Comencemos por el final: Un tipo del que sabemos poca cosa se dedica a conducir para ladrones de poca monta en la ciudad de Los Ángeles. Independientemente de la magnitud del trabajo, mantiene una rutina estricta; lleva a sus clientes al lugar donde van a cometer un atraco, les espera cinco minutos como máximo, y los saca de allí a toda velocidad poniéndoles a salvo de la policía. Ni participa en el robo ni lleva armas. Es solitario, se mueve sigilosamente, trabaja “oficialmente” como mecánico en el taller de un amigo y como doble cinematográfico en escenas de riesgo en las que hay coches de por medio. Habla poco y nunca dice su nombre; se le conoce como Driver. Su comportamiento y la ética que maneja dentro de un mundo donde parece imposible sostenerla nos hace pensar en la actualización de cierto arquetipo de héroe solitario que pobló las pantallas de los sesenta y setenta, junto con la transposición de los códigos genéricos que definían el contexto por donde se movían. Sin embargo, una diferencia se antoja esencial con el Driver de Driver (Walter Hill, 1978) o el Jeff Costello de Le Samourai (Jean-Pierre Melville, 1967): aquellos personajes se dedicaba en cuerpo y alma a su oficio. Vivían del crimen y para el crimen, aunque manejaran un estricto código ético para protegerse de una inercia delictiva incontrolable. El Driver de Drive (2011) aparece instalado en una oscilación entre los dos polos de una vida desdoblada, acerca de la que, además, nunca llegaremos a tener la certeza de cuál es la verdadera y cuál es la falsa; cuál es la que realmente desea y cuál le sirve de modo de supervivencia. En principio deberían ser indiscernibles, pero cierta singularidad aparece para establecer la diferencia entre dos vidas que, paradójicamente, son reales, aunque a ninguna se la puede otorgar el valor de verdadera. Observemos este fotograma.
La cazadora que viste nuestro Driver posee una potencia visual poderosa gracias a ese escorpión dorado bordado en su dorso. Pero más allá de su aparente valor como fetiche, funciona a modo de bisagra simbólica entre cada una de esas dos vidas. En un principio nuestro conductor solo la viste en aquellas ocasiones en que debe realizar un trabajo al margen de la legalidad. Después, tras la aparición del compañero de la mujer con que ha comenzado a entablar una pequeña relación, el criterio desaparecerá al mismo tiempo que el orden que marcaba el ritmo de su rutinaria vida. Ha decidido ayudarla, y su decisión ha traído una serie de problemas colaterales; primero una ola de violencia un tanto descontrolada, después la mezcla de las dos vidas que aparentaban estar separadas. ¿Podríamos pensar que la peculiar cazadora es el indicador del eco de cierta animalidad perdida que solamente es capaz de aflorar cuando se alcanza el límite de cierta concepción de lo humano? Observemos estos fotogramas.
Esta secuencia de imágenes pertenece a Scorpio Rising (1964) de Kenneth Anger. El director estadounidense fue el primero que se aventuró a estudiar las difíciles relaciones que empezaban a mantener de forma secreta los cuerpos con las imágenes. Este trabajo supone el paradigma del estudio minucioso que desarrollaría a lo largo del tiempo, tratando de entender cómo se conforma la identidad de un individuo a partir de las imágenes que le rodean. Los protagonistas de este film son una banda de moteros que se dedican a reproducir sobre sus trajes de cuero todo aquello que les llama la atención de las imágenes que desfilan por los televisores de sus hogares. La metáfora era, sin ningún tipo de duda, muy recurrente para ese momento histórico. Sin embargo, Anger utilizó el escorpión como un punto de fuga con el que pretendía indicar que esa mímesis no debía entenderse solamente como una relación estrecha, cerrada y controlada entre objeto y sujeto. Intuía que las imágenes encerraban un secreto todavía inabordable desde un tiempo que todavía no disponía de las herramientas necesarias para entender y tomar conciencia del nuevo estatuto de las imágenes.
Para Gilles Deleuze ese cambio de estatuto se produce cuando la ruptura del nexo sensorio motor provoca que las diferentes situaciones que conformaban un relato ya no se prolonguen en una acción o reacción. A partir de ese momento las imágenes pasarán a ser sensaciones ópticas y sonoras puras, ante las cuales ya no se sabe muy bien cómo responder. De aquí nace su famoso aforismo de “¿qué es lo que hay que ver en la imagen?” que vino a sustituir al de “¿qué es lo que hay que ver en la imagen siguiente? El encadenamiento dejó paso a la actualización. 1Para ampliar este concepto, acudir al capitulo 6, “La potencias de lo falso” Es decir, una imagen se pone en relación únicamente consigo misma, remplazando la tradicional relación entre lo real y lo imaginario por “una indiscernibilidad de los dos, en un perpetuo intermedio”. Las imágenes “ya no representan el curso empírico del tiempo como una sucesión de presentes, ni su representación indirecta como un intervalo o como todo; sino su presentación directa, su desdoblamiento constitutivo en presente que pasa y pasado que se conserva”. Por otra parte “La narración ya no es una narración verídica que se encadena con descripciones reales (sensorio motrices). La descripción pasa a ser su propio objeto y la narración deviene temporal y falsificante”. De esta manera los conceptos de real e imaginario son sustituidos por los de verdadero y falso; “las narraciones dejan de aspirar a lo verdadero para hacerse esencialmente falsificantes.”
Resumiendo: “El nuevo régimen de la imagen opera con descripciones ópticas y sonoras puras, cristalinas, y con narraciones falsificantes, permanentemente crónicas. A un mismo tiempo la descripción cesa de presuponer una realidad y la narración de remitir a una forma de lo verdadero”. Se inaugura, por tanto, el tiempo de lo falso y de su potencia. Porque la separación entre estas dos instancias revela que las imágenes son en realidad una suma de fuerzas y potencialidades que ya no operan en el orden de lo visible. Son potencia inaprensible que no cesa de metamorfosearse después de que las diferentes formas de relato hayan perdido la capacidad de apaciguarlas, de someterlas, de contenerlas dentro de un fotograma. Las imágenes, ahora desnudas, golpean a los cuerpos de una manera indiscernible. Porque esa potencia de lo falso es en realidad un tremendo poder de afectar y ser afectado.
El cine de Nicolás Winding Refn (NWR, de aquí en adelante) asume que la subjetividad de todo individuo esta construida por la imágenes. A diferencia de Anger, ya no le interesa conocer como estas imágenes capturan y dan forma a un cuerpo, sino la manera mediante la cual se puede llegar a encontrar un nuevo modo con que relacionarse con esas potencialidades que proyectan vivamente. Para NWR la potencia de lo falso aparece completamente encarnada sobre la propia epidermis de los cuerpos. Por eso su cine busca la relación entre unas fuerzas que no cesan de oscilar entre las imágenes y los cuerpos construidos. Los cuerpos reciben esas fuerzas, son sacudidos por ellas, pero de igual modo pueden llegar a recogerlas y canalizarlas de otra manera. Por eso Drive y no Driver; conducir en lugar de conductor, verbo en vez de sustantivo para redefinir la enésima actualización del héroe trágico del clasicismo. En nuestro tiempo ya no debe realizar un sacrificio por la comunidad, ni siquiera transportar a cierto orden de visibilidad aquello que se mueve por debajo de la realidad. Debe, ante todo, recoger esos flujos invisibles que movilizan las imágenes, aquello que golpea a los cuerpos, que rompe las miradas, que distrae y enmascara la atención de los individuos. Debe ser un intervalo sensible para que a lo que proviene de las imágenes pueda otorgársele un valor de uso. Debe ser, en definitiva, alguien que luche perpetuamente contra su condición de copia perfecta.
Todos los personajes protagonistas que pueblan la filmografía de NWR son una especie de fake involuntario de aquellas imágenes que consumen. Bronson (2008) bien podría ser el paradigma de esta idea. Como evidencia el titulo de la película tenemos en el centro de la narración a un hombre que se cree Charles Bronson. Le admira tanto que decidió cambiar de nombre en su honor. Desde su tierna infancia ha ido construyendo su vida sobre la violencia, peleado con todo aquel que se ha interpuesto en su camino. Hasta el punto de dar con sus huesos en la cárcel. Desde este lugar él relata su historia y nos revela cómo en esa institución intentan curarle su “enfermedad”.
Bronson no es relato de la superación de un trauma, sino una tentativa que pretende atrapar todos esos ecos que resuenan desde el fuera de campo de la memoria, desde todas las imágenes del cine protagonizado por aquel tipo con bigote que será recordado por la manera en que tocaba la armónica en cierta película de Sergio Leone. Es indudable que, más allá de la calidad de las películas, esas imágenes contenían algo “especial”, algo que también se puede encontrar en las de Bruce Lee y, en extensión, en la gran mayoría del cine de artes marciales. Una fuerza aparente que, en cierto momento histórico, logró acaparar las miradas de un grupo elevado de espectadores, y que viene a sintomatizar aquella que encierran cualquier tipo de imágenes. Como aquellas que posteriormente colocarían en el centro de sus relatos a los héroes hípermusculados. Hablamos de Arnold Schwarzenegger en Conan el Bárbaro (John Milius, 1982). Un referente que pulula vivamente alrededor de las imágenes de Valhalla Rising (2009). En ella nos encontramos con el esclavo Harald en el siglo X, un hombre dotado de una fuerza sobrehumana y privado de la capacidad del habla. Con ayuda de un niño logra escapar de sus amos para unirse a un grupo de vikingos aventureros con los que navegará a lo largo y ancho de los neblinosos mares del norte.
Valhalla Rising coloca la identidad de Harald en crisis aprovechando la lucha que mantiene consigo mismo intentando canalizar su fuerza hacia lo real. Una crisis que, curiosamente, no es una crisis de identidad. Más bien de la percepción; comienza a percibir su vida como un desdoblamiento porque no puede llegar a sustanciar materialmente toda la fuerza con que ha sido dotado. En su viaje, el grupo de vikingos al que acompaña aparece rodeado siempre de amenazas invisibles con las que no hay manera de enfrentarse. Así que puede afirmarse que Harald ha quedado reducido a la propia materialidad de su cuerpo y a un devenir en digresión perpetua. Como si se tratara del Dead Man de Jim Jarmusch, avanza entre dos mundos desdoblados sobre una misma capa de tiempo; y como en cierta manera el Driver de Drive les percibe como reales, aunque a ninguno de los dos le puede otorgar el adjetivo de verdadero.
El cine de NWR se caracteriza por esta escisión secreta en dos vidas que, además, nunca puede llegar a completarse. Los personajes viven instalados en una ruptura suspendida, donde perciben toda fuerza relacional de las imágenes. A medida que ha ido avanzando su filmografía se ha venido configurando una imagen que podríamos definir como claustrofóbica. Fear X (2003) es, sin duda, el punto de inflexión entre las dos partes en que puede dividirse su filmografía, puesto que este es el último de sus trabajos en los que podemos observar a uno de sus protagonistas mirando atentamente hacia imágenes que circulan por una pantalla. Harry, un vigilante de seguridad (al que da vida John Turturro) ha perdido a su mujer y se pasa las horas muertas mirando las grabaciones de la cámara de seguridad del centro comercial donde desapareció. La policía ha sido incapaz de encontrar al secuestrador, y él ha decidido llevar a cabo una investigación paralela.
Nuestro vigilante es un observador nato. Gracias a las largas horas que pasa mirando imágenes concienzudamente, ha conseguido cultivar una mirada muy particular hacia la realidad. Como así se constata en un momento del film en el que es capaz de descubrir a un ladrón desde un punto de vista donde resulta difícil asegurar que esa persona se encontraba robando algo. Pero en esa mirada afilada hacia lo real se va demostrando que no es tan fiable como parece y que sobre esa realidad se ha ido apelmazando otro tipo de realidad imaginaria y deseada. Como se evidencia al final del film, cuando descubrimos que Harry ha vivido durante un largo periodo de tiempo instalado en un sueño espectral. Ha inventado una falsa vida hasta convertirla en verdadera. Porque, aunque no logró ser un policía y formar una familia tradicional, pudo vivir esa vida falsamente.
Los cuatro protagonistas de Bleeder (1999) pueden considerarse el esbozo de estos personajes que viven dentro de una realidad espejada, en la que los anhelos y acciones aparecen separados en vidas desdoblas. Son cuatro amigos que pasan largas horas en el videoclub que sirve de escenario principal. Se reúnen varios días de la semana para ver películas de acción, preferiblemente Blaxploitation, con Fred Williamson de protagonista. Ese videoclub es, sin duda, el lugar de las imágenes donde comienzan a generarse los espejismos que distraen la mirada de la realidad hasta velarla. Así por ejemplo, tenemos al chico que se encarga de despachar las películas. Está enamorado de una chica que trabaja en un de restaurante de comida rápida, pero le cuesta enormemente llegar a concertar una cita con ella. Cuando lo consigue se viene abajo, da marcha atrás, retorna a su hogar para seguir mirando las películas que le gustan. En el momento decisivo aparece algo para apaciguar su deseo, para apartarle de lo real.
Sin embargo, el verdadero protagonista del Bleeder es Leo (Kim Bodnia). Un hombre que debe afrontar la responsabilidad de formar una familia y el nacimiento de su primer hijo. La situación le desborda, y comienza a destruir todo lo que ama. Da una paliza a su mujer y esta pierde al hijo que esperaban. A partir de ese momento todo se complica. Él quiere pero no puede. Su mirada aparece distraída hacia una forma de vida que anhela, heredada de todas las películas de gangsters y mafias que ve en compañía de sus amigos. Pero para esta vida tampoco vale, como se pone de manifiesto en ciertos episodios en que debe enfrentarse a la violencia racional que agita silenciosamente la vida nocturna de la ciudad. Compra una pistola para emular a los justicieros de las películas que admira; irremediablemente no puede ser como ellos. Entre otras cosas, lo que realmente desea es ser un buen padre de familia. Leo recibe y vive íntimamente toda la fuerza de esas imágenes, pero no puede hacer absolutamente nada para positivarlas. Ante la circunstancia, se ve atrapado en un torbellino relacional de flujo potenciales, en el que a su cuerpo solo le queda tender hacia un destino trágico, hacia su ruina; “¡No tengo nada, no tengo nada!” se lamenta al final del film cuando, efectivamente, lo ha perdido todo.
Kim Bodnia también es protagonista en el primer trabajo de NWR. Pusher (1996), punto de partida, además, de una interesante trilogía. Aquí es Frank, un camello de poca monta que se ve arrastrado dentro de una ola de mala suerte. La policía le detiene en el momento que va a realizar una entrega con la que pensaba saldar una vieja deuda. Los clientes que le deben dinero prefieren suicidarse a pagarle lo que le deben. Incluso le engañan las prostitutas para las que actúa de chulo. Pero esto es diferente, porque aquí entra en juego la variable amorosa y el miedo al compromiso. En buena medida Frank fracasa porque es incapaz de confiar en alguien. En uno de los mejores momentos del film debe decir si sigue dentro de un negocio en el que ha fracasado estrepitosamente o si encontrar una cierta redención en el amor que le ofrece una de esas mujeres que trabaja para él. Toma una decisión firme justo en el final del metraje; a la cámara solo le queda detenerse en la soledad de su rostro con las luces de la ciudad como fondo.
En Pusher 2 la historia parte de un punto de fuga de la primera. NWR rescata del olvido a Tonny, un personaje un tanto nerd que Frank dejó tirado en la porque consideraba que era el origen de todos sus males. Le dio una paliza, y le abandonó en el suelo de un bar cualquiera de Copenhague. Ahora sale de la cárcel para trabajar a las órdenes de su padre, un mafioso que posee un taller que sirve como coartada a una red de ladrones de coches de lujo. Descubrimos que fue expulsado del “paraíso” por sus deudas, y que ahora regresa cual hijo prodigo. Su destino es igual de trágico que el de Leo. Aunque algunos de los golpes en los que participa tienen éxito, en otros muchos fracasa; su padre hacía tiempo que no se encontraba en un estado de nervios tan alterado. Bailando entre la relación paterno filial y laboral, llegamos al desenlace del film, donde Tonny acaba con la vida su padre y se hace cargo de la herencia de la familia.
Otro viejo conocido, Nilo, el traficante que en las dos entregas anteriores vio cómo su restaurante se convertía en zona de intercambio entre las diferentes historias de ambos relatos, es el protagonista de Pusher 3. Retomamos su historia justo en el momento en que intenta desengancharse de la cocaína, mientras prepara la fiesta del veinticinco cumpleaños de su hija. Pero los problemas crecen cuando tiene que resolver el negocio con unos camellos de poca monta que han intentado engañarle con unas pastillas de LSD. Él es un clásico y se resistía a actualizarse a los nuevos tiempos distribuyendo los estupefacientes “modernos”. Aunque para ajustar cuentas no cambia de hábitos, sigue siendo duro, cruel y salvaje. La violencia estalla y parece más real que la propia realidad que viven los personajes. Al igual que en el resto de los filmes que componen la saga Pusher, NWR apuesta estéticamente por una fotografía tan apegada a la realidad como le permita la cámara en mano con que se desliza entre sus actores. Muy en la línea del cine de lo noventa, busca situarse a una cierta distancia tanto de ellos como de la cotidianeidad de sus actos. Por eso todo lo que tiene de cristalino, esa realidad, se vuelve falsa en el momento en que la violencia, premeditadamente extrema, salpica la imagen con borbotones de sangre.
En esta trilogía el tema de la familia se constituye como el pilar central sobre el que se organiza toda la narración. Pero al contrario de lo que ocurre en el resto de su filmografía, cada uno de los protagonistas son gangsters, mafiosos o traficantes de pleno de derecho. Son la cara furtiva de la realidad, lo que las sociedades post-industriales esconden “debajo de la alfombra”. Pese a su condición no están a salvo del poder de las imágenes. Las películas que contemplan suponen para ellos todo lo contrario que para el resto de personajes de NWR; en esas películas ven familias perfectamente estructuradas y anhelan que sus vidas evolucionen hacia un cierto equilibrio. Pero no cabe duda de que se trata de un espejismo que vela la verdad de su singularidad; ellos son auténticos profesionales del crimen, que comienzan a fracasar en su trabajo en el mismo instante en que intentan imitar a las imágenes. Sus deseos, una vez más se confunden dando en ruina.
Llega al momento de regresar al comienzo de este texto: Drive sublima todas las constantes que sacuden el cine de NWR. Y lo hace desde unas imágenes inspiradas en estética ochentera que se empeñan en mostrar su condición falsaria. Su estética habitual, en cierta manera cristalina, ha sido sustituida por luces de neón y texturas de nylon sedoso. Sus imágenes han quedado sobrexpuestas e intentan mostrar cómo han ido engordando a base de acumular las reminiscencias de todo aquello que la precede. Entre ellas se desliza nuestro Driver conduciendo un coche a gran velocidad. Nota en sus pies toda la fuerza del motor, percibe con sus manos el grado de adherencia de los neumáticos antes de llegar a una curva cerrada, en la que no se divisa su salida. Se concentra y la traza exitosamente: Ver, sentir, imaginar y actuar. Un itinerario posible para que lo latente pueda volver a ser utilizado.
Bibliografía
Deleuze, G. (1987) La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. Barcelona: Paidos.
Adalia, R. (2012). Nicolas Winding Refn, laFuga, 13. [Fecha de consulta: 2024-12-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/nicolas-winding-refn/511