La cordillera de los sueños

El país del yo

Por Pablo Corro Pemjean

Biografía +

Investigador y académico. Profesor Asociado Instituto de Estética Facultad de Filosofía Pontificia Universidad Católica de Chile. Jefe del Magíster UC en Estudios de Cine


Director: Patricio Guzmán Año: 2019 País: Chile

 
 

Últimamente el cosmos y la subjetividad se exponen en la no ficción como una relación temática o figurativa que concluye siempre en una de las dos dimensiones fundiéndose en la otra, es decir, en el motivo del sujeto que se disuelve y trasciende en el cielo, el agua o en la tierra, o, en el sentido contrario, en el tópico del río, el desierto o la montaña que escenifican la apoteosis de un sujeto. La fe de vanguardia del anti humanismo en el documental y el cansancio de la revelación ilustrada de la historia como una nueva política de la no ficción usan, aún sin plena responsabilidad, el espectáculo de la naturaleza como el sitio donde la voz personal, sin juicio, puede copar el espacio.

Muchos documentales chilenos contemporáneos podrían someterse a la lectura estética e ideológica del acoplamiento o la dialéctica entre sujeto y naturaleza, desde Noticias (Perut + Osnovikoff, 2009), Los castores (Luco y Molina, 2014), Surire (Perut + Osnovikoff, 2015), La ciudad perdida (Hervé, 2016) y Flow (Santibañez y Molina, 2018). Si en este esquema que proponemos la subjetividad pudiese ser considerada también como exposición performativa de identidades y el cosmos como un cuadro sentimental de la naturaleza, entonces, también podríamos incorporar los documentales El viento sabe que vuelvo a casa (José Luis Torres Leiva, 2016), Las Cruces (2018) de Teresa Arredondo y Carlos Vásquez, y Nunca subí el provincia (2019) de Ignacio Agüero.

Según este esquema interpretativo La cordillera de los sueños , el más reciente documental de Patricio Guzmán, resulta ejemplar, en el sentido que expresa con grandilocuencia y nitidez las variables instrumentales de cosmos y subjetividad conjugadas, más precisamente, de la Cordillera de Los Andes y de la subjetividad del autor. Con lo de “grandilocuencia” queremos indicar el esfuerzo retórico de presentar la cordillera como un monumento, un inevitable plano general, un conjunto sin fracciones, no como un cerro, por ejemplo, como El Provincia de Agüero, mediano entre El Plomo y el San Ramón, con su aspecto de volcán inclinado y su Y griega en las entrañas, no como el encuadre sin aire de dos colinas moradas superpuestas  en el cuadro denominado “Cordillera” de Alfredo Helsby. La categoría visual y retórica de lo sublime de la cadena montañosa Guzmán la eleva más mediante el esquema audiovisual del dominio.  Las vistas son casi siempre del norte y el centro de la cadena, donde la ausencia de verde predice la cultura nacional de lo inhóspito, un dato estético de carácter ontológico según los diarios de Luís Oyarzún  

La primera visión de pertenencia es la de las altas cumbres  desde el nivel humanizado de la ventana de ese avión que, según el propio Guzmán, no logra traerlo de vuelta plenamente, vista de un país de piedra de un oleaje de roca tendido hasta el horizonte. El segundo tópico es el de la montaña cerrada y amenazante vista en contrapicado como fortaleza desde la llanura vacía de un valle solo, conforme a las evocaciones literarias de esta película metafórica esta forma admite el nombre de castillo, cordillera como castillo,  y Guzmán, como el personaje de Kafka, sería aquel que pregunta inútilmente a esa tierra elevada. El tercer ícono propuesto es la fórmula reconocible de lo lento que antes de producirse por el movimiento cenital de los drones se expresa con un ritmo barroco en la voz del documentalista, una fe en el habla propia, un estilo que, por supuesto, incluye hace tiempo a Werner Herzog y permite preguntarse si la lentitud progresiva es el derecho del prestigio, el efecto de la madurez, o en virtud de ambas variables, el ritmo propio de la voz del oficiante de un ritual. Esta lentitud favorece la metáfora cartográfica de una nación 1Quizá el único mapa objetivo del filme es uno de Santiago, de algún barrio del sur, se alcanza a distinguir en su notación rudimentaria el nombre Lo Espejo y una línea que se bifurca que puede ser una cañada que mediante un irrepetible raccord en el estilo del montaje general, un fundido, da paso a una bifurcación semejante, una grieta en una piedra cuya identidad de roca bruta o escultura, ni tampoco su talla logramos dimensionar, como esos planos de piedras que en el filme La Aventura de Antonioni aparecen como dimensionalmente indiscernibles hasta que una mano que llena el plano o una pequeña figura humana los racionaliza. Este mapa de un lugar incierto se suma a la vista de la ciudad desde un dron confirmando la obsesiva cuadrícula de su configuración, el arcaico plan de damero. Una naturalización del control de la forma de la que el documentalista no se desmarca y esta racionalización de la tierra en un mapa, con verídicas curvas de nivel es un gesto de dominio que la nitidez digital y la lentitud del dron pueden ocultar con su espectáculo pero no la voz del autor que sobre el relieve geológico desolado resuena como en el Genesis.

Según estas ocurrencias y gestos, que al menos en el plano tecnológico, demuestran la eficacia adaptativa de Guzmán a los lugares y los tiempos, la naturaleza es simplemente un símbolo de la antropología fallida de los chilenos, un muro, un agente de insularidad, un país ignorado, un territorio derrochado. La transparencia, la majestad simbólica del plano colosal cordillerano, es en el discurso de La Cordillera de los Sueños la condición de sensibilidad para formular a través de nuevas negaciones un paradojal convivencia con Chile.

Para que Guzmán pueda usar la cordillera en función de sus obstinadas metáforas sobre este país, alegorías de su propia inadaptación post golpe,  no basta con que la reduzca a pantalla sino que debe desterriorializarla, despojarla de lugares, de identidades de cerros, cajones, ríos, poblados. La tesis de Los Andes como un país paralelo, más grande y deshabitado, se formula sin matices, la: “Cada vez que paso encima de la cordillera yo siento que estoy llegando al país de mi infancia”. En la expresión del “pasar” se comprende la experiencia del cineasta, su voz confirma su propiedad, es él quien pasa, pero en el plan lingüístico de Guzmán no importa ser redundante explicitando ese “yo”, “yo siento”. En el documental abundan las expresiones del narrador que pueden prescindir de ese pronombre, pero no, hay un mecanismo de coherencia inconveniente que insiste en el “yo creo”, “yo siento”. Hay quien diría que se trata de una manía de propiedad del discurso, de una incurable inseguridad de la identidad retórica. Sería posible que alguien datara este fenómeno desde que Guzmán cambió al narrador original de La batalla de Chile: La insurrección de la burguesía, alguien que en Cuba reproducía la lengua de la UP,  por su propia voz, la voz testimonial del autor. En su libro monográfico sobre Patricio Guzmán Jorge Ruffinelli advirtió esta manipulación como un problema.

La Cordillera de Los Andes que como esfera autobiográfica funciona como un espacio simbólico de inmunidad, como hecho documental implica un deseo expositivo, instructivo o didáctico que administra una especie de “maestro ignorante”. No queremos parafrasear a Rancière, sólo declarar la idea, el hecho previsible, que instruir exponiendo la propia ignorancia es una estrategia factible para quien persevera en su magisterio como un ensayo y distinta a aquella medio epifánica o profética de quien en virtud de su ignorancia gana una revelación.  El magisterio documental de Patricio Guzmán progresa con la intención de explicarnos, de develarnos siempre algo que ignoramos sin remedio en virtud de las circunstancias nacionales o por una falla generacional: qué fue realmente la Unidad Popular, quién fue Salvador Allende, cómo la derecha gestó el mal como un gobierno sin fin a partir del golpe militar. La documentalidad políticamente visionaria surge con una imagen ajena,  a partir de la secuencia de archivo del asesinato del camarógrafo Leonardo Henrichsen, en las partes primera y segunda de La batalla de Chile (1975, 1977) y con variaciones argumentales distingue hasta el presente la ideología del realizador. Ese prolongado impulso descubre una original vocación documental como ansia predictiva, una intención clarividente que lee el devenir dramático del tiempo histórico en el espacio, o que en otro sentido metafísico puede ver en nuestro ambiente las presencias persistentes, gravitantes que no vemos, como diría Pasolini, las “fuerzas del pasado”.

La excepcional facultad exegética del director, como en el modo de los profetas, de los pastores de hombres, sintoniza la ceguera de los otros con alguna negación fundamental en su origen, con un déficit que cargan, en este caso como la ignorancia que el maestro confiesa con insistencia, como una virtud,  la de no poder reconocer el Chile actual, la de no entenderlo, conjeturando que es algo así como un habitante moral e ideológico de la Unidad Popular ideal, un allendista trascendental, y permitiendo que algunos sostengan, contra sus intenciones, que es el documentalista francés de Chile.

Hace casi 25 años que su obra chilena se refiere al reconocimiento y en base a una estructura coral que no niega la obstinación de un yo solista, de un agente directivo. Esta coralidad que ha ido ganando en diversidad de perspectivas, de agentes dramáticos, de interacciones disciplinarias, tiene como voz aglutinante la suya que dice no reconocer Chile, sentirse fuera de lugar a pesar de su presencia frecuente, celebrada, influyente. Al respecto, la trilogía que cierra La Cordillera de los sueños permite entender que en los filmes de Guzmán los testimonios, las experiencias, las teorías de sus personajes, funcionan como dones para un público a través de un montaje que no reserva nada para sí, que mantiene al artista en su orfandad de sentido, en la ignorancia del maestro ascético.

Los escultores Francisco Gacitúa y Vicente Gajardo, el pintor Guillermo Muñoz Vera, la música Javiera Parra, el historiador y escritor Jorge Baradit y el documentalista Pablo Salas, coordinan en la película sus ideas, sus experiencias sobre la Cordillera de los Andes y  sobre el golpe militar y el mundo chileno que surge con la dictadura. Representan excepciones en la población chilena puesto que el documental impone la tesis que los chilenos tal como olvidan, como ignoran su pasado, tampoco ven, tampoco habitan su Cordillera, más bien le dan la espalda. Lo extraño es que varios de ellos representan contradicciones expresivas cuando definen a Los Andes como una tierra rica de formas, de presencias, cuando dicen conocer su morfología, que en todos los casos es la traducción de un sistema de detalles, y según el documental se expresan sólo a través del gran formato.

Los escultores elegidos se presentan, con sentido tautológico, como artífices de moles, reforzando la poética del monumento con piezas monumentales. Sólo una vez, mediante una observación de Gacitúa, la montaña es algo más que un nido de piedras, un laberinto de viento que el artista puede distinguir cargado de un verdor que nunca se ve. El breve contrapunto que lo etéreo ofrece a lo denso permite advertir otras compensaciones a las dominantes formales, por ejemplo,, aquella en que se muestran como ejemplos minúsculo y rasantes unos adoquines en el centro de Santiago con placas con nombres de detenidos desaparecidos de la dictadura, según Guzmán, piedras extraídas de la cordillera, partículas propuestas como única correspondencia material entre la geografía y la historia, muestra de un eje regular en los filmes precedentes de la trilogía que en éste falta como un deliberado abandono.

Un ejemplo eficaz, innovador, de un poética audiovisual que logra relacionar la cordillera como ambiente cósmico, referente geográfico de una nación y pantalla de la trágica historia de Chile, se presenta en el video clip del single Cordillera de Alex Andwandter. Precedente en términos cronológicos al documental de Guzmán va más lejos. La inmensidad geológica aparentemente sin tiempo ni cultura se compone con los hábitos espaciales del dron y una coloración sepia, el realismo histórico consiste a través del propio cantante intérprete de esas víctimas de la dictadura arrojadas desde los helicópteros militares al interior de los volcanes, al sitio elevado de ninguna parte. A diferencia de Guzmán, que en su trilogía representa a los antagonistas de la historia de Chile como entidades sin precisión icónica el video de Andwandter se compromete con sujetos precisos que se proyectan en el cielo cordillerano como una película en blanco y negro: Pinochet, Nixon, Aylwin, Agustín Edwards, y que se prolongan en una secuencia siempre monocroma de represión policial a los estudiantes de las últimas décadas y una constelación de planetas y asteroides cuya proximidad define en el sentido del fin de la historia. En el sentido de esta propuesta heterodoxa del devenir de la historia de Chile tiene sentido destacar la participación del escritor Jorge Baradit en el documental.

Patricio Guzmán no recurre ni a Julio Pinto, ni a Gabriel Salazar, ni a Mario Garcés para repasar nuestra historia desde el territorio desolado como cuadro hermenéutico, el país alterno de Los Andes, sino que elige a Baradit, probablemente por su perspectiva esotérica de nuestra historia, sin embargo, esa elección es sólo un eco del tópico previsto del país ignorado, del territorio no visto y de la epifanía documental. Baradit no aporta ningún secreto sobre las montañas, nada que por ejemplo se parezca al sueño de fábricas de armamento químico y gigantescos prostíbulos en Los Andes trasandinos propuesto en 1929 por Roberto Arlt en su novela Los siete locos. Puesto que Baradit no desvela ningún misterio ni propone ninguna imagen del futuro y tan sólo refiere a la crueldad de la dictadura, de sus colaboradores y adherentes y los compara con la Alemania Nazi, parece que sólo representa una voz, un registro en el coro transdisciplinario de guzmán, en el coro de los artistas la voz del escritor-historiador.

El aporte de Javiera Parra nos resulta misterioso, casi indiscernible, más allá del proyecto de una polifonía que no ensambla, no distinguimos más contribución que la insistencia en la configuración dramática del yo del cineasta a través del tópico de la casa, de la morada perdida, invadida, residual. Desde la violada inmunidad de la casa de la cantante, casa de artistas, Guzmán presenta la fachada de su propia casa familiar que prodigiosamente aún sobrevive en pleno centro como una maqueta descabalada, sin interior ni techo, apenas la planta ruinosa de una morada que un dron describe, un motivo que comparte con el de la cordillera las variables conjugadas de apariencia y vacío, presencia y opacidad. Al final y como una licencia de artificio, que Guzmán ya se había concedido en Nostalgias de la luz en relación con su casa como forma lárica y telúrica invadida digitalmente por el viento de la historia con sus partículas deslumbrantes, recurso prefigurado por Duras y Resnais en Hiroshima mon Amour, la misma casa vuelve aparecer, restaurada, dispuesta contra el fondo imaginario de un valle verde. El pasaje de Javiera Parra, sin originalidad testimonial, y como una fracción retórica desprovista de creatividad audiovisual permite considerar que en sus últimas películas Guzmán ha destinado toda su estética audiovisual, su gasto técnico, a la elocuencia espectacular de los escenarios con un bello sentido de la amplitud y la duración, pero no ha invertido nada poéticamente en la figuración de los hablantes, por lo mismo y frente a la jerarquía audiovisual del paisaje sus sujetos corren el riesgo de esfumarse para el espectador si su testimonio no aparece como algo más que puro hecho narrativo. En la línea de las presencias lábiles de la aparición del pintor Guillermo Muñoz Vera sólo se registra su enorme cuadro de la cordillera en la estación de metro La Moneda, un cuadro realista de base fotográfica que mantiene con la representación  cordillerana de Guzmán una igualdad de lectura, plano general que contemplado por detrás de los trenes que van y vienen, parece afirmar la fatal invisibilidad de esta presencia geológica.

Concluyendo se puede reconocer que en el aparato dramático de La cordillera de los sueños la figura central es Pablo Salas. Es un desafío a la atención responder después de la película cuál era su relación explícita con el motivo material o metafórico de la cordillera pero lo que queda claro es que Guzmán lo concibe como una imagen de él mismo cuyas semejanzas, en el discurso parecen menos controladas que sus diferencias. 

El motivo de alteridad biográfica que Guzmán propone como figura de acceso al pasaje de Salas es el de la permanencia de éste en Chile después del Golpe y de su propia partida sin retorno a Francia.  Después, sin advertirlo activa en el espectador instruido el sentido de las distinciones, por ejemplo, el hecho que en este país sin justicia Salas jamás deja de grabar en la primera línea, o que este hombre de la cámara sabe cómo fundirse colaborativamente en el trabajo de otros, por ejemplo, en la obra de  Chaskel. Lo interesante es que sin destacar de modo suficiente el hábito del riesgo, la virtud de la subsistencia y el sentido de lo colectivo del realismo de Salas, lo exalta desde su manía de la memoria a través de la figura del archivo. Rodeado de un ingente, abrumador, aparentemente caótico escenario de cintas, magnéticas, digitales, en todos los formatos, tal como aparece Nelson Caucoto en El Mocito, rodeado de un caos material de expedientes, Salas ofrece una reflexión sobre la transformación de las cámaras en sus años como camarógrafo, metamorfosis que con la prolongación del tiempo de registro favoreció la visibilidad de lo real múltiple antes de la omnipresencia de los celulares, a los que también alude como contribución y estorbo. Caracterizado dramáticamente bajo el oficio de la vigilancia de la historia, en el sentido que Barthes le atribuye a la vigilancia del artista, Salas, pasa de las condiciones técnicas para el registro continuo a explicitar el mérito de los jóvenes documentalistas que sostienen el compromiso, es decir a refutar en parte la tesis guzmaniana del país desmemoriado y ciego.

La centralidad de Pablo Salas en La cordillera de los sueños la confirma la casi exclusiva asignación de lo dinámico a su aparición. Surge con el privilegio del movimiento, mediante un travelling lateral, pedaleando sostenido y veloz  afuera del Estadio Nacional. Si todos las películas de Patricio Guzmán tarde o temprano, casi siempre a través de su propio gesto,  resultan expuestas a la consistencia política y estética de La batalla de Chile, o se acoplan con ellas como piezas de la misma máquina que siguen labrando el mismo territorio, se podría proponer como figuras de ensamblaje entre La cordillera de los sueños y El poder popular (1979), el plano secuencia de ese compañero que en 1973 conduce como volando un carretón de mano por las calles de Santiago mientras suena con un triste sólo de viento, como en un acto fúnebre, en una despedida, los sones de Venceremos, y en el presente, ese travelling lateral de Salas en su bicicleta, colorido y sereno contra un paisaje doloroso, también suspendido en dirección a la Cordillera. Separados por casi medio siglo, unificados por la misma poética del movimiento y la duración, configuran un consistente tributo documental a los que luchan.

 

 
Como citar:
Corro, P. (2021). La cordillera de los sueños, laFuga, 25. [Fecha de consulta: 2024-10-15] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-cordillera-de-los-suenos/1059