The Killing

O lo que la lluvia se llevó

Por Andrea Kottow

Biografía +

Es investigadora en el campo de los estudios culturales y literarios, y se ha especializado en las relaciones entre literatura y medicina desde un enfoque biopolítico, con un interés en las significaciones y representaciones de enfermedad y salud en la literatura. Es autora de Der kranke Mann. Medizin und Geschlecht in der Literatur um 1900 (El hombre enfermo. Medicina y Género en la Literatura del 1900) (Frankfurt/New York: Campus, 2006). Sus artículos han sido publicados en libros y revistas especializados.

Actualmente es investigadora principal del Proyecto Fondecyt Regular “La literatura en el diván: escenas psicoanalíticas en las literaturas chilena y argentinas”.


 
 

1.

Linden: “¿hacia dónde miras? ¿qué ves? Con esos ojos penetrantes y ese cuerpo de niña abandonada. Con esos pasos firmes que terminan por no denotar más que tu propia vulnerabilidad. ¿Hacia la felicidad que tú misma te estropeas? ¿Hacia la infelicidad del mundo? ¿Hacia la infelicidad que atribuyes a la injusticia? ¿Hacia la felicidad que crees poder reparar para otros pero nunca para ti misma? ¿Hacia la infelicidad que tú misma produces?” Linden… Tus errores son los mismos que tú persigues… Que todos perseguimos.

The Killing (2011, Ed Bianchi, Phil Abraham, Daniel Attias, Nicole Kassell, Keith Gordon, Agnieszka Holland, Brad Anderson, Patty Jenkins, Lodge Kerrigan, Jonathan Demme) es una serie oscura. No hay risas. Apenas hay sonrisas. No hay superioridad. Ni de los criminales, ni de los detectives. Nadie está por encima de las cosas. Nadie es cool. Todos sufren. The Killing, pienso, es una serie del sufrimiento y de la desprotección radical. Por eso, siempre llueve. Llueve y llueve. Cae el agua del cielo, como en recuerdo del diluvio universal, enviado por un castigo divino, solo que en un mundo despojado de divinidad. Maldito Seattle. Entonces, el agua no puede reparar nada, no puede producir un nuevo comienzo desde cero. Así, no queda más que llorar el abandono de los dioses y la desaparición de un orden que nos enseña qué es lo bueno y qué lo malo. Llueve y el agua borra incluso lo más endeble: las huellas. Aquellas que suelen decodificar los detectives. No sólo en el género policial tradicional, donde todo pende de la inteligencia del detective para convertir la huella en evidencia, sino también en el neopolicial, que rebaja al detective al mundo del criminal que persigue. No admiramos a Linden por su facultad de leer y descifrar los indicios. Pues a los indicios, como a todo, se los lleva la lluvia, la realidad con su capacidad radical de imponerse con su fuerza indiscutible. La realidad con su banalidad terrorífica. Sonoma, ese lugar que imaginamos soleado, en una California que no es sino siempre soñada y utópica, no deviene nunca un espacio habitable. Pues es un espacio del deseo, en el que todo podría estar bien. Pero sabemos que nada está bien. Y sabemos que si jugáramos a ese juego, aquel que nos promete que todo podría estar bien, nos estaríamos engañando. Entonces el deseo y su cumplimiento siempre se encuentran en el lugar del imposible. Todos esos aviones a los que Linden no se sube, todas esas llamadas que Rick no contesta, todas esas ilusiones que Linden rompe para ella, para Jack, su hijo, para sus amados quiméricos, no son sino la imposición de lo real, con todo el terror que ello produce.

Nosotros somos tú, Linden. Con todas tus trabas, tus fantasmas, tus traumas que nunca se atraviesan, nunca se superan, nunca se reivindican. Pues ahí donde creemos que hacemos el bien no producimos sino el mal. Pues no podemos nunca ser más de lo que somos. En eso nos parecemos todos. Los detectives, los criminales, las víctimas y los espectadores. Perseguimos nuestros fantasmas y no los convertimos en nada sublime. No en el crimen perfecto, pero tampoco en la persecución del crimen perfecto. En ese sentido, The Killing me parece una serie extraordinaria. No por su excelencia. Sino porque se sale de la serie; de una serie de series criminales donde finalmente se impone lo extraordinario. La serie renuncia a la fascinación del detective que sobresale por su agudeza, por su atractivo evidente, por su belleza, por su fuerza, por su valentía, a pesar de toda su decadencia: pienso en The Fall, en True Detective, en Fargo. Donde, a pesar de toda la caída, el detective es el lúcido, viendo algo que nadie más logra ver. Y se demarca de series donde el mal es lo fascinante, y vuelvo a pensar en True detective, en The Fall, en Fargo. En The Killing no hay ni un malo, un criminal, ni tampoco un bueno, un detective, que se imponga en tanto personaje fascinante, superior. Se impone la lluvia. La banalidad de lo real con sus fantasmas. No somos más que esos fantasmas que nos persiguen y que no logramos nunca superar.

2.

No hay amor en The Killing. No al menos, si entendemos el amor como una fuerza redentora, que salva del mal o la banalidad. Todas las relaciones en la serie se estropean, pues nunca las expectativas pueden ser colmadas. El vínculo más evidente en este sentido es el de Rick y Linden, que desde el mismo comienzo de la serie se muestra en tanto imposible. Sabemos que Linden no puede irse a Sonoma, a jugar al matrimonio feliz con Rick. Porque si lo hiciera, no tendríamos serie. “No puedo competir con una niña muerta”, le dice Rick a su prometida. No puedo competir con tu trabajo, Linden. No puedo competir con tus obsesiones, con tus fantasmas, pues ellos te hacen ser lo que eres. Pero tampoco puedo convivir con ellos, pues la vida que ellos abren, es una vida de mierda. Una vida en la que no se come sino comida chatarra en el asiento de un auto. Una vida en la que no se descansa nunca entre sábanas de hilos y colchones que protegen la columna vertebral. Una vida en la que ninguna relación, ningún amor, ninguna amistad vence esos malditos fantasmas. Que provienen del pasado pero que marcan el presente.

Pero tampoco el amor materno-filial, entre Linden y su hijo Jack, aparece como una isla de descanso de los avatares de una vida acosada por los fantasmas. Una de las escenas más cálidas entre madre e hijo, se da en la primera temporada de The Killing, cuando Jack es invitado a una fiesta de cumpleaños de un compañero. La celebración consiste en jugar al Paint Ball, aquella práctica que se disfraza de juego explayando tanto la estética como la ética militar. Linden se queda observando a su hijo, quien es acosado por algunos de sus amigotes, más masculinos y más fuertes que él. Linden lo llama aparte. La quita su arma y le muestra cómo se apunta. Cómo se enfoca al rival y cómo se da en el blanco. Luego se escabulle y se queda mirando cómo Jack se venga de sus compañeros. Se convierte de un momento a otro, aunque solo sea por ese instante, de perdedor a ganador. Gracias a la enseñanza materna. Posiblemente eso sea lo único que Sarah Linden pueda enseñarle a su hijo. Eso es lo que ella hace. Y no otra cosa. Ella es huérfana. Creció entre diversos orfanatos, con cambiantes figuras de autoridad, de las cuales solo una permanece en su vida en calidad de una especie de madre sustituta: Regi Darnell. No solo para ella, sino ahora también para Jack. Siempre que Linden la falla a su hijo, debe estar Regi para ayudar, para suplir, para cerrar el vacío. Es como si nos dijeran que una huérfana no puede sino producir huérfanos. ¿Cómo dar amor si nunca se tuvo? ¿Cómo ser una buena madre si no se gozó del amor materno? Se hace lo que se puede. Y eso nunca es suficiente. Se reproducen todas las precariedades vividas.

Hagámonos una pregunta ingenua. La más ingenua de todas. La primera de todas. ¿De qué se trata The Killing? La trama de su primera temporada está tejida en torno al caso de una adolescente que es encontrada en la maleta de un auto en el agua. Rosie, la víctima, murió ahogada. Intentó, en la desesperación de la falta de aire, salir de su encierro. En vano. Tiene las uñas destrozadas. Toda la primera temporada, y es desde ella que escribo este texto, gira alrededor de esta muerte. No solo es el caso policial que impide que Sarah se vaya a Sonoma. Una y otra vez. Sino también es el caso a partir del cual nos confrontan con la muerte de una hija. De cómo esta pérdida se instala en el corazón de una familia. Desquiciando a la madre porque no puede imaginarse que la vida siga sin Rosie, su adorada primogénita. Del padre, porque ve cómo se le escapa de las manos su vida familiar, la que fue capaz de salvarlo de una vida violenta en el seno de la mafia polaca. La madre, Mitch Larsen, melancólicamente incapaz de hacer el duelo, abandona a su esposo, abandona a sus dos otros hijos, se abandona a sí misma. También, a partir de la víctima que muere en el auto de campaña de un político liberal, Darran Richmond, candidato a la alcaldía de Seattle, la serie se abre a los tejemanejes del poder. Al estilo de House of Cards, la atmósfera del poder es putrefacta. La corrupción se lleva hasta al de las intenciones más prístinas. Si no juegas sucio, no juegas. Y también acá, los personajes obedecen a sus fantasmas. Richmond, a la nunca superada muerte de su esposa, atropellada por una mujer que conducía en estado de ebriedad. A la figura de un padre poderoso. O a la falta de filiación familiar, que prometa la estabilidad en las estructuras de dominación.

3.

¿Por qué no he hablado de Holder? Una de las frases más hilarantes de toda la serie es una en la que se le pregunta a este detective con aspecto de delincuente: “Have you ever realized that you´re not black, man?“ ¿Alguna vez te has dado cuenta que eres blanco? Holder: ¿por qué caminas como negro, te mueves como negro, te vistes como negro y hablas como negro? ¿Por qué tienes un tatuaje de negro? ¿Por qué hablas de Cristo y de la religión como si fueras negro? Si tu piel es blanca, tan blanca como la de Linden, tan blanca que se te traslucen las venas… Tan blanca que todo tu dolor lo llevas a flor de piel. Otra vez, el dolor se relaciona con el abandono. Con el vivido y el producido. El niño abandonado que tú fuiste lo generas tú al nunca poder ser el padre que no tuviste.

Me pregunto, como lo he hecho muchas veces con relación a varias de las series mencionada, si The Killing es una serie conservadora. ¿Qué significaría esto? Pienso que considero algo conservador si tiende a reproducir de manera naturalizada los valores dominantes que organizan la vida colectiva en Occidente. En este sentido, una serie que nos evidencia la necesidad y la bondad de la vida familiar -el estandarte de la organización social burguesa- y el requerimiento del trabajo productivo como fundamento económico de la sociedad capitalista. ¿Qué sucede con la familia en The Killing? Es un microsistema que se evidencia en tanto devenir del desastre. En todas sus formas y todas sus posibilidades. Quizás, pienso, The Killing podría, entonces, ser considerada una serie psicoanalítica. Freud, a partir de sus teorizaciones en torno al Complejo de Edipo muestra cómo siempre toda tramitación del Edipo implica, por lo bajo, una personalidad neurótica. En el mejor de los casos. Obsesivo o histérico. Linden sería, sin ninguna duda, la obsesiva, mientras que Holder, con su andar arrastrado y el hablar que estira las vocales hasta el infinito, el histérico. La familia no salva de nada. Si bien aparece como el horizonte que en el imaginario neurótico podría funcionar como una tabla de salvación. Rick y Jack para Sarah Linden. El sobrino para Holder. Reparar el espacio familiar para que el otro no sufra lo que se ha sufrido. Y en ese gesto, se estropea todo. Una vez más: ahí se generan los criminales del mañana o los policías, que no son sino la otra cara de la moneda.

También mi amigo Luis Valenzuela, en su texto sobre Fargo, discurre sobre la familia. Sin ninguna duda, es un tema recurrente de las series que comentamos. The Fall, Fargo y The Killing. Pero también Homeland, True Detective, Braking Bad. La familia se erige imaginariamente como posibilidad redentora, pero no deja de producir más destrucción. Por eso, las series terminan por erigir un homenaje secreto a las familias disfuncionales, las alternativas. En Braking Bad: Walter White y Jessie Pinkman. En True Detective: “Rust” Cohle y Martin Hart. En The Fall: Stella y Spector. Y en The Killing: Linden y Holder. Los dos detectives blancos, delgados, ariscos, autodestructivos. Los detectives que se convirtieron en guardianes de la ley para no terminar atentando contra ella.

No puedo responder la pregunta: ¿es The Killing una serie conservadora? ¿Es la familia la única posibilidad de no ser desgraciado? ¿De no ser un desgraciado? Quizás si le bajamos las expectativas a eso que con halo aurático llamamos ‘familia’ y pensamos que la familia se hace con lo que se puede. No nos salvará de nada, menos de nosotros mismos, pero nos puede hacer la vida más liviana, más llevadera. Es por eso que reconforta el final de The Killing: porque estos dos personajes, tan disfuncionales como entrañables, deciden vivir sus insuficiencias juntos, compartir sus fantasmas. Y eso implica desayunar sentados en el auto, cenar sándwiches mirando caer la lluvia por el parabrisas delantero y tener que sortear las sombras del pasado, una y otra vez. Linden y Holder: esto es para ustedes.

 

 
Como citar:
Kottow, A. (2016). The Killing, laFuga, 18. [Fecha de consulta: 2024-04-20] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/the-killing/789