistad se traviste en la forma de una extraña entropía que disuelve las taxativas fronteras entre “presencia” y “ausencia”; entre “pasado” y “presente”. El camino transitado por Glauber es trágico justamente porque corre el riesgo de que lo expulsen del velorio –recordemos que la familia del artista plástico posteriormente se opuso a la exhibición del corto–, pero asimismo porque en su insistencia y después en su recorrido por el trabajo plástico del pintor fallecido, inviste a la africanidad de Di Cavalcanti de una actualidad que impacta en la historia latinoamericana y en la manera en cómo él pensará, de aquí en más, la construcción fílmica. No es una representación monumentalizadora de la africanidad, ya que eso sería detenerla y clausurarla. Es, por el contrario, una africanidad que en una relación, insistimos, culturalmente ética con la imagen antropofágica, esquiva la estabilidad de la narración fílmica, en tanto que es ella misma, y no otra, quien la desequilibra, llevándola hacia un enfrentamiento cara a cara con las uniformizaciones culturales del colonialismo moderno. Cuando Glauber en su segunda estétyka dice que “el sueño es el único derecho que no se puede prohibir”, para después añadir que la eztétyka del sueño “es una iluminación espiritual que contribuye a expandir mi sensibilidad afroindia en la dirección de los mitos originales de mi raza” (Rocha, 2011, p. 140) no es otra cosa que direccionar a la africanidad latinoamericana a un punto tal en el que su rendimiento estético revolucionario no se puede dar ya dentro del terreno de la simple visibilización de su lugar dentro de la cultura continental, sino, al contrario, exclusivamente en su capacidad de impacto e irrupción en la configuración de la imagen misma, del cine, de su narración, de su montaje. La pasión industrial por la verosimilitud, como así también las estabilidades propias del relato fílmico, pierden sentido cuando esa africanidad no es representada ni mistificada –no es una aparición más, dentro de todas, de esos que han sido vencidos por la historia–. Con todo lo radical que esto pueda ser, lo que desencadena la sensibilidad afroindia de Glauber es, fundamentalmente, una inyección que avería las estabilidades de la imagen, las reformula y las lanza al terreno de lo indescifrable, porque es ahí donde se dibuja la posibilidad de un ejercicio que combate los lugares comunes de la vida colonial, de su cultura, su política y, principalmente, de una razón –la razón burguesa– que ha teñido el campo hegemónico de lo sensible.
Ahora bien, a todas luces la actualidad de la africanidad del pintor brasileño tejida en Di es bajo una clave que entiende que su talante estético político como diferencia –como sinrazón– se vuelve intraducible para el ethos civilizatorio de la razón moderna. Poner en escena su potencia sensible se convierte, por lo mismo, en un vuelco epistemológico donde el discurso esencialista de la cultura no queda incólume porque la representación fílmica capitalista de lo afroindio se desahucia. Cuando Glauber dice en off que Di Cavalcanti es “el más africano” o cuando en la secuencia final se lo muestra asistiendo al entierro del artista plástico mientras extradiegéticamente suena la canción “Ponta de Lança Africano (Umbabarauma)” interpretada por el músico tropicalista Jorge Ben, son momentos en los que toma lugar un gesto en el cual se le despoja a la diáspora afrolatina esa marca monolítica y uniforme que el colonialismo le ha impuesto, y que el cine capitalista históricamente ha reproducido. Pero ello, reiteramos, no aparece bajo el signo de una representación que se limita a visibilizar la presencia africana dentro de la cultura y las artes brasileñas. De hecho, nos arriesgamos a decir que en Di eso no ocurre en ningún momento. Di Cavalcanti, Jorge Ben y posiblemente también el “jazz del Tercer Mundo” de su amigo Gato Barbieri son figuraciones político culturales que, al parecer, para Glauber le dan cita a una metamorfosis continua de una africanidad latinoamericana donde las separaciones taxativas, maniqueas y estereotípicas del contrato colonial –la noción de una identidad regional uniforme y homogénea– no tienen lugar. Lo sugestivo de estos ejemplos es que idean una gramática bastante discontinua y un montaje híbrido o transcultural donde lo africano y lo indígena impacta, dialoga y revierte cualquier riesgo de confinamiento de las distintas vertientes populares de la cultura latinoamericana. Pero, aunque posiblemente el montaje y la narración de Di se puede hermanar, por ejemplo, con el disco Hamba Khale! de 1968 realizado por Barbieri en dúo con el jazzista sudafricano Dollar Brand, lo característico de Glauber es una imagen que en este momento se diagrama y fundamenta –se configura y encuentra su contingencia– en una especie de renovación mística y metafísicamente revolucionaria que vive escondida en una negritud que, de manera igualmente intensa que en el cortometraje sobre Di Cavalcanti, mueve el sentido y la organicidad inconsciente de una estrategia destinada a fracturar las convenciones cinematográficas y los lenguajes coloniales que las tutelan.
VI
Este “teatro de lo irracional” (Bentes, 1997, p. 65), definido por el mismo Glauber como un “anarco-constructivismo”, es necesario comprenderlo lejos de un parroquialismo que esencializa lo afrolatino. En este momento de la obra de Glauber, no solamente la política, se fija en un terreno en el que la imagen queda despojada de sus figuraciones formales y conscientes para así construir una nueva distribución inconsciente de las palabras, los gestos y del tiempo desde el estado convulsionado y excitado de una negritud colonialmente dilacerada. También la estética se trama desde un cine que se autoreconoce agresivamente impuro y opuesto a las “hipocresías morales y las estéticas alienantes” (Rocha, 2011, p. 93). Por lo mismo, decir que su fascinación por “el territorio del delirio” (Íbid.) se presenta exclusivamente como una reacción frente al impulso documental y neorrealista del que no podían escapar los cines latinoamericanos, sería solamente ver un costado de la estrategia fílmica de Glauber; lectura que finalmente la agota y la deja empantanada en un determinado contexto histórico. Su preocupación por la ampliación sensible de los diversos pliegues estético políticos de la africanidad latinoamericana revela de qué forma Eztétyka del sueño consigue ampliar de manera radical la discusión sobre las composiciones de la imagen cinematográfica –problema igualmente ya advertido en Eztétyka del hambre– que no se limita solamente a una reformulación sustancial de la misma, también avanza hacia la puesta en entredicho la tentación por seguir hablando de una “estética” cuando se hipoteca, bajo los rigores de la razón colonial, la urgencia de idear una nueva “eztétyka”.
En los momentos en que Glauber dice que “(h)oy me niego a hablar de cualquier estética. La vivencia plena no puede sujetarse a conceptos filosóficos” (Rocha, 2011, p. 140), nos inclinamos por pensar que alerta de qué manera trazar nuevas coordenadas de lo sensible nunca elimina del todo los confinamientos naturales del medio fílmico, pero sí los conceptos monolíticos de identidad a lo que ese medio está acostumbrado en su vínculo tanto con un ideal que se piensa lo estético como una ciencia de lo bello (Kant) o como un ejercicio de estatización que conduce irreparablemente a la monumentalización de una identidad homogénea. Por eso que el “anarco-constructivismo” es el intento más osado de Glauber por sintetizar una deslegitimación de todo prurito de una identidad magistral desde las zonas y los sentidos desplazados –lo afrolatinoamericano– por la lógica racional de una modernidad que intenta estabilizar e integrar en su universo de sentido a todo lo que aparece como caótico e impuro. Este ejercicio, sin duda, lo lleva encarar la inestabilidad germinal que habita y murmulla en lo más profundo de esos sentidos obliterados que atraviesan un intercambio transcultural capaz de movilizar un espacio de creación estética, en un contexto donde la única cuota de libertad posible aparece ahí; en las praderas de un inconsciente que sobresale a la manera de una agencia extraña, mística, antropofágica y apocalíptica.
Si Di de principio a fin materializa un entramado en el que el vínculo entre africanidad e imagen marcha seguramente a contrapelo de una ornamentación racional de la narración cinematográfica, la película Claro (1975) configura una “rapsodia” que resulta inseparable de ese “anarco-constructivismo” de Glauber, el cual finaliza con su largometraje A idade da terra (1980) y con el poco conocido, pero magistral, Manifiesto del Catarro; su último escrito antes de morir y realizado en intervalos de conciencia mientras se encontraba en la cama de un hospital en Lisboa. Claro no se trata, por cierto, de una película que sostiene una tesis “clara” (su título mismo es una paradoja) como acontece en Barravento, Deus e o Diabo na Terra do Sol e incluso en la misma Di. Su pulsión político narrativa es la de un síntoma claramente crítico de la cultura colonial occidental revelado “de entrada” en las primeras secuencias donde aparece Glauber con Juliet Berto en las calles de Roma. Basta recordar cuando en una de ellas Berto grita “¡la descomposición de la civilización occidental!” mientras unos transeúntes y turistas se cruzan atónitos en el plano de la cámara. No es un dato menor la aparición de esta actriz encarnando un personaje que explora e impugna junto a Glauber los distintos resortes culturales y políticos europeos. En efecto, su lugar en Claro resulta paródico e inquietante. Paródico porque es un personaje que funciona a la manera de una presencia crítica dentro de la mayoría de los escenarios oníricos en los que se poetizan y dramatizan discusiones sobre política y cultura, de manera similar a las militantes de izquierda que encarna para la nouvelle vague francesa –La Chinoise (1967) y Vladimir et Rose (1969) de Godard y del Grupo Dziga Vertov, por ejemplo–. Inquietante porque, al mismo tiempo, aparece cuestionando un “estado” cultural y existencial –el de occidente– que ha integrado el cine del que ella y sus personajes forman parte, exhibiendo, en consecuencia, lo que dicho cine obtura. Se trata, en todo caso, de una operación al parecer consciente tanto de parte Glauber como de Berto –quien fue coproductora de esta película– dirigida a poner en entredicho la economía discursiva de la cultura occidental y sus vínculos con el capital multinacional.
Ya en su polémico texto El último escándalo de Godard de 1970, Glauber le había presentado atención a este problema fundamentando, incluso después de su breve aparición en Le vent d’est (Grupo Dziga Vertov, 1970), que Godard es financiado por un sistema que poco le importa que él lo critique. Sin embargo, Claro no se trata, por cierto, de una especie de ampliación de esta polémica. Consiste más bien enmostrar cómo la decadencia de la cultura occidental es también no solo la debacle de su falso bienestar, sino también de sus hiperestetizaciones cómplices de una política colonial que viene desde civilizaciones pretéritas. En esto, el cine es solamente un problema más, dentro de muchos, ya que, aunque se hable de manera elogiosa y casi documental de la obra de Rossellini, Godard y Eisenstein en una escena donde se asiste a una proyección de películas, aquello es descompensado con las imágenes de Glauber y Berto flaneureando por manifestaciones callejeras y barrios pobres de Roma. Este viaje a la marginalidad intensifica el talante crítico de esa carga pulsional y afectiva que en Claro es tramada desde la experimentación inconsciente más extrema sin jamás soslayar su responsabilidad ética y política anticolonial. Un testimonio, dice Glauber, “del colonizado sobre la tierra de la colonización” (en Avellar, 2002, p. 135), en el cual la colaboración entre los cuerpos, la sexualidad, la escenificación de un banquete orgiástico y el malestar frente a la cultura europea y sus mitologías coloniales configuran imágenes que no pierden su contenido histórico transgresor, cuando son las palabras, las discusiones polimorfas y exageradas, y los diversos rostros de una humanidad avasallada las que consiguen intensificar eso que Adrian Cangi en un hermoso trabajo sobre la filosofía mestiza de Glauber define a la manera de “una insurgencia que se presenta estética y políticamente como una pasión de abolición” (2014, p. 210). Es el germen políticamente insurrecto de una imagen que se ve asediada por un delirio que solamente es posible cuando la existencia iletrada y el hambre se congregan para manifestar sensiblemente la brutalidad de la tragedia colonial que, al mismo tiempo, es la tragedia de la modernidad latinoamericana en todos sus órdenes. Lo interesante de Claro es justamente que ese delirio toma lugar en la cuna del colonialismo –en Europa–, alertando así de que el universalismo occidental, por más que no quiera, indisociablemente se encuentra unido a aquello que reprime, forcluye y desplaza a una especie de periferia sin existencia posible.
La suerte de Claro fue muy similar a la de A idade da terra: ambas fundaron una metástasis en los círculos del cine europeo. Mientras los derroteros coloniales del cine estaban acostumbrados al surrealismo de Buñuel o al desacomodo narrativo de Godard, la zyntaxys del delirio de una película como Claro –que se alimentaba antropofágicamente de Buñuel, Godard y de muchos más– pasó casi desapercibida en Europa. Una prueba más de ese poder geocultural occidental que Glauber intentaba poner en cuestión. En esto, resulta sugestivo el efecto de la antropofagia anticolonial de Claro: mostrar que la civilización europea, incluso en los momentos en que se mira a sí misma, es una civilización decadente. Aimé Césaire, muchas décadas antes de una película como Claro, señaló en su célebre Discurso sobre el colonialismo que ante el tribunal de la “razón” y de la “conciencia” “Europa es indefendible” (2006, p. 13). Glauber posiblemente nunca leyó a Césaire, pero si se encuentra hermanado con él al momento en que entiende que “razón” y “conciencia” responden a una racionalidad donde aquel que aparece como “libre” no es otro que el sujeto occidental y europeo del humanismo burgués que se sacraliza y autosacraliza, en su “supuesta” su superioridad, como meta final de la Historia universal. Por ello que cuando en su Eztétyka del sueño señala que el irracionalismo liberador “nada tiene que ver con el humanismo tradicional, símbolo de la buena conciencia dominadora” (2011, p. 139), es un reclamo que intenta refundar un conflicto con el orden de la razón colonial y sus fundamentos. Un ejercicio por los que una suerte de “epifanía” emocional-dionisiaca de deseo, éxtasis, inconformidad, contradicción, enfermedad y subversión surge, y que tiene su último sollozo en Manifiesto del Catarro. Ahí Glauber, sin perder sus trazos trágicos, escribe lo siguiente:
SALUD, ENFERMEDAD, ARTE. ROMANTYCISMO - PASIÓN - SEXO - PLACER DE LA MUERTE. CÁNCER - ESPERMA - GLORYA. SANGRE - DESESPERACIÓN Y FE EN LA ENFERMEDAD. DILACERADO, GLAUBER RECIBE LOS DIOSES DEL VENENO QUE LE ENSEÑAN LOS CAMINOS DE LA MÁGICA SELVA NEGRA (1981).
Más allá de sus innumerables cartas, este texto es quizá uno de los más autobiográficos. Allí abre una secuencia que resulta enigmática y que circula entre el delirio y una muerte que se aproxima irremediablemente. Dicha secuencia es la continuación de ese fervor inquietante de convertir al cine en un espacio de infelicidad, dolor, amor y de una sensualidad salvaje y redentora. El cine para Glauber nunca fue un espacio de felicidad, pues no se puede ser feliz con hambre. Los mitos que convoca en su imagen son los de una zyntaxys subterránea –un cine que él mismo definió como ideográfico– orientada por organizar una anarquía trágica de los sentidos, una sinfonía abyecta del dolor colonial, y por hacer aparecer formas y más formas encaminadas por sacrificar su lugar como sobras de la historia, para encaminarse hacia la fabulación de catástrofes, ya que frente a un optimismo civilizatorio que sigue construyendo catástrofes solamente queda idear catástrofes más grandes y delirantes. Con todo, entre el hambre y el sueño, Glauber urde una eztétyka política atiborrada de figuras densamente promiscuas, desesperadas y complejas porque, como dice la célebre frase de un también célebre escritor cubano, “sólo lo difícil es estimulante” (Lezama Lima, 2017, p. 77).
Referencias:
Adorno, T. (2013) Estética (1958/59). Buenos Aires: Las Cuarenta.
Cangi, A. (2014) Glauber Rocha o la verdad alucinada. Apuntes para una filosofía mestiza. En Glauber Rocha: del hambre al sueño. Obra, política y pensamiento. Buenos Aires: Malba – Colección Constantini. Pp. 108-115.
Carpentier, A. (1981) La novela latinoamericana en vísperas del nuevo siglo y otros ensayos. Madrid: Siglo XXI.
Césaire, A. (2006) Discurso sobre el colonialismo. Madrid: Akal.
Grüner, E. (2009) Los soles de Pasolini (Y sus mugres). laFuga, 10. 1-5.
Lezama Lima, J. (2017) La expresión americana. México: Fondo de Cultura Económica
Santiago, S. (2012) Una literatura en los trópicos. Ensayos de Silviano Santiago. Santiago: Escaparate.
Rocha, G. (1997) Cartas ao mundo. Bentes, I. (org.). Sao Paulo: Companhia das letras.
Rocha, G. (2011) La revolución es una estétyka. Buenos Aires: Caja Negra.
Rocha, G. (1981) Manifiesto do Catarro. En Revista Cereta, 2740. Brasil: Três.
Rocha, G. (1978) Riverão Sussuarana. Rio de Janeiro: Record.
Aguirre Aguirre, C. (2020). Kosmogonía de la contaminación, Zyntaxys del delirio, laFuga, 24. [Fecha de consulta: 2024-12-13] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/kosmogonia-de-la-contaminacion-zyntaxys-del-delirio/1026