La excelente y necesaria compilación Cine, arte del presente (2004) de Serge Daney que hicieron Emilio Bernini y Domin Choi se compone básicamente de una antología de dos libros: La rampa (La Rampe) que, editado en 1983, recopila los ensayos que Daney escribió para Cahiers du cinéma entre 1970 y 1982, y Cine diario (Ciné-journal), que reúne las notas que Daney fue publicando, desde 1981 a 1986, en el periódico Libération. La convivencia en un solo volumen de estos dos libros sugiere una idea de unidad en la obra de Daney que puede provocar confusiones en los lectores menos avisados (o, como suele decirse, avispados) y que conviene disipar rápidamente: el crítico que escribe La rampa no es el mismo que, a partir de 1981, redacta los artículos que posteriormente conformarán el Ciné-journal. Todos cambiamos, sin duda, y Daney no tiene por qué ser la excepción. Sin embargo, se trata acá de algo mucho más profundo: los principios teóricos y críticos que orientan uno y otro libro difieren radicalmente. De hecho, La rampa posee una curiosa estructura que deja ver las cicatrices de las metamorfosis del ensayista, particularmente dramáticas para alguien de convicciones tan entusiastas. Publicado en 1983 (es decir, dos años después del inicio del journal), los ensayos de La rampa están divididos en cinco capítulos periodizados históricamente y antecedidos cada uno por una introducción en la que el Serge Daney que en ese momento está escribiendo los diarios habla sobre el crítico que fue. Un dejo de ironía amarga bulle en estas introducciones que contrasta con la seguridad enjuiciadora de los textos nucleares de La rampa: así en “Violencia y representación”, que reúne los ensayos escritos de principios de los setenta, Daney recuerda que “intentaron convencer a anfiteatros poco serios de que el estudio de No reconciliados (Jean-Marie Straub & Danièle Huillet, 1965), o de Viento del este (Jean-Luc Godard, 1970), era útil para la revolución” (p. 15), y en la introducción al periodo 1975-1980, señala que “estos textos son una suerte de moda retro ‘versión Cahiers’ (…) Es el final del decenio. El cine está en el centro de una mutación: toda certeza en cuanto a la naturaleza de la imagen vacila” (p. 49). [Como utilizo mucho la compilación de Choi y Bernini, cito las frases tomadas de este libro solamente por su número de página. En los otros casos, consigno año y número de página de los textos cuya referencia se encuentra en la bibliografía final.] Es tan crucial esta mutación de la imagen, involucra tan brutalmente al futuro del cine, que Serge Daney ha decidido abandonar su casa (los Cahiers) para sumergirse en las páginas siempre provisorias pero actualísimas de un periódico, Libération. El diario entonces no sólo se escribe con el paso del tiempo (“el calendario es su demonio” diría Maurice Blanchot) [En Daney (1998c, p. 148) hay observaciones muy interesantes sobre el género del diario. La frase de Maurice Blanchot está en El libro que vendrá.], sino también para revisar, deshacerse o reescribir los supuestos y valores que determinaban la mirada crítica de los días de Cahiers. Por supuesto hay textos excepcionales en La rampa (sobre Tati, sobre Godard, sobre Syberberg, sobre Salador, sobre Wim Wenders), pero como buen viajero, Daney sabe emprender la marcha, desprenderse de sus pertenencias y aligerar su equipaje [La edición original del Cine diario registra viajes de Daney a Los Ángeles, Moscú, Tokyo y Estocolmo, entre otras ciudades.]. Y eso es lo que hace el crítico francés a principios de los ochenta cuando se integra al periódico Libération y comienza a redactar las críticas que posteriormente reunirá en Ciné-journal.
Como el diario se escribe en tensión con los acontecimientos del día a día, no es poco importante marcar algunos hechos contemporáneos a su escritura. Durante ese lapso, no solo se asiste a la invención del video hogareño, sino también a un significativo cambio de gobierno y a no pocas transformaciones en el campo de la crítica de la cultura. Es el mismo crítico quien registra la aparición del video hogareño y el crecimiento de la televisión y la crisis que ambos hechos provocaron en las salas de cine: “se habla demasiado de la deserción del público (de las salas) y no lo suficiente de la desertificación del paisaje fílmico. Se trata sin embargo de un solo y mismo fenómeno” (p. 260), escribe Daney a propósito de Varda, Wenders y Tanner. Reaparece entonces el tópico de la muerte del cine que, si a fines de los sesenta había sido el resultado de un posicionamiento político, a principios de los ochenta tiene una impronta más que nada tecnológica y estilística: el verdadero tema del Ciné-journal no es la muerte del cine sino la muerte del cine moderno frente a la profunda mutación a la que se asiste en la máquina de las imágenes, que incluye a la más reducida máquina del cine [Punto nodal para entender los diarios: “hay una maquinaria menos amplia que es el cine, muy condensada y poderosa, y una maquinaria más amplia que es la imagen en general”, dice Daney en la presentación de Traffic en 1992 (p. 283). Cuando la imagen funciona como un procedimiento de poder publicitario, tecnológico o militar, Daney prefiere usar el término “visual” (p. 269). Ambas definiciones son posteriores a la escritura del Cine diario y pueden considerarse como conclusiones tardías de los textos de los ochenta. Preocupado con el futuro del cine, Daney se interesa en el Journal por todo tipo de imágenes a las que no cesa de enfrentar una a las otras: básicamente las cinematográficas, desde ya, pero también la televisión, los comics, la publicidad, el clip. La “muerte del cine moderno” está destacada en el cine por los obituarios sobre grandes realizadores del modernismo (Luis Buñuel, Glauber Rocha, Jacques Tati).]. Pero no todo es motivo de pesimismo: en 1981, por primera vez, un presidente socialista llega al gobierno. A los franceses, tan habituados a que las políticas de la imagen estén orquestadas por los organismos del Estado (remember Malraux), no les resulta infundado preguntarse si este cambio de gobierno no traerá también una transformación en el estatuto de la imagen. Dos bellos textos de Daney tratan de dar una respuesta: “Un ritual de desaparición” sobre Giscard d’Estaing y “Un ritual de aparición” sobre François Miterrand en los que se habla de la naturaleza de la imagen televisiva y cinematográfica desde el punto de vista del poder político. Finalmente, otro acontecimiento un poco más imperceptible tiene lugar en esos años: el agotamiento, la crisis o simplemente el cese de las especulaciones teóricas que habían tenido lugar después de Mayo del 68. Muertes de Roland Barthes (1980) y Jacques Lacan (1981), eclipsamiento de la figura de Althusser (tan importante en La rampa y en Cahiers), aparición de La condición posmoderna de Jean-François Lyotard (1979) y un nuevo clima intelectual donde los “raids teóricos” (el término es de Christian Metz) comienzan a ralear. Son también los años en que se publican La imagen-movimiento (1983) y La imagen-tiempo (1985) de Gilles Deleuze, que modifican drásticamente la relación entre teoría y cine: la primera deja de ser el emperador que se impone a sus súbditos y pasa a ser un pensador (el filósofo) que se encuentra con otros pensadores (los realizadores) para intercambiar imágenes y conceptos. No una teoría sobre el cine sino una teoría del cine. Cambio en la imagen, cambio en el Estado, cambio en los aparatos teóricos: estos tres hechos son la pantalla sobre la que Daney proyecta su Cine diario.
Leída bajo la hipótesis de que con este libro Daney se propone reformular y revisar radicalmente su programa crítico, la supuesta disposición aleatoria de sus páginas (que consignarían los eventos según se van sucediendo) se revela como un camouflage. Muy por el contrario, ya desde el inicio, se trata de un viaje en el que los principios –escritos con tinta invisible– están firmemente trazados. No por azar el texto que abre el libro es una reseña de Más allá de toda duda razonable (1956) de Fritz Lang, film que cuestiona la naturaleza del juicio y la pretensión de tener la última palabra: “¿Cómo ver el film? En primer lugar, no hay que intentar ser más astuto que él. En el cine, ésta no es nunca una actitud interesante” (p. 88). Y lo dice alguien que, en La rampa, pasó varias veces por ser el más astuto. Pero más importante que esto: en un libro que se propone registrar el ritmo de los estrenos y las fatalidades de las muertes, en un libro que se propone investigar la mutación de la imagen en el momento mismo en que está ocurriendo, Más allá de toda duda razonable trae una época que no es la del presente: la década del cincuenta. La insistencia en revisitar ese periodo encuentra su principal razón en que fue en esos años que la televisión se impuso y que el cine entró en una nueva era:
Flash-back. Años ’50: los inicios de la televisión. La televisión no vino después del cine, para reemplazarlo. Vino cuando el cine dejó de ser eterno. Cuando lo asaltó la sospecha de ser mortal, y por lo tanto moderno (p. 125) [Otra cita: “En los años ’50, la televisión (que aún no conoce bien sus poderes) y el cine (que comienza a reflexionar sobre los suyos, que se entrega a la introspección) se cruzan” (2004, p. 126). La obsesión de Daney con la televisión está puesta de relieve en Devant la recrudescence des vols de sacs à mains, cinéma, télévision, information que sólo reseña películas emitidas por televisión. En la conferencia del 1992, en cambio, ya no hay nada entre la televisión y el cine. No se debería, sin embargo, aplicar anacrónicamente la desilusión del crítico sobre las intensas experimentaciones que hizo con la televisión y el cine durante la década del ochenta.].
Excepto Sansón y Dalila de Cecil B. de Mille que es de 1949 y Ludwig de Visconti que es de 1972, todos los films reseñados que no pertenecen a la contemporaneidad del diario son indefectiblemente de la década del cincuenta y varios de ellos son analizados en relación con la flamante imagen televisiva. Mr. Arkadin (1955) de Orson Welles, Un rey en Nueva York (1957) de Chaplin o Vértigo (1958) de Alfred Hitchcock –“un cineasta experimental, a medio camino entre el cine (el arte del mimo) y la televisión (con su parloteo)”– adquieren un nuevo sentido cuando se los interroga por el modo en que procesaron el impacto del nuevo medio. Observado en retrospectiva, La dolce vita (1960) de Federico Fellini cierra la serie (la década) porque es el primer film que se vale de los intercambios posibles entre un medio viejo, el cine, y uno nuevo, la televisión [Los diarios ponen lado a lado el cine actual de los ochenta y el cine de los cincuenta que es casi el único periodo no actual que le obsesiona Daney en esos años. Esto no siempre sucede alrededor de la televisión: La honorable señora Oyu (1952) de Kenji Mizoguchi, ¿Quién mató a Harry? (1955), La ventana indiscreta (1954) de Hitchcock, Él (1953) de Luis Buñuel, Nubes (1955) de Mikio Naruse. También son interesante los textos “Welles, por amor al cine”, en el que habla del programa televisivo Orson Welles Around the World de 1955, y “Bergman impromptu” en el que se el director sueco y Daney se explayan sobre la televisión de los años cincuenta. Esa década también, no es en vano señalarlo, es la de la niñez del Daney que se convierte en cinéfilo.]. Lo que todas estas películas anuncian, deliberadamente o no, es el comienzo de la “era de la vigilancia” y, por lo tanto, una nueva función para las imágenes en una situación que se vuelve un término de comparación con los ochenta. Se trata, entonces, de ver el presente a la luz de una década que presenta la misma encrucijada: las imágenes como terreno de disputa entre el cine y la televisión. En la edición de dos tomos del Cine diario que hizo el propio Daney en 1998, la apertura con el texto sobre Lang no es menos significativa que los cierres que propone para cada uno de los dos volúmenes. El primero se cierra con “Du saké pour les enfants” sobre los comics o manga japoneses. En su viaje a Japón, Daney se interesa por la masividad del fenómeno (“il sort 6600000 recueils de mangas pour adolescents et 1500000 pur jeunes filles” y otras cifras) y por la lucha por apoderarse de la imagen como fantasma del cine, la televisión y el comic : “A la différence d’une télévision inepte et douceâtre, forte de six chaînes nationales (mais pas de cable) et d’un cinéma en perte de vitesse, la manga est la ligne directe qui branche les Japonais sur leurs fantasmes” (1998a, pp. 209-210). Esta lucha entre el cine, la televisión y otros medios alrededor de la imagen encuentra su conclusión y su balance en la reseña de Ginger y Fred (1986) de Federico Fellini, film que a Daney le interesaba particularmente porque le permitía investigar las relaciones entre el cine y la televisión en un director que había sido el primero en superar a ésta, incorporándola [Tanto le interesaba este film de Fellini a Daney que vuelve a reseñarlo en Devant la recrudescence des vols de sacs à mains, cinéma, télévision, information : “Fellini réaliste” (1997, p. 67).]. La estructura del diario, entonces, no está marcada por la contingencia y los caprichos del fluir del tiempo sino que surge de la compulsa entre un teorema (la mutación de la imagen) y su demostración en el terreno de la historia.
En el prólogo que escribió para el Journal, Gilles Deleuze sostiene que estos dos aspectos de la imagen, cinematográfica y televisiva, “no actúan al mismo nivel” (1995). Pero si esta afirmación es verdadera para el momento en que se escribe el diario, carece de sentido para la década que Daney convoca una y otra vez, como un fantasma. En los films de los años cincuenta esta diferenciación de niveles desaparece porque es un momento en el que la televisión todavía no encontró su función y el cine se replegaba para pensar su diferencia. En vez de actuar en diferentes niveles ya asignados, puede decirse que cada uno está buscando todavía su lugar y estableciendo sus propios niveles de acción. Para Daney, la aparición de la televisión implicó, en los años cincuenta, el salto hacia una mayor autoconciencia del cine. Ante esa conclusión retrospectiva, Daney se hace una serie de preguntas para responder sobre la mutación de la imagen en los ochenta: ¿A qué transformaciones de la imagen estamos asistiendo? ¿Qué funciones cumplirá la televisión y cuáles el cine? ¿Constituye la imagen televisiva una segunda muerte del cine frente a la muerte benéfica de los cincuenta? ¿Qué viene después del cine moderno?
El carácter político del diario proviene de que busca el espacio público, masivo y temporal de un periódico (Libération nada menos) para intervenir en el curso de las imágenes. Por eso hay que leer el diario no como un registro sino como un modo de entrar en acción, de hacer conexiones y de entregar un cuaderno de bitácora para tiempos de transición. Daney se introduce en las pantallas como en una escritura y viaja. No tiene muchas cosas en su equipaje: una memoria de cinéfilo y algunas hipótesis sobre el nuevo estadio de la imagen.
Adiós Cahiers
El Cine diario es la rehabilitación de la mirada. La mirada, que en La rampa estaba bajo sospecha, protagoniza la etapa que se inicia en 1981 y le entrega a Daney el expediente más legítimo que puede presentar la teoría: una experiencia. En este pasaje, tal vez el cambio más decisivo es aquel que lo lleva a abandonar la crítica de la sospecha para iniciar, muy a tono con los tiempos posmodernos, una travesía por las superficies: “Ayer era la verdad de la mentira. Hoy, los poderes de lo falso. Signo de los tiempos” (p. 204) [En la presentación del segundo número de Trafic, texto que puede considerarse algo así como un testamento (Daney, que tenía SIDA, ya sabía que iba a morir), el crítico recuerda así esa lógica de la sospecha que se adueñó durante los setenta de Cahiers: “No sirve de nada mirarla (a la televisión) como un semiólogo, diciendo: “¡Ah! Hay ideología detrás del pronóstico metereológico…”, decir esto era interesante cuando lo hacían los Cahiers en el 73, ya no. Los Cahiers fueron los primeros en esto, nadie lo dijo jamás; éramos ingenuos y althusserianos, pero éramos muy sinceros en eso, y nada estúpidos” (2004, p. 283).]. El crítico ya no se rige tanto por la interpretación y el desenmascaramiento sino por su capacidad para hacer conexiones y recorridos: las teorías ya no están tan ligadas a esquemas articulados previamente (sea en el campo de la teoría política o en el del psicoanálisis) como a mapas que permiten orientarse temporariamente. La relación entre cine y teoría desemboca en una “pragmática” que tiene como fin poder orientarse en un medio hostil y salvar las imágenes en un mundo que las pierde irremisiblemente [Sobre la utilidad de las distinciones y su función pragmática habla Daney a propósito de la oposición entre la imagen y lo visual en “Antes y después de la imagen” incluido en la compilación de Bernini y Choi. Deleuze sostiene que el método de Daney es “funcionalista” para dar cuenta de la resistencia de Daney a hacer grandes abstracciones y a trabajar con la fijación crítica de acontecimientos (1995, p. 120).].
En esta recuperación de la mirada, Daney revisa el programa teórico que alentó al Cahiers de los años setenta y su iconofobia. No casualmente, Martin Jay, en su monumental historia de la denigración de la mirada en el pensamiento francés, se refirió explícitamente a Serge Daney y a la importancia que tuvo, junto con Jean-Louis Comolli y Jean Narboni, en la redefinición de la “ideología de lo visible” (1993, pp. 462-463) [Esto explica la violencia del texto sobre Bazin que se incluye en La rampa. En el diario, Bazin es ampliamente reivindicado a propósito de la reseña del libro de Dudley Andrew. En la conferencia de 1992, Daney repite la formulación baziniana de que “el cine es un arte realista” (p. 296).]. Con la teoría del aparato (término que juega con la noción althusseriana y su correspondiente aplicación a la tecnología cinematográfica), los críticos de Cahiers se proponían desconfiar de lo visible y atacar toda pretensión de representación y de defensa de la percepción que desbancara la significación y el lenguaje. Es el cine mismo, como institución pero también como técnica, el que está bajo sospecha: “El cine está, entonces, –se lee en La rampa– vinculado con la tradición metafísica occidental, tradición del ver y de la visión, cuya vocación foto-lógica parece realizar” (p. 18) [Los ejemplos en la crítica francesa de esos años son innumerables, desde las deconstrucciones derridianas que irrigan la cita de Daney hasta el principio barthesiano de que la cultura burguesa tiene como objetivo desintegrar el signo, desde la revista Tel Quel y sus críticas a la representación a las especulaciones de Lacan sobre la mirada y la visión.]. Pero la presión de la Teoría no solo hace que Daney escriba peor, sino que sus propios hallazgos deban comparecer ante un aparato más temible que el de la cámara: el de esa tradición profunda del pensamiento francés que recelaba de la mirada y de la representación. [La apreciación que hago de la escritura de La rampa está hecha desde los diarios y sería más exacto decir entonces que la escritura mejora una vez que Daney se libera de la necesidad de acompañar, como un avión más, esos raídes teóricos. Un claro ejemplo de esto que digo se puede ver en el texto sobre Howard Hawks en el que observaciones prodigiosas del Daney cinéfilo conviven con una menos convincente aplicación del concepto de écriture de Derrida y de castración de Lacan (ver especialmente pp. 26-27).] Si bajo estos principios la crítica de André Bazin resultaba inviable, es la misma relectura de Bazin la que le permite a Daney superar la condena de la representación que pesaba sobre el cine: la imagen, escribe en el Cine diario, es “máscara mortuoria, molde, momia, huella, fósil, espejo” (p. 188). Ya no una máquina terrible que ilusiona a los burgueses sino una superficie en la que se dan cita la mirada, el goce y la muerte [El ensayo ¿Hay una posteridad para Serge Daney? de Jean-François Pigoullié tiene la virtud de señalizar los temas básicos de Daney aunque disiento totalmente con sus consideraciones sobre el realismo baziniano y daneyano en, por lo menos, tres aspectos. En primer lugar, Pigoullié afirma que Bazin utiliza el término realista de un modo reticente. Escribe para fundamentar este argumento que “la expresión “realismo integral” fue utilizada por Bazin, y esto tiende a olvidarse, en un artículo titulado “El mito del realismo total”” (p. 29, subrayado del autor). Sin embargo, lo que Pigoullié tiende a olvidar es que el artículo no se titula “El mito del realismo total” sino “Le mythe du cinéma total” (subrayado mío) lo que invalida su argumento. A continuación, el autor sostiene que la “vulgata considera que el realismo baziniano proviene de la técnica de la toma (prise de vue), del registro de lo real por la cámara” (p. 29). Sin embargo Serge Daney a quien, supongo, Pigoullié excluye de la vulgata baziniana, escribe: “la visión baziniana del cine –inseparablemente ligada al cine como “toma de vista”– se enfrenta hoy a un estado del cine en que la imagen ya no es necesariamente “extraída” como muestra de lo real” (p. 190, el término utilizado por Daney en francés es, justamente, prise de vue). Es que la prise de vue no es solamente, como cree Pigoullié, un registro de los cuerpos sino un modo en que los cuerpos se imprimen o perseveran, para usar un término spinoziano tan caro a Daney, en el ojo de la cámara. Y esto genera una serie de cuestiones (estéticas, morales y políticas) que son exclusivas del cine y, parcialmente, de la fotografía (ni de la pintura, ni del teatro, ni de la danza, ni de la literatura). Hay, en este texto, una concepción muy mecánica de la causa-efecto que está totalmente ausente en Bazin. Pero lo que más explica los desfasajes del planteo de Pigouillié es el tercer elemento con el que disiento, muy difundido en la crítica de cine actual: la que considera el realismo en términos literarios, recurre a las valoraciones de la crítica literaria (donde el realismo siempre tuvo mala prensa) y considera la cuestión del realismo en cine como si fuera un problema de lenguaje. No en vano Pigoullié toma como punto de partida Christian Metz y habla de “ilusión referencial” (p. 30) que es algo iluminador a propósito del lenguaje pero que dice muy poco de las imágenes. Justamente Bazin basa su idea del realismo en una diferencia entre lo estético (la toma) y lo psicológico donde estaría anclada esta ilusión referencial (2000, p. 12). Este malentendido se podría despejar considerando a las imágenes cinematográficas, según la célebre clasificación de Peirce, no como íconos (caso de la pintura por ejemplo) sino como índices (a propósito, Bazin utiliza la misma comparación que Peirce para hablar de la imagen fotográfica: la compara con una “huella digital”).]. El abandono de la iconofobia de Cahiers y el reconocimiento del cine como huella indicial del goce y de la muerte, llevan a Daney a revalorizar la función de la cinefilia que, en los textos más politizados de La rampa, había sido definida como “oscurantista” (pp. 42-43). Pero esta definición que tenía sentido cuando la sala era un “mal lugar” y la figura a reivindicar era la del militante, pierde sentido en la era que inauguran los años ochenta. Si en las nuevas mutaciones de la imagen el cine clásico es “un modelo vacío y una vaga nostalgia” y el cine moderno “una provocación sin objeto y un duelo sin fin” (“Post-scriptum”, en Daney, 1996, p. 214), la cinefilia comienza a revelar su virtud cardinal: es una memoria, es aquello que lo visual contemporáneo (sea televisivo o del cine de qualité) suele suprimir o ignorar. La cinefilia puede traer aquello que ya fue (la nostalgia y la provocación) para salir de lo visual y acceder a la imagen. Serge Daney pasa de ser un “buey teórico” a ser una “rana cinéfila” [La ocurrencia es del propio Daney pero dicha a propósito de La ventana indiscreta (2004, p. 202). No puede dejar de recordarse las palabras del Quijote de Cervantes: “Has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. De conocerte saldrá el no hincharte como la rana, que quiso igualarse con el buey”. La fábula de la rana y el buey es originalmente de Esopo.]. Ágil y de contextura fibrosa, esta rana sin duda sabe dar saltos.
Si la cinefilia trae el relieve del pasado y la imagen pasa a ser una pura superficie, ¿cuál es entonces el estilo que vendrá a ofrecer respuestas y a continuar con la tarea crítica del cine moderno? El último ensayo de La rampa, escrito en 1982 y que le valió la carta homenaje de Deleuze, cierra el libro con un interrogante sobre el nuevo estadio que alcanzará la imagen: “entonces, ¿el barroco?”. Pero el barroco, que les había resultado el nuevo bucle de la modernidad a Sarduy, a Barthes, a Lacan, apenas vuelve a mostrar su rostro en los diarios. Como respuesta desviada, otro término histórico-estilístico insiste en ser redefinido: el manierismo.
“¿Cómo insertarse, cómo deslizarse en la imagen, dado que toda imagen se desliza ahora hacia otras, dado que el ‘fondo de la imagen ya es siempre una imagen’ y el ojo vacío una lente de contacto?” (Deleuze 1997, p. 118). Así define Gilles Deleuze la pregunta que rige el tercer estadio de la imagen en Daney, y la respuesta que da Cine diario es el estilo que siempre llega un poco tarde: el manierismo. Reciclado del cine clásico y del cine moderno, el manierismo viene para subsanar una falla y se desliza sobre imágenes preexistentes para marcar conexiones posibles en un mundo donde, aunque cada imagen particular está desvalorizada, lo visual lo domina todo. Muchos son los realizadores que trabajan en los ochenta con esta conciencia, pero Daney se muestra particularmente seducido por Wim Wenders y Francis F. Coppola, quien “fabrica, laboriosamente, el cine manierista de hoy” (p. 205) [Deleuze, a quien a menudo se lo mimetiza extremadamente con Daney, difiere rotundamente en este punto con el autor del Cine diario. Mientras para Daney Coppola es crucial para definir las nuevas formas del cine, para Deleuze el director de La conversación (1974) no tiene lugar (ninguna de sus películas, salvo una mención despectiva a El Padrino (1972), es mencionada en sus dos tomos sobre cine). Las únicas veces, hasta donde yo sé, que Deleuze menciona a Coppola es, justamente, en el prólogo al libro de Daney (1995, pp. 125 y 131). En cambio Daney sigue en su diario la trayectoria de Coppola paso a paso:Golpe al corazón (1982), La ley de la calle (1983), Apocalipsis Now (1979) (en la nota sobre Schlondorff) son analizadas en detalle por Daney. Puede confrontarse este seguimiento con el que hace Daney del director al que más cita: el padre terrible Godard, quien realizó, durante el periodo de redacción del diario, Prénom: Carmen (1982), Je vous salue, Marie (1983) y Detective (1984) las que, sin embargo, no registran entradas. Passion (1981) recibe una nota sobre su rodaje que es del mismo tipo de las que Daney reserva para los grandes directores del modernismo: Kurosawa, Bergman, Syberberg. Como si Daney quisiera descubrir algo en el proceso de creación de los grandes. No se trata de qué director le gusta más ni del lugar central que ocupa Godard en el entramado de Daney, sino qué era lo que más le interesabamientras estaba escribiendo (en) el diario.]. Arte artificioso y artificial, en palabras de Arnold Hauser, la “estructura atomizada” del manierismo es el estadio inicial desencantado con el que deben trabajar los artistas (1965, p. 18). Fin de la ilusión, “fin del cuento de hadas”. “Personajes y decorados –se lee en la reseña sobre One from the heart– ya no tienen nada que ver unos con otros, se perdió el secreto de la ósmosis, el divorcio entre el cuerpo del actor y la materia de la imagen es casi pronunciado” (p. 152). Vivimos en la Imagen, pero sin la felicidad compensatoria del cine clásico (“el secreto de la ósmosis”) y sin la compensación disyuntiva del cine moderno. Vivimos en la imagen de un modo “desmañado”, como esas parejas divorciadas que, sin ilusiones, siguen bajo un mismo techo. Vivimos en el sueño pero no somos los soñadores, escribe Daney en algún lugar del diario.
El manierismo tiene la virtud de diagnosticar un estado de las cosas, una inflación de imágenes de las que el mundo se ha ausentado (“El video lo enfría todo”, p. 119), pero en su virtuosismo también aguarda un peligro: la “pirotecnia frígida” que amenaza con los fracasos más rotundos, en tanto experiencias, a un Coppola o un Wenders. De ahí las fuertes objeciones de Daney a ese estilo que se convierten en euforia afirmativa cuando los directores logran salir del laberinto manierista: el “frío goce” de Fassbinder (p. 144), la “promesa afectuosa de un secreto” de Wenders (p. 223), la “falta de proporciones” de Coppola (p. 153). Un poco de pasión en un mundo inhóspito.
La calidez de la cinefilia (o de la niñez) y la frialdad del manierismo (o de la actualidad) hacen que Daney vindique su nostalgia y recupere una figura de un estrato del pasado, más exactamente de su niñez: la de avanzar “caminando sobre dos piernas”, una la del arte culto y otra la del arte popular, las dos construyendo cadenciosamente la historia del cine. La cinefilia, como memoria, puede desempolvar ese momento de la mirada en el que se caminaba con dos piernas y el mundo popular y de elite se encontraban en la pantalla. El manierismo, en cambio, es la posibilidad de rescatar todas esas imágenes en un presente frío y presentar batalla allí donde el cine parece estar perdiéndola, en la profusión de imágenes que definen la vida social. Cinefilia y manierismo son dos maneras de conservar o retener una memoria popular que el cine no debería haber perdido nunca. Por todo esto, una de las figuras posibles para recorrer transversalmente el Ciné-journal, es el concepto de pueblo, que deja su huella aquí y allá, de diferentes maneras y a veces de modo subrepticio, pero que nunca deja de ser un horizonte posible para el cine.
Las formas del pueblo
No debería haber teoría del cine que en un momento no colocara en su rompecabezas una de las piezas ineludibles: la masa. Tarde o temprano, como pueblo o multitud, como horda o público, la masa irrumpe en la imagen cinematográfica. No hay gran realizador en el que la masa no aparezca en alguno de sus estados posibles, desde Griffith, que recurría a las teorizaciones de Dickens sobre el melodrama popular para justificar su empresa, pasando por Eisenstein y Vertov que captaron la emergencia de las multitudes, después ilustraron al pueblo y terminaron hipnotizados por el carisma del líder. Desde la hordas furibundas y resentidas que quieren hacer justicia en Fritz Lang (M el vampiro de 1931, Furia de 1936) a los neorrealistas italianos y al cine épico-político de los años sesenta. Desde el cine en transe de Glauber Rocha a Pier Paolo Pasolini hasta llegar, en la actualidad, a Nani Moretti y a Abbas Kiarostami: la pregunta sobre qué imagen le corresponde al pueblo encontró en el cine múltiples formas y respuestas [Esta multiplicidad tiene su origen en las cantidad de características que hacen al cine un medio ligado con lo popular: desde su vínculo con el entretenimiento masivo a sus potencialidades políticas, desde su internacionalidad a su capacidad para registrar grandes contingentes, entre otras cosas. No es mi objetivo acá ser exhaustivo con esta relación sino ensayar una lectura de esta figura en la crítica de Daney.]. Serge Daney, como crítico, dio las suyas propias y si algo lo torna peculiar es tanto el haberse centrado en la situación característica de los ochenta como el haber tratado de pensar, en un momento en que el desierto se hacía en el cine, en un pueblo posible. El Journal se escribe también para eso: no solo para ver las mutaciones de la imagen en los ochenta, sino para determinar las metamorfosis de la masa, sea en la pantalla o en “ese cochino que paga”, el espectador.
Ahora bien, ¿con qué pueblos o masas cuenta el cine a principios de los ochenta (o será que, como quería Deleuze, “el pueblo falta”)? El Cine diario no responde directamente y hasta puede decirse que la cuestión no figura de un modo evidente en su temario. Sin embargo, una lectura en diagonal como la que propongo hacer acá, puede relevar diferentes hilos que se cruzan y se hacen sentir a lo largo de todo el libro. Las descripciones cuantitativas y cualitativas del pueblo cinematográfico y las relaciones de poder entre pueblo e imagen pueden convertirse en esos hilos que permitan ir atando ese doble espectro (cine y pueblo) que deja sus huellas, dispersa pero obcecadamente, en los textos del crítico francés.
La herencia cuantitativa del cine es bastante pesada porque a lo largo de su historia el cine ha sabido crear una cultura internacional-popular. Es algo que se puede comprobar en Sadoul (“esta historia ha sido mundial”) (p. 288), o en Hitchcock (“Y si bien la sopa sólo podía ser norteamericana, el sabor de la sopa es universal”) (p. 210), y en la actualidad en Spielberg y los norteamericanos quienes “saben reunir un público (casi) mundial para explicarle pacientemente, con ayuda de efectos especiales, por qué va todavía al cine y por qué es tan mundial” (p. 168). Por supuesto que este desequilibrio en relación con el predominio norteamericano no deja de crear ciertas situaciones ridículas: “una parte de la experiencia humana, digamos americana, forma parte de nuestra cultura en sentido estricto, mientras que cosas que pasan muy cerca de nosotros jamás han tenido derecho de ciudadanía” (p. 292). Una película de la posguerra pone en evidencia todos estos problemas: Jour de fête (1948) de Jacques Tati es, además de una comedia, un catálogo de las prácticas de la cultura popular francesa en un pueblito del interior. Pero la presencia de un cine ambulante en esa kermesse nada heroica, lleva al cartero del lugar (el mismo Tati) a querer imponer el sistema norteamericano de correo. La comedia surge de este choque entre una cultura popular en extinción (pero todavía poderosa) y una emergente que se funda en otros criterios, con las imágenes norteamericanas que se diseminan como un reguero de pólvora cuando los soldados ya se fueron.
Frente a este desbalance entre entornos culturales e imágenes trotamundos, Daney –muy en el estilo de Jour de fête – no deja de pensar que la imagen está ligada a las naciones, al Estado-nación, y ve ese escenario internacional no solo como una muestra de la dominación norteamericana sino como la posibilidad de proyectar perfiles nacionales: los ingleses con 1984 (Michael Radford, 1984), Kusturica y los fantasmas del Este, Syberberg y el duelo alemán, Tarkovski y La zona, forma vacía (pero sobre todo forma) que el Estado soviético necesita castigar. Son numerosas las lecturas que hace Daney de los argumentos como alegorías de lo nacional: así, además de las antes mencionadas, El Padrino 3 (Coppola, 1990), interpretada como el viaje de la imagen del nuevo mundo al viejo mundo, o Le Faussaire (Cinco días en Beirut, 1981) de Schlöndorff, leída como continuación de la guerra entre Alemania y Estados Unidos por otros medios. El cine, entonces, genera un lugar imaginario internacional (aun para un simple cartero), en el que se proyectan, combaten y se definen las culturas nacionales y sus pueblos. Grandes contingentes, grandes pretensiones.
Sin embargo, esta pesada herencia debe enfrentar el hecho de que otras formas de la imagen (particularmente la televisión) comienzan a cumplir esta función con más eficiencia. “Hace ya mucho –escribe Daney– que el cine juega un papel secundario en la gestión de la identidad colectiva. Ser francés es algo que ya no se filma” (p. 141). La televisión, en cambio, resulta muy eficaz cuando se trata de apuntalar ritos nacionales. Por su carácter masivo, nacional, ligado al presente y, también, a las fuerzas del Estado, la televisión tiene la capacidad de poder evocar ritos: “Toda vez que los príncipes que nos gobiernan quieren marcar simbólicamente un acontecimiento entra en escena la televisión” (p. 196). Por eso, en los ochenta, es en la televisión donde se encuentra a la masa y adonde acuden los presidentes Giscard y Miterrand para redefinir la naturaleza de su carisma. En la confrontación que hace Daney de ambos spots publicitarios (“Un ritual de desaparición” sobre Giscard d’Estaing y “Un ritual de aparición” sobre François Miterrand), lo que se trata es de ver las alternativas frente a las que se encuentra la imagen en su vínculo con la masa. Ambos políticos instauran un rito: Giscard con un plano vacío y Miterrand con la entrada de un personaje (él mismo) en el cuadro. El primero cultiva el personalismo caudillista, mientras el segundo rinde culto a los muertos (al que es particularmente sensible el autor de La rampa). A diferencia de lo que suele suceder con ella, acá la televisión recurre a la forma para calibrar las oscilaciones del poder. Pero Daney va más allá, porque, para él, el desafío de Miterrand será desrealizar, desritualizar y desacralizar la televisión. El spot del flamante presidente le parece una respuesta esperanzadora al rito que propone Giscard, que reduce la multiplicidad del pueblo a uno (él mismo), que, para colmo de males, debe dejar el cuadro (es decir, el poder). La coda del artículo sobre Miterrand es instructiva: se trata de la transcripción de un diálogo de El discreto encanto de la burguesía (Luis Buñuel, 1972) por televisión y de un diálogo de muertos [Lo ritual tiene que ver con lo colectivo y lo popular, y aun en 1992, Daney sostiene que la TV tiene más fuerza ritual que el cine: “Hoy en día, el cine me dice otra cosa, no tiene los medios para rivalizar con los rituales de la televisión sobre temas como éstos” (p. 287).]. ¿Será que le toca ahora a la televisión hacer retornar a los muertos? ¿Será que asistiremos por televisión a la muerte de la burguesía? Era un sueño, se apresura a afirmar Daney, pero de todos modos la promesa de Miterrand queda en el aire.
En los años posteriores al texto sobre Miterrand, Daney constata sin embargo que el recorrido de la televisión en esos años no hace más que confirmar las peores hipótesis de Chaplin y de Lang, y que cada vez queda más claro que si la televisión puede convocar los ritos es porque está directamente conectada con el poder. Una serie de poderosas conexiones directas, mucho más fuertes de las que podría imaginar el cine, que comienzan a instaurar el reino de lo visual: “verificaciones ópticas de un procedimiento de poder” (p. 269). No casualmente, los últimos textos de Daney sobre la televisión en el Ciné-journal son sobre Los Ángeles, capital del cine, terminal de las imágenes, que se encuentra atrapada en un “provincianismo imperial” (1998b, p. 156). Daney viaja a la ciudad origen del cine y encuentra el velocísimo acoplamiento electrónico entre público, imagen, televisión y poder. Hay pueblo, hay masa, pero ésta ya no se conecta mediante el cine sino con la inmediatez de una televisión que, en vez de gestionar una identidad colectiva, solo incentiva el chauvinismo.
La relación cualitativa con la masa tampoco admite mayor optimismo. Las conexiones que hace Daney en este punto son mucho más arriesgadas porque la situación ha cambiado radicalmente. Y acá retorna la diferencia nacional: porque si para la crítica en los años ochenta se ha producido en la cultura, en palabras de Andreas Huyssen, un “after the great divide”, para Daney lo que sucede en Francia es lo opuesto. El great divide no termina sino que se inicia en los ochenta: “Caminábamos sobre dos piernas y luego de repente hicimos la gran separación” (p. 284). Daney observa con nostalgia los años cincuenta en los que se daban cita el cine la elite y el pueblo: la crítica podía hablar de Lang con términos de Platón (y “al portero” también le gustaba Lang) y Bresson podía hacer posible lo imposible: “cuando veo El diario de un cura rural, lloro, y el film aún tiene dos piernas. Y habla del pueblo” (p 284). En visión retrospectiva, el modernismo francés aparece, a los ojos de Daney, como un lugar en el que el tráfico entre la alta cultura y la cultura masiva podían ser fluidos, heroicos, vivaces. En el principio estaba Jacques Tati (“oscilación característica del cine francés: entre populismo y arte moderno”) (p. 57), después vinieron los Cahiers “con esas jugarretas imposibles entre el populismo y el elitismo (la historia de los Cahiers es esto)” (p. 284) y finalmente la Nouvelle Vague que le dio un nuevo sentido a esa cultura internacional-popular [La cita completa es: “Es difícil decir: “hemos amado al cine locamente, era a la vez arte culto y arte popular, y por las dos razones a la vez, una remitiendo a la otra, con jugarretas imposibles entre el populismo y el elitismo (la historia de los Cahiers es esto)”. Qué placer admirar a Lang, porque mi portero veía a Lang y cuando yo leía a Platón encontraba a Lang. Qué placer para un chico de mi edad. Esta sensación de caminar sobre dos piernas es inolvidable” (p. 284, subrayado del autor).]. En los ochenta, en cambio, la qualité française hace alianza con la televisión, surge el telefilm y Jean-Jacques Annaud es amado por el pueblo (p. 280): ya no hay tensiones, el pueblo se esfuma o simplemente está atrapado en los rayos catódicos. Hay una gran división, pero del otro lado (del lado del pueblo) no hay nada.
Frente a la pérdida cualitativa (no menor que la cuantitativa), Daney responde con conexiones un poco improbables, un poco experimentales, pero con el fin de ver qué es lo que puede hacer, en esa nueva encrucijada, el cine. El 20 de febrero de 1982, a propósito de Trop tôt, trop tard (1982) de Straub y Huillet, Daney comienza a boca de jarro con una pregunta que hubiera sido inadmisible en La rampa: “¿Qué tienen en común –se pregunta– John Travolta y Jean-Marie Straub? La pregunta es difícil, lo reconozco. Uno baila, el otro no. Uno es marxista, el otro no. Uno es muy conocido, el otro, menos. Ambos tienen sus seguidores. Yo, por ejemplo” (p. 130). El monstruo invocado en La rampa, el Strobgodard, estaba muy bien aunque era un poco previsible (la pata modernista del cine), pero ¿qué decir de este monstruo Strauvolta , casi un trabalenguas? Porque está claro que los Straub no saben bailar, ¿cómo podrían hacerlo si solo tienen una pata? [Ya en la introducción de 1982 que Daney escribe para la sección “Puntos de vista, II (1975-1978)” de La rampa toma cierta distancia del cine de Straub y Huillet y sostiene que “el strobgodar es tal vez el monstruo que preside el final del cine moderno” (p. 37, subrayado mío). Pero es en el artículo del Journal sobre los Straub, sin que esto afecte al amor por su cine, donde hace la crítica más contundente y feroz (con cierto sabor nietzscheano) a los seguidores de Straub –a los que denomina con la sigla IS (Internacional Straubiana)– porque, dice Daney, “suele haber demasiado resentimiento en la manera en que se habla bien de los ‘puros’” (p. 225). Para una relación de Daney con el cine de los Straub puede leerse Oubiña 2002.]. Pero no es el único ensamblaje provocativo que hace Daney: en su reseña de Sansón y Dalila escribe que “cuando De Mille habla de amor, es como Duras, sin restricciones” (p. 148) y en “Pequeño equipaje para Passion” sostiene que Godard y Coppola tienen “los mismos riesgos, el mismo deseo” (p. 139). El fervor que pone en su entrevista con Bergman, intrigado sobre si el director sueco había comparado a Fanny y Alexander (1982) con la serie televisiva Dallas en broma o en serio (p. 176), muestran que estas conexiones eran cosas que Daney se tomaba realmente a pecho. En el proceso de recuperación de las dos piernas, Daney descubre que el cine guarda en su historia o en su memoria una cualidad del pueblo por la que vale la pena reflexionar: la del pasaje entre cosas heterogéneas, la juntura de las dos piernas, la inteligencia y la risa, como en Tati (“necesitaba de la inteligencia del público”) (p. 161). En esa encrucijada en la que el pueblo se ausenta (o huye hacia la televisión), el cine descubre una nueva función: conservar, retener, rememorar, también embalsamar [Gilles Deleuze se explaya ampliamente sobre la función conservadora del cine (1995, pp. 121-122). La idea del cine como conservación, hace que Daney vuelva a hermanarse con Bazin: “mostrar que el cine conservaba lo real y que antes que significarlo y asemejarlo, lo embalsamaba. No ha habido metáforas lo suficientemente bellas o macabras para decirlo: máscara mortuoria, molde, momia, huella, fósil, espejo […] André Bazin andaba, por decirlo así, a la búsqueda del azogue perdido” (p. 188).]. No conectar con el poder (como hace la televisión) sino con esa memoria internacional-popular que solo posee el cine, que cuenta con la ventaja de ser “la única memoria colectiva todavía posible” (p. 288). Si el arte moderno entró en crisis por fallas en la memoria (p. 285), no le corresponde al cine hacer una restauración sino apostar por nuevos nexos, como lo hace, desde la crítica, la mirada de Daney.
La memoria que cultiva la cinefilia no debe transformarse en algo inerte sino que debe utilizar sus fuerzas para articular unas imágenes que puedan resistirse a lo que Daney denominó lo visual, esto es, el acoplamiento de los mecanismos de control y poder al que es tan proclive la televisión. Daney no es nada concesivo en este punto, ni con lo visual ni con la televisión ni con aquellos que la critican [Daney llega a decir que “decididamente, los grandes momentos del cine no están en Cannes, sino en las 625 líneas cotidianas de nuestros televisores” (p. 94).]. No se trata de decir que el cine está contra la televisión, sino reconocer, en primer lugar, cómo la televisión ha logrado posiciones inmejorables, sobre todo en lo que respecta a los ritos populares y nacionales. Sin embargo, la distancia del poder a la televisión es tan exigua que, finalmente, la televisión queda apresada en el consenso. “La televisión es el consenso por excelencia”, descubre Daney (cf. Deleuze, 1997, p. 123). La naturaleza del consenso televisivo es compleja: es autoritario y tolerante a un tiempo, elimina al otro (y por lo tanto a la imagen) y se subordina al poder [“El Estado-Nación israelí se había endurecido demasiado para correr el riesgo de la imagen” (p. 276).]. En estas condiciones (recordemos que el consenso fue una de las palabras mágicas de los ochenta), la función de los directores de cine consiste en inventar pueblos, crear formas (“es siempre la forma lo que se castiga”), instaurar el disenso, convertirse ellos mismos en Estados que producen imágenes no signadas por el consenso o lo visual. Algo de esto ya sucedía en los cincuenta, cuando con Monsieur Verdoux (Charles Chaplin, 1947) y Un rey en Nueva York se produjo “una declaración de guerra del Estado-Chaplin a Estados Unidos” (p. 56) o cuando Lang regresó a Alemania y continuó la serie de Mabuse. En los ochenta, en la inflación de lo visual, ese aspecto de las películas pasa a primer plano:
Frente al cine como arte cada vez menos popular y cada vez más sometido a la retórica publicitaria, algunos irredentistas continúan pensándolo como una contra-propaganda y pensándose a ellos mismos como hombres de Estado en guerra (p. 56).
“El Estado Syberberg (Hitler, un film de Alemania)”, uno de los grandes textos de La rampa, se continúa en “Syberberg en la cabeza de Wagner”, último texto de 1981. “Porque no se trata de vencer a Hitler (sería una idea paranoica pero, a pesar de todo, banal); por el contrario, se trata de vencerlo cinematográficamente” (p. 55). La virtud del director alemán está, en primer lugar, en no despachar a Hitler como mero victimario ni en apelar al compromiso sino en plantear la siguiente cuestión: ¿en manos de quién está la figuración política? Y la segunda virtud está en reconocer la actualidad de Hitler como pensador de la política. Una actualidad diferente, por supuesto, a la de los años cuarenta, cuando la figuración política se disputaba entre Hitler-Riefenstahl-Goebbels contra Lubitsch y Chaplin. El Estado popular del cine (Chaplin, Lubitsch), basado en el carnaval cómico y en el robo, ya no es posible (el “robo ontológico” del que hablaba Bazin); ahora es la moral del arte y el juicio (lo jurídico) frente a un Hitler vencido pero igualmente poderoso, porque su figura pesa sobre las imágenes y sobre el lenguaje. Lo interesante es que el Estado Syberberg no se pone, al modo de la pedagogía izquierdista, por sobre el problema, sino que lo asume en toda su ambigüedad: todo cineasta es un poco culpable porque Hitler se valió del cine para construir su dominio, pero todo cineasta puede reclamar su inocencia si se propone laboriosamente vencer a Hitler cinematográficamente. Syberberg, solo un cineasta en definitiva, no cuenta con mucho: hay un “cine destruido, reciclado en el porno, un pueblo inepto para el duelo, una lengua disminuida, expurgada” (p. 55), Hitler vive en cada detalle y toma sus fuerzas del hecho de que se lo niega.
Se puede pensar que las posibilidades de un director de cine ante un adversario tan ubicuo y presente distan de tener el poder de un Estado. Pero Syberberg tiene su territorio (“un gran galpón gris, el Halle 3”) (p. 118), sus enemigos (“los ideólogos y los responsables culturales bufan en secreto”) (p. 118), y sus ejércitos de imágenes (“¡cuatro mil diapositivas listas para usar!”) (p. 121). Y, finalmente, sus estrategias, que tienen como fin trastornar las dimensiones: la figuración política se modifica con las figuras que se agrandan o se empequeñecen, sobre todo las relaciones de poder. Wagner es un monumento colosal y una máscara mortuoria, Hitler una marioneta, Ludwig una fantasma: todos ellos deben lidiar con las distorsiones de tamaño a los que lo somete la puesta en escena, sobre todo el público que viene a descubrir que la clave está en su puesta en escena mental. Se trata, como escribe Fredric Jameson, de la “interferencia conceptual” de zonas que se encuentran tan separadas en la mente colectiva (alta cultura, políticos pequeño burgueses, escritores populares) que su conexión “hará explotar por los aires el sistema en su conjunto” (1995, p. 76). Vagabundo que lo recolecta todo (p. 122), ¿qué cosa son los redimensionamientos sino trabajos con lo que hay en la memoria? ¿Y qué otra cosa se propone el Estado-Syberberg sino hacer el duelo de todo un pueblo (“un film de Alemania”) con este archivo de imágenes?
Syberberg, de todos modos, no es el único: Fassbinder, observa Daney, “ha intentado algo tan ambicioso y confuso: sacar a un pueblo de su morosa culpabilidad, decirle que no es tan malo como parece, amarlo a veces contra sí mismo” (p. 98). También Van der Keuken en sus viajes hacia el sur: “El sur es, como habrá adivinado el lector, un estado . Un estado geopolítico y un estado físico […] Se terminó el comando militar, ha llegado el tiempo del cineasta sin fronteras” (p. 134). Y en el último texto del diario, Daney opone la cadena “Fellini uno” a Berlusconi (p. 263), y aunque Fellini fracasa, es un fracaso instructivo porque muestra la diferencia última entre el cine y la televisión. La conclusión a la que arriba Daney no es tan fácil como enfrentar al cine versus la televisión (“no creo que Ginger y Fred favorezca al cine contra la televisión”) (p. 265), lo que sucede es que el otro que aparece en la televisión debe ceder frente al poder y al control que es el verdadero núcleo de su lógica social y artística. En este argumento, sin embargo, aparece un optimismo extraño: Daney descubre que la pasión de ser otro del ser humano es indestructible (aun Berlusconi es humano) [La cita completa es la siguiente: “En el ser humano hay tal pasión de ser otro que incluso con Lombardi-Berlusconi, habrá siempre treinta segundos de inocencia reencontrada, de número vuelto a hacer, de tiempo re-suspendido” (p. 265).]. Pero donde la televisión pasa rápidamente a otra cosa (como si el consenso debiera retornar para suprimir la otredad recién descubierta), el cine, en cambio, puede conservar o retener. Dicho en otras palabras, la televisión no puede convocar a la muerte (al otro absoluto), el cine, en cambio, no deja de hacer eso, aun en sus peores películas. Y aunque pueda haber cierta idiosincrasia de Daney en esta propuesta, la observación alcanza su valor de verdad si se la compulsa en términos de imagen: porque lo que la imagen de la televisión suprime es el fantasma del otro que, por lo menos por un minuto, había mostrado. Cuando Daney descubre esto, la aventura del viaje del cine diario puede darse por terminada, pero la batalla que se ha perdido le da al cine la posibilidad de poder reinventarse, una vez más.
Bibliografía
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