“Hoy madre no es ella”. – Norman Bates, Psicosis.
I
Todas las sociedades humanas tienen una concepción del monstruo femenino, de aquello sobre la mujer que resulta escandalizante, horroroso, temible, abyecto: “Probablemente no exista hombre que, en vista de los genitales femeninos, pueda liberarse de su aterrorizante amenaza ante la castración”, escribía Freud en su artículo Fetichismo, en 1927 1Sigmund Freud, ‘Fetishism’, On Sexuality, Harmondsworth, Penguin, Pelican Freud Library, vol. 7, 1981, p. 354. Joseph Campbell, en Mitología Primitiva, observaba que:
“(…) en ciertas mitologías primitivas, pinturas surrealistas y sueños neuróticos ha existido un motivo recurrente que el folclore conoce como ‘la vagina dentada’ –la vagina que castra–. Su contraparte, esa suerte de segunda cara, es lo que se denomina con el nombre de ‘madre fálica’, y que aparece ilustrado a la perfección en los largos dedos y narices de las brujas”.2Joseph Campbell, The Masks of God: Primitive Mythology, New York, Penguin, 1969, p. 73
La mitología clásica también ha estado poblada por monstruos sexuados, muchos de ellos mujeres. La Medusa por ejemplo, con su ojo maligno, cabellos de serpientes y lengua movediza sería considerada la reina en el Panteón de los monstruos femeninos: aquel hombre desafortunado que se atreviese a mirarla seria inmediatamente convertido en piedra.
No es accidental entonces que Freud vinculara la mirada de la Medusa con la espeluznante visión de los genitales maternos. Al ser construido por y desde una ideología falocéntrica, el concepto de monstruo femenino se ha mantenido íntimamente relacionado al problema de la diferenciación sexual y la castración. En 1922, Freud argumentaría que “la cabeza de la Medusa toma la posición de los genitales femeninos, representándolos” 3Sigmund Freud, ‘Medusa’s Head’, in James Strachey (ed.) The Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, vol. 18, London, Hogarth Press, 1964, pp. 273–274
De aceptar su interpretación, podemos ver que el mito de Perseo esta mediado por una narración sobre la diferencia de la sexualidad femenina en cuanto diferencia fundada sobre su monstruosidad. Según Freud, esto invocaría la angustia castradora en el espectador masculino: “Ver la cabeza de la Medusa rigidiza al espectador con terror, a quien se lo convierte en piedra.” (1964, p.273) La ironía de todo esto es que Freud mismo señalaría que volverse rígido también funciona como metáfora de la erección: “Por lo tanto, en la situación original, el espectador se consuela ante la presencia de su pene el cual viene reafirmado por su rigidez”. (1964, p.273) Uno se pregunta si acaso la experiencia de ver películas de terror también causaría similares alteraciones en el cuerpo del espectador masculino. Si pusiéramos el acento en la jerga popular, en frases como ‘me cagué de susto’, ‘me dio escalofríos’ o ‘me hizo sentir enfermo’ (frases que no discriminan entre espectadores masculinos o femeninos) ¿Qué relación se podría establecer entonces entre los estados físicos de la audiencia, los desechos corporales (incluso en su sentido metafórico) y lo terrorífico –en particular, el monstruo–femenino?
II
Poderes del Horror de Julia Kristeva 4Julia Kristeva, Powers of Horror: An Essay on Abjection, New York, Columbia University Press, 1982. Todas las citas estarán incluidas en el texto. nos provee con una hipótesis preliminar para abordar estas interrogantes. Si bien su estudio se orienta al análisis literario, de igual forma provee una alternativa para situar al monstruo femenino en el contexto de las películas de terror, y en lo que Kristeva define como abyecto en relación a la figura materna. Aquí, abyecto es aquello que “no respeta bordes, posiciones ni reglas 5aquello que disturba al orden, sistema e identidad”. (1982, p.4) En términos generales, Kristeva busca identificar las distintas maneras en las que el abyecto, en cuanto fuente de consternación, opera dentro de las sociedades patriarcales como un mecanismo que separa lo humano de lo no humano y que distingue al sujeto completamente establecido de aquel que solo se ha formado parcialmente. Estas sociedades utilizan el rito como un medio para renovar su contacto inicial con el elemento que abyecta, el cual se excluye a posteriori. A través del rito, las líneas que demarcan lo humano y lo no humano son constantemente reorganizadas (cuyo proceso presumiblemente las fortalece). Aquí, una figura principal del abyecto es la madre. Al momento que el niño/a la rechaza para recibir al padre como representante del orden simbólico, 6Nota del traductor. Para Lacan, el registro simbólico aparece en el sujeto con la adquisición del lenguaje y la emergencia del inconsciente. En su acepción lacaniana, Creed (vía Kristeva) emplea este concepto para denotar la transición que el niño/a experimenta en el estadio del espejo, esto es, durante el proceso por medio del cual el infante comienza a reconocerse como una totalidad independiente y separada de su madre la madre deviene abyecto. El problema con la teoría de Kristeva, particularmente para las feministas, es que nunca deja muy en claro cuál es su posición con respecto a la opresión de la mujer. Su teoría se mueve con dificultad entre la justificación y la explicación de una sociedad humana que se basa en la subordinación femenina.
Kristeva fundamenta su teoría del abyecto en lo maternal, y traza un continuo histórico que produce definiciones variables según cada período, comenzando por las religiones paganas de la Diosa madre hasta el monoteísmo Judío que culmina con la Cristiandad. Kristeva conceptualiza el abyecto de la siguiente manera: como rito de profanación en el paganismo; como abominación bíblica y tabú en el judaísmo y como auto-sacrilegio e interiorización en el Cristianismo. Sin embargo, su comprensión del abyecto no remite solamente al contexto religioso, para Kristeva más bien el abyecto se estructura desde la catexis de la función maternal (madre, mujer, reproducción) que queda enraizada tanto histórica (historia de las religiones) como subjetivamente (formación identitaria del sujeto). Con todo, la preocupación central de su análisis está en la formación de la subjetividad desde y dentro el proceso de abyección. Aquí es donde el sujeto escucha hablar del abyecto como discurso religioso y cultural, esto es, a través de su individuación en el lenguaje y las prácticas rituales.
La pregunta para el analista-semiólogo es saber cuán lejos uno puede llegar en el análisis de la impuridad ritual. Los historiadores de la religión se detienen con rapidez: lo críticamente impuro es todo aquello que se basa en lo naturalmente ‘repugnante’. El antropólogo va más lejos: no hay nada repugnante en sí mismo, lo que se aborrece es todo aquello que desobedece las reglas de clasificación propias de un sistema simbólico dado. En lo que a mí respecta, sigo haciéndome preguntas. ¿Acaso no existen estructuraciones subjetivas que, formándose en la organización de cada ser en el lenguaje, correspondan a uno u otro sistema simbólico social, y que represente si no etapas, al menos tipos de subjetividad y sociedad? ¿Acaso estas tipologías no se definen, en último término, según la posición del sujeto en el lenguaje? (1982, p.92)
Una acabada examinación de su teoría esta fuera del alcance de este artículo. Lo que propongo, más bien, es acentuar la relación entre el abyecto y el sujeto humano, particularmente sobre la noción que Kristeva emplea del (a) borde y (b) la relación madre-hijo. En momentos cruciales, también me referiré a los escritos que desarrolla a propósito del discurso religioso. Dicha área no puede ser ignorada, pues leyendo su trabajo resulta evidente que la definición del monstruo, construida desde el texto moderno de terror, se apoya en antiguas nociones históricas del abyecto, particularmente en relación a las siguientes ‘abominaciones’ religiosas: inmoralidad sexual y perversión; alteración corporal; decaimiento y muerte; sacrificio humano; asesinato; el cadáver; desechos corporales; el cuerpo femenino y el incesto.
La zona del abyecto “es el lugar donde el sentido colapsa” (Kristeva, 1982, p.2), un sitio en el que ‘yo’ (self) ya no soy. El abyecto amenaza a la vida, y debe ser excluido radicalmente del lugar en el que habita el sujeto, esto es, erradicado del cuerpo y depositado en el otro lado de un límite imaginario que separa al yo de aquello que lo amenaza. Kristeva cita a Bataille:
“Abyecto (…) es, meramente, la inhabilidad de asumir con suficiente solidez el acto imperativo de excluir las cosas abyectas –y este acto establece los fundamentos de la existencia colectiva–“. (Kristeva, 1982, p.56)
Si bien es cierto que el individuo debe excluir el abyecto, este no obstante, debe ser tolerado, pues todo aquello que amenaza con destruir la vida ayuda también para definirla. Por lo tanto, se trata de una exclusión que resulta necesaria, pues le garantiza al sujeto una posición de acuerdo a su lugar en el orden simbólico.
“Para cada ego su objeto, para cada superego su abyecto. No es la expansión blanca, ni el desinterés por la represión, tampoco es la traducción y transformación del deseo que torce los cuerpos, noches y discursos. Más bien, se trata de un bruto sufrimiento con el cual ‘me’ soporto, sublimo y arruino; se lo dejo al designio del padre (versé au père – père-version). Yo lo sobrellevo, pues me imagino que aquel es el deseo del otro (…) En el canto de la no existencia y la alucinación, al borde de una realidad que al admitirla me aniquila, allí abyecto, y abyección es allí mi salvaguardas; la cartilla de mi cultura”. (1982, p.106)
El abyecto puede ser experimentado de varias maneras –unas se relacionan a las funciones biológicas del cuerpo mientras que otras se inscriben en la economía simbólica (religiosa). – Kristeva, por ejemplo, argumenta que el rechazo a la comida “sea probablemente la más arcaica y elemental forma de abyección. El alimento, no obstante, solo deviene abyecto si representa un límite entre dos entidades o territorios distintos”. (1982, p.75) Kristeva narra cómo la nata que yace sobre la leche, cuando es ofrecida por su padre y por su madre, constituye un deseo paternal y un signo que separa su mundo del de ellos, un signo que ella no anhela. “Dado que la comida no es ‘otro’ para mí y solo existo en el deseo de mis padres, debo expulsarme, escupirme y abyectarme con el mismo movimiento a través del cual reclamo mi propia existencia”. (1982, p.3) Las prohibiciones dietéticas son, sin duda, centrales para el judaísmo, las cuales Kristeva conecta directamente con la prohibición del incesto. Esta postura viene marcada no solo por el discurso psicoanalítico y la antropología estructural, sino que también desde el texto bíblico:
“(porque) tal como se menciona, este retorna en momentos intensivos de su demostración, al mitema de la relación arcaica con la madre”. (1982, p.106)
Lo principal en el abyecto es el cuerpo. Éste se protege a si mismo expulsando todos sus desechos corporales, tales como la mierda, la sangre y la pus; sustancias que, al igual que el rechazo a la comida –cualquiera sea el motivo– el sujeto halla abominables. El cuerpo, por ende, se libera a si mismo de sus residuos y del lugar donde los deposita, de modo tal que pueda continuar con su propia vida.
“Tales desechos se botan para que 7yo pueda seguir viviendo, hasta el día en que, entre pérdida y perdida, nada ya quede en mí y mi cuerpo caiga –cadere, cadáver– traspasando el límite. Si el estiércol es lo que se sitúa al otro lado del borde, aquel lugar en el que yo no soy y que me permite ser, el cuerpo, lo más repugnante de los desechos, es la frontera que lo ha infringido todo. Ya no soy yo quien expulsa; yo soy lo expulsado”. (1982, p.3-4)
Dentro del contexto bíblico, el cuerpo también es completamente abyecto. Su posición constituye una de las formas más básicas de polución, a saber, el cuerpo sin alma. Como residuo, el cuerpo representa lo opuesto al símbolo religioso de lo espiritual.
“Aquellos entusiastas del cadáver, devotos del cuerpo desalmado son, por lo tanto, notables representantes de religiones dañinas, cuyo crimen identificamos por sus cultos homicidas. La invaluable deuda con la madre naturaleza desde donde las prohibiciones del discurso Jehovista nos separa, viene encubierta por estos cultos paganos”. (1982, p.109)
En relación a las películas de terror, es relevante destacar que entre aquellas figuras más populares, la mayoría corresponden a cuerpos sin alma (el vampiro), cadáveres vivientes (los zombis) y devoradores de cuerpos (guls o demonios necrófagos). Aquí el género de terror nos confronta con el aspecto más seductor y fascinante del abyecto. Resulta interesante observar además que todas estas figuras ancestrales del abyecto, como el vampiro, los guls y la bruja (cuyo crimen, entre otros, fue usar cuerpos para sus rituales mágicos) continúan entregándonos algunas de las imágenes más convincentes del terror en el cine moderno. El hombre lobo, cuyo cuerpo representa el colapso de los límites entre lo animal y lo humano, pertenece de igual forma a esta categoría.
Abyección también sucede al momento en que el individuo falla ante la ley, convirtiéndose en un hipócrita, un mentiroso y un traidor.
“Cualquiera sea el crimen, dado que dirige su atención a la fragilidad de la norma, es abyecto. Pero cuando el crimen es premeditado, se asesina con astucia o se venga con hipocresía, el abyecto aparece con más fuerza, pues eleva la exhibición de tal fragilidad. Aquel que niega la moral no es abyecto, pues puede haber grandeza en la amoralidad (…) Abyecto, por el contrario, es inmoral, siniestro, tortuoso y turbio”. (1982, p.4)
Por lo tanto, las cosas abyectas son aquellas que destacan la inestabilidad de la norma, existiendo en la frontera que separa al sujeto viviente de aquello que amenaza con su extinción. No obstante, abyecto no es algo de lo cual el individuo pueda liberarse completamente; este está siempre allí, señalizando al ser para tomar su lugar en un sitio donde todo sentido colapsa. El sujeto, formado en y a través de un lenguaje que desea significado, también es interpelado por este lugar sin sentido. El individuo se encuentra así constantemente acorralado por un abyecto que fascina al deseo y que simultáneamente se ahuyenta por miedo a la autodestrucción. Lo crucial en este punto es observar que abyección siempre denota ambigüedad. Como lo hiciera Bataille, Kristeva enfatiza tanto la atracción como el horror de lo indiferenciado.
“Lo podríamos llamar borde; abyecto está por sobre toda ambigüedad. Liberando lo conservado, el abyecto no desconecta al sujeto de aquello que lo intimida. Por el contrario, el abyecto le recuerda que está en peligro perpetuo. Esto también sucede porque el abyecto está, en sí mismo, compuesto de juicios y afecto, de condenas y anhelos, de signos e instintos. El abyecto preserva lo que había existido en la arcaica relación pre-objetual”. (1982, p.9–10)
En la medida que el abyecto opera en el plano socio-cultural, la película de terror emerge, al menos de tres formas, como una ilustración de su función. En primer término, aquí las imágenes del abyecto abundan a través de la primacía del cuerpo, cuya estructura –completa o mutilada– viene seguida por todo el despliegue de sus desechos, tales como la sangre, el vómito, la saliva, el sudor, las lágrimas y la carne putrefacta. En los términos que Kristeva emplea la noción de borde, cuando decimos que en una película de terror esto y lo otro ‘me cagó de susto’ o ‘me hizo sentir enfermo’, lo que se resalta es que aquella película es una ‘obra de abyecto’ (esto en su sentido metafórico y literal). Ver un filme de terror no solo alude al deseo por un placer perverso que nos confronta con lo enfermizo, con aterradoras imágenes, y que nos llena de terror/deseo por todo lo indiferenciado, sino que además, habiendo ya tomado el placer en lo perverso, señala un gusto por vomitar, desechar y expulsar el abyecto desde la seguridad que la butaca le brinda al espectador.
En segundo lugar, ciertamente que el concepto de borde deviene central para la construcción de lo monstruoso en la película de terror, pues todo aquello que cruza, o que amenaza con cruzar el límite, se abyecta. Si bien la naturaleza del borde cambia en relación a cada película, la función de lo monstruoso se mantiene, trayendo consigo el encuentro entre el orden simbólico y aquello que amenaza con su estabilidad. En algunos casos, lo monstruoso se produce al borde entre lo humano y lo inhumano: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, El monstruo de la laguna negra (Jack Arnold, 1954), King Kong (1933, 1973, 2005); o es lo que diferencia a lo mundano de lo sobrenatural, al bien del mal: Carrie (Brian de Palma, 1976), El Exorcista (Friedkin, 1973), La Profecia (Richard Donner, 1976), El bebe de Rosemary (Polanski, 1968); en otros casos, lo monstruoso se produce en el límite que separa a aquellos que aceptan apropiadamente sus roles de género de aquellos que no: Psicosis (Hitchcock, 1960), Vestida para matar (Brian de Palma, 1980), Un reflejo de miedo (William A. Fraker, 1972); o lo que diferencia entre un deseo sexual normal de uno anómalo: A la caza (William Friedkin, 1980), El ansia (Tony Scott, 1983), La marca de la pantera (Schrader, 1982).
En cuanto a la formación del abyecto dentro de los discursos religiosos, es interesante notar que varios sub-géneros del cine de terror parecen corresponder a estas categorías del abyecto. Por lo pronto, la sangre como abominación religiosa se transforma en abyecto para el cine gore: La Matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974); canibalismo, otra forma de aversión religiosa, es central para las meat movies: La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), Las colinas tienen ojos (Wes Craven, 1977); el cuerpo muerto como aversión se vuelve abyecto en las películas de guls y de zombis: El despertar del Diablo (Sam Raimi, 1981), Zombie (Lucio Fulci, 1979); la sangre como objeto tabú dentro de la religión es crucial tanto para las películas de vampiros -El ansia- como para las películas de terror en general: Sardu (Joel M. Reed, 1976); el sacrificio humano como abominación religiosa constituye, virtualmente, el abyecto de todo el género y sus desfiguraciones corporales devienen centrales para las slash movies, particularmente aquellas donde la mujer es acuchillada; la marca o signo de su “diferencia” e impureza (Psicosis, Vestida para matar).
III
La tercera vía por la cual el cine de terror ilustra la operación del abyecto refiere a la formación de la figura materna como abyecto. Kristeva argumenta que todos experimentamos el abyecto en nuestros primeros intentos por separarnos de la madre. Ella ve la relación madre-hijo/a como una marcada por el conflicto: mientras el niño/a lucha para apartarse, la madre se resiste a dejarlo/a ir. Dada la inestabilidad de la función simbólica en esta etapa crucial, Kristeva señala que el cuerpo maternal se torna un sitio de deseos conflictivos. “Aquí los impulsos constituyen y se mecen en un extraño espacio que sugeriría denominar, siguiendo a Platón (Timeo, 48–53) chora, un receptáculo” (1982, p.14). La posición del hijo/a se vuelve incluso más inestable ya que, al ser retenido por la madre, termina como un medio para autentificar la existencia de ésta –una existencia que necesita validación dada su problemática relación con la esfera simbólica-.
“Es una violenta y burda separación, con el riesgo constante de caer nuevamente ante el poder de los brazos que tanto protegen como sofocan. La madre se ve enfrentada ante el reconocimiento hacia y desde la esfera simbólica. Por lo tanto, el problema que encuentra con el falo representado por su padre o marido no es nada más que la necesidad de apoyar al futuro sujeto para abandonar la mansión natural en la que habita”. (1982, p.13)
En su intento por separarse del cuerpo maternal, la madre se abyecta. Es en este proceso que el hijo/a lucha por emanciparse donde el abyecto deviene “una precondición para el narcisismo” (1982, p.13). En el género de terror por ejemplo, y en un contexto donde el padre está inevitablemente ausente, vemos una vez más operar al abyecto como portavoz de la madre al momento en que el infante busca desvincularse de ella (Psicosis, Carrie, Los Pájaros). En todas estas películas, la figura materna se erige como el monstruo femenino. Al negarse ceder su vínculo con el hijo/a, la madre previene que el infante pueda aceptar su lugar en el orden simbólico de manera apropiada. Por una parte, envuelto en el dichoso deseo de mantenerse resguardado por el vínculo materno, y por otra parte, aterrado por la amenaza de su separación, para el niño/a es fácil sucumbir ante el placer reconfortante de la relación diádica. Kristeva argumenta que todo un dominio de la religión ha pretendido taclear este peligro:
“Es precisamente aquí donde encontramos los rituales de profanación y sus derivados, los cuales, basados en la susceptibilidad del abyecto y confluyendo con lo maternal, buscan simbolizar la otra amenaza para el sujeto: aquella que abruma la mutua relación, y que conlleva el riesgo de perder no ya la parte (castración) sino que la totalidad de este ser viviente. La función de estos rituales religiosos es mantener a raya el miedo del sujeto sobre su propia identidad, hundiéndolo irremediablemente en el interior de su madre”. (1982, p.64)
¿De qué modo, por consiguiente, las prohibiciones del contacto con la madre son promulgadas e impuestas? Para responder esta pregunta, Kristeva une las prácticas rituales de la profanación con la figura materna. Se argumenta que dentro de estas prácticas universales, los objetos contaminados caen en dos categorías: los objetos fecales, que amenazan la identidad desde afuera y los objetos menstruales, que operan desde el interior.
“Excremento y sus equivalentes (descomposición, infección, enfermedad, cadáver, etc.) representan un peligro a toda identidad sin proveniencia: el ego amenazado por el no-ego, la sociedad amenazada desde afuera, la vida por la muerte. La sangre menstrual, por el contrario, representa el peligro emitido desde adentro de la identidad (social o sexual). Esta última amenaza la relación entre los sexos dentro del agregado social que, por medio de la internalización, arriesga la identidad de cada sexo de cara a la diferencia sexual”. (1982, p.71)
Ambas categorías del objeto contaminado recaen en la madre. La figura de la sangre menstrual es evidente, mientras que la asociación de los objetos fecales con lo maternal se emplea desde su experiencia como esfínter. Aquí Kristeva postula que el primer contacto con la autoridad que el sujeto encuentra es con la figura materna, precisamente al momento en que el niño/a aprende, en interacción con su madre, sobre el cuerpo: su forma, lo limpio y lo sucio, las áreas adecuadas e inadecuadas. Kristeva denomina este proceso como ‘el mapeo primario del cuerpo’, lo que también llama ‘semiótica’. Ella distingue entre ‘autoridad maternal’ y ‘leyes paternales’:
“Autoridad maternal es la administradora de aquel mapeo sobre la limpieza del ser y el cuerpo adecuado. Esto se distingue de las leyes paternales dentro de las que, con la fase fálica y la adquisición del lenguaje, el destino del hombre tomara forma”. (1982, p.72)
En su discusión sobre el sistema de castas de la India y sus rituales de profanación, Kristeva distingue entre autoridad maternal y ley paternal, señalando que el periodo de ‘mapeo del cuerpo limpio y adecuado’ se caracteriza por el ejercicio de una ‘autoridad sin culpa’, un tiempo en el que ‘la madre y la naturaleza’ tienden a fusionarse. No sucede lo mismo con su escolta simbólica, la cual representa y pone en juego “un universo totalmente diferente de acciones que representa socialmente la vergüenza, la culpa, la turbación, los deseos, etc. –el dominio del falo–“. En el contexto Indio, por medio de los ritos de profanación, ambos mundos confluyen armónicamente. Kristeva alude específicamente a las prácticas de defecación pública que allí acontecen. Cita a V.S Naipaul quien dice que nadie menciona “en libros o discursos a aquellas figuras en cuclillas, pues simplemente nadie las ve”. Si bien la división entre el mundo de la madre –universo sin culpa– y el mundo del padre –universo culposo– en otros contextos sociales podría causar psicosis, Kristeva postula que en la India, donde se halla una perfecta sociabilización, esto no sucede:
“Tal podría ser el caso dado que la fundación del rito de profanación adquiere la posición de un guion, una barra oblicua que le permite a estos mundos prohibidos e inmundos rozarse mutuamente, pero sin identificarse necesariamente como tales; como objeto y como ley”. (1982, p.74)
Imágenes de la sangre, el vómito y la mierda, entre otros, son centrales para lo que socioculturalmente entendemos como espantoso. Dichas imágenes señalan un punto de quiebre entre dos órdenes: la autoridad maternal y la ley del padre. Por una parte, los desechos corporales ponen en riesgo al sujeto ya constituido simbólicamente –como ‘un todo apropiado.’– Así, el terror llena tanto al protagonista del texto como al espectador de la película con disgusto y aversión. Por otra parte, tales imágenes también aluden a un tiempo donde “la fusión entre madre y naturaleza existía”, un tiempo en el que ya separados del cuerpo, los desechos corporales no eran vistos como objetos de vergüenza u ofuscación. En un nivel simbólico, sus representaciones en el género de terror bien podrían emplazar el disgusto de la audiencia. Ahora bien, en un plano más arcaico, la representación de los residuos corporales invocan además un placer que rompe con el tabú de lo sucio –a veces referido como el placer por la perversión– y el goce de retornar a un tiempo en el que la relación madre–hijo/a estuvo marcada por un ilimitado y placentero juego entre el cuerpo y sus desechos.
Usualmente, el filme moderno de terror también ‘juega’ con la audiencia al saturarla con escenas de sangre y gore. Dichas acciones, que apuntan deliberadamente a la fragilidad del orden simbólico en el dominio del cuerpo, no cesan de señalar el mundo reprimido de la madre. Esto resulta particularmente evidente en El Exorcista, donde el registro simbólico personificado por un sacerdote –padre–, y el mundo pre-simbólico representado por una mujer poseída por el diablo, chocan frontalmente en escenas que imprimen la fetidez femenina en un cuerpo putrefacto, forrado de sangre, orina, excremento y bilis. Surge importante destacar a su vez que quien encarna a la mujer endemoniada es una muchacha pubescente a punto de menstruar. En una escena por ejemplo, vemos cómo el desangrado de sus genitales heridos se mezclan con la sangre menstrual. Esto, precisamente, nos provee con una de las imágenes claves del terror. En el filme Carrie, el acto más monstruoso ocurre al momento en que la pareja se empapa con la sangre del cerdo, la que sirve como símbolo para denotar la menstruación. Aquí, a las mujeres se las llama cerdos; ellas ‘sangran como cerdos’, una sangre que baja por el cuerpo de Carrie en tiempos de intenso placer, tal como el líquido menstrual corre bajo sus piernas en momentos similarmente placenteros, como cuando disfruta de su cuerpo en la ducha. En esta película, la sangre femenina y la del cerdo confluyen, apuntando al horror, la vergüenza y la humillación. Sin embargo, en Carrie la madre habla por el orden simbólico, identificándose con un dominio que ha definido su sexualidad como fuente de todo mal y la menstruación como un signo de pecado. Esta obsesión con la sangre, y en particular con el cuerpo sangrante de la mujer tan característica de las películas de terror, sugiere que la angustia por la castración sea también un tema central del género, particularmente para el sub genero gore. Cuando el cuerpo femenino es acuchillado y mutilado, no solo se señala su propia condición castrada, sino que también se le recuerda al hombre su amenaza ante la castración. En su disfraz de demente, el hombre promulga en el cuerpo femenino el acto que más teme; transformar toda su carne en una gran herida sangrante.
La semiótica de Kristeva propone una dimensión pre-lingüística del lenguaje vinculada a ciertos sonidos y tonos que expresan un contacto físico e instintivo con la figura materna: “esta (dimensión) recae en un significado que no depende de signos lingüísticos ni tampoco en el orden simbólico donde dichos signos son encontrados”. (1982, p.72) Con la entrada del sujeto al mundo que lo separa de la madre, la figura materna y su autoridad son reprimidas. Kristeva plantea que es función de los rituales de profanación, especialmente aquellos que refieren a objetos menstruales y fecales, apuntar el borde entre la autoridad semiótica de la madre y la ley paterno-simbólica.
“A través del lenguaje, y en un contexto institucional religioso altamente jerárquico, el hombre alucina con objetos parciales –lo que da cuenta de una diferenciación arcaica sobre el cuerpo en vías de formar su ego, que es también su identidad sexual.– La profanación de la cual estos ritos nos protegen no es signo ni materia. Dentro de un rito que extrae todo del deseo depravado, lo profanado es la huella translingüística del mas vetusto borde que define la limpieza del ser y el cuerpo adecuado. En este sentido, si es un objeto que ha sido deshecho, tal objeto pertenece a lo maternal (…) Por medio de la institucionalidad simbólica del ritual, esto es, por medio de sus exclusiones, el objeto parcial se convierte en scription – una inscripción de límites que coloca el énfasis no ya en la ley (paternal) sino que en la autoridad (maternal) a través del mismo orden significante-“. (1982, p.73)
Kristeva postula que la función histórica de la religión ha sido purificar el abyecto, pero que con el advenimiento de estas ‘formas históricas’ hoy en día la operación religiosa purificadora descansa tan solo en “la catarsis que, por excelencia, llamamos arte”. (1982, p.17)
“En un mundo donde el Otro ha colapsado, la tarea estética –un descenso en la fundación del constructo simbólico– carga con rastrear los frágiles límites del ser en el lenguaje, un espacio más cercano al alba, al insaciable fondo constituido por la represión primaria. A través de esta experiencia, que sin embargo es gestionada por el Otro, ‘sujeto’ y ‘objeto’ se niegan mutuamente; ellos colapsan y se confrontan para comenzar de nuevo –inseparables, contaminados y condenados al borde de lo que es asimilable, pensable: el abyecto-“. (1982, p.18)
Esto, postulo, es también el proyecto ideológico fundamental del género de terror: la purificación del abyecto a través de un “descenso en la fundación del constructo simbólico”. De esta forma, la película de terror provoca un choque con el abyecto (el cadáver, los desechos corporales, el monstruo femenino) para finalmente expulsarlo y redefinir los límites entre lo humano y lo no-humano. Como un mecanismo moderno que mantiene vigente el ritual de profanación, la película de terror opera filtrando el orden simbólico de todo aquello que amenaza su estabilidad, particularmente a la madre y todo lo que su universo constituye. Tal como lo planteara Kristeva, esto significa separar la autoridad maternal de la ley paterna.
Como se mencionara en un comienzo, el principal problema con la teoría de Kristeva es que ésta puede ser leída en términos prescriptivos más que descriptivos. Dicho inconveniente se vuelve más agudo dado que al hablar de sujeto constituyente, aun cuando Kristeva distinguiera entre la figura paterna y materna, ella nunca diferencia al niño/a como hombre o mujer. Obviamente, la experiencia que la niña tiene de la chora 8Chora es una psicosis experimental de un sujeto en proceso de juicio semiótica debe ser diferente a la que experimenta el niño en relación al modo en que se le habla, se le atiende, etc. La madre ya viene organizada como un género que habita dentro del orden patriarcal, por lo que es consciente de las diferencias entre ‘lo masculino’ y ‘lo femenino’ en cuanto ha deseos se refiere. Por consiguiente, la madre bien podría vincularse al niño con un sentido más agudo del placer y el orgullo. También es posible que el niño/a, dependiendo de su género, pueda encontrar más o menos dificultoso rechazar a la madre por el padre. Kristeva no toma en cuenta estas consideraciones, ni tampoco distingue entre el hombre adulto y el sujeto femenino en relación a los ritos de profanación. ¿Cómo, entonces, las mujeres se relacionan con ritos que recaen tan negativamente sobre ellas –como los ritos de la menstruación–? ¿Cómo mujeres dentro de un grupo cultural especifico se ven a sí mismas en relación a los tabús que forman su función reproductora como abyecto? ¿Es posible intervenir en la construcción social de la mujer como abyecto? ¿O más bien la relación del sujeto con el proceso de abyección, tal como se constituye dentro del lenguaje y la subjetividad, es inmutable? ¿Es acaso la abyección de la mujer una precondición para la continuación de la vida social? Kristeva nunca se hace preguntas de este orden, de modo que su teoría del abyecto bien podría ser interpretada como un pretexto más para el establecimiento de la vida social con el costo de sacrificar la igualdad femenina. Por el contrario, si la leyéramos desde una óptica descriptiva, como una que atenta rastrear los orígenes de la cultura patriarcal, entonces su teoría nos proveería con una hipótesis extremadamente útil para investigar la representación de las mujeres en las películas de terror.
Creed, B. (2016). Terror y el monstruo femenino, laFuga, 18. [Fecha de consulta: 2024-12-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/terror-y-el-monstruo-femenino/783