Animal Filmicum

Por Peter Szendy

Biografía + Observaciones +

Peter Szendy es un prolífico ensayista, filósofo y musicólogo francés.  Es profesor de Humanidades y Literatura Comparada en la Universidad de Brown y asesor musicológico de los programas de concierto de la Filarmónica de París. Al idioma castellano se han traducido los libros Escucha. Una historia del oído melómano (Paidós, 2003), Grandes éxitos la filosofía en el jukebox (Eliago, 2009); En lo profundo de un oído. Una estética de la escucha (Metales Pesados, 2015); A fuerza de puntos. La experiencia como puntuación (Metales Pesados, 2016). Destacan también entre otras obras: Le Supermarché du visible. Essai d'iconomie (Les éditions de minuit, 2017); Sur écoute. Esthétique de l'espionnage (Minuit, 2007); Tubes. La Philosophie dans le juke-box (Minuit, 2008); L'Apocalypse cinéma. 2012 et autres fins du monde (Capricci, 2012).


"Animal Filmicum" fue publicado originalmente en el volumen colectivo Béla Tarr: de la colère au tourment (Yellow Now, 2016, p. 97-109), dirigido por las investigadoras Corinne Maury y Sylvie Rollet. Traducción: Ignacio Albornoz
 
 

Mugiendo, un hato de vacas sale de sus establos para dispersarse en la tierra fangosa. La cámara las sigue e inicia un lento travelling lateral a lo largo de las deterioradas edificaciones del pueblo. Solo se detiene cuando, gracias a un camino que se abre entre los muros de las casuchas, vemos una vez más a las vacas, acompañadas ahora por una parvada de gallinas. La cámara permanece inmóvil. Las vacas terminan por salir de campo. Las gallinas también. Fundido a negro.

Ninguna figura humana visible puebla los primeros ocho minutos de Sátántangó (1994) de Béla Tarr. Los únicos seres humanos cuya implicación podemos de cierta manera suponer en la escena ―partes activas, por así decir, del afuera― son aquellos que, sin figurar en las imágenes, observan acaso, como yo en este mismo momento, la pantalla en que estas se proyectan.

¿Quién ―o qué― podría observar de esa manera? ¿Quién podría ―o qué― encontrarse frente a esas vacas y gallinas?

Hace ya bastante tiempo, Edgar Morin propuso dar al observador presunto de este espectáculo el nombre de homo cinematographicus1Edgar Morin, El cine o el hombre imaginario, Barcelona, Paidós, 2001, p. 12: “una membrana separa al homo cinematographicus del homo sapiens, al igual que separa nuestra vida de nuestra consciencia”: un homo que no estaría tanto caracterizado por el hecho de ser faber o sapiens, sino más bien, como escribía el sociólogo, por el de ser “también demens, productor de fantasías, mitos, ideologías, magias”.

La escena de apertura de Sátántango encuentra un eco mucho más adelante, hacia el final de la película, cuando escuchamos un alboroto de cascos resonando al atardecer por las calles desiertas de un pequeño pueblo. Se trata, esta vez, de caballos que atraviesan la plaza principal, que giran alrededor de la columna erigida en su centro y que desaparecen mientras la cámara se abate ―como la tarde― sobre tres personajes que, filmados de espaldas, observan. En esta ocasión, pues, a diferencia de la secuencia de las vacas, hay hombres que miran, por así decir, desde adentro de la imagen. “Los caballos han vuelto a escaparse del matadero”, constata uno de ellos. Los tres individuos se ponen en camino, se dirigen hacia la callejuela por donde llegaron los caballos. Mientras se alejan, así, algunos caballos vuelven a la plaza, donde darán, una y otra vez, ociosos, vueltas alrededor de la columna. 

En su monografía sobre Béla Tarr 2Jacques Rancière, Béla Tarr. Después del final, Buenos Aires, El cuenco de plata, 2013, p. 81. , Jacques Rancière ha observado aquella insistente presencia animal, y ha esbozado, a través de las películas del cineasta, una suerte de bestiario: “Desde Condena, el animal habita el universo de Béla Tarr como la figura en la que lo humano experimenta su límite: perros que beben de los charcos con los que Karrer terminaba por ladrar (en  Condena); vacas vendidas por la comunidad, caballos escapados de los mataderos y gato martirizado por Esztik en Sátántango; ballena monstruosa en Las armonías Werckmeister, e incluso el zorro que rodea el cuello de Henriette (en El hombre de Londres)”.

 El animal, dice Rancière unificando esta colección heteróclita de especímenes en torno a un denominador común, sería en el cine de Béla Tarr, entonces, una figura limítrofe de lo humano. Como si aquellas representaciones tan diversas de la fauna encontraran allí, acaso, su unidad, la unidad de sus roles. Es lo que confirma, por cierto, el caballo de El caballo de Turín, cuyo estatuto de excepción en la lista de Rancière es solo aparente, pues, al fin de cuentas, no hace más que aunar la limitrofía animal al servicio de una experiencia del límite de lo humano 3Ibid., p. 81-82. Entiendo la “limitrofía” en el sentido que le da Jacques Derrida en El animal que luego estoy si(gui)endo (Madrid, Trotta, 2008, p. 46), es decir como la multiplicación de los límites, como lo que los “alimenta” (trophein) para “multiplicarlos”, “complicarlos”, “espesarlos”, “desalinearlos”. : “Queda el caballo que condensa en sí varios roles: es el instrumento de trabajo, el medio de supervivencia para el viejo Ohlsdorfer y su hija. También es el caballo golpeado, el animal mártir de los humanos, al que Nietzsche abrazó en las calles de Turín antes de entrar en la noche de la locura. Pero es también el símbolo de la existencia del cochero inválido y de su hija, un hermano del camello nietzscheano, el ser hecho para cargar con todos los fardos posibles”.

El animal-instrumento, el animal-sacrificado, el animal-espejo en el que se refleja la miseria… En esta lista zoológica de Rancière, en esta lista que conduce al caballo como animal de carga y como bestia que concentraría en sí a todas las demás (como metanimal, si se quiere), hay al menos un elemento que falta: el búho.

Falta el búho de Sátántango, aquel búho que vemos, hacia el final de un interminable travelling de aproximación, en la morada desierta a la que Irimiás ha conducido a los lugareños luego del suicidio de Esztike, prometiéndoles, a cambio de sus magras economías, el porvenir radioso de una nueva granja colectiva. Aquel búho aparece en el momento en que todos se quedan dormidos y comienzan a soñar. Pareciera ser él incluso quien, en vela, observa o dirige a los que sueñan.

Más que las vacas, los caballos o el gato martirizado por Esztike, es aquel búho de Sátántango el que debería guiarnos aquí. Puesto que es él quien, en las películas de Béla Tarr, nos pondrá tras el rastro de otro paradigma animal: lo que llamaremos el animal filmicum, el animal como figura del filme o del cine mismo. La ballena de Las armonías Werckmeister y el caballo de El caballo de Turín son también ejemplos de él. O, por lo menos, aquello que en la ballena o el caballo no se deja enrolar simplemente al servicio de un discurso antropocéntrico en torno a los límites, a las fronteras de lo humano.

La panorámica del búho 

“Ya lo había dicho yo: no hay que renunciar nunca a la esperanza; hay que tener confianza, ¡hasta el último suspiro!”, lanza uno de los lugareños de Sátántango mientras otros intentan dormir en la gran casa vacía. Una de aquellas voces intenta imaginar, en la oscuridad, el futuro cercano y hablar de los talleres que Irimiás proyecta sin duda instalar en los edificios vecinos. Durante esta sesión colectiva de sueño en vigilia, la cámara inicia un lento, un infinito travelling de aproximación hacia la silueta del búho. Apenas visible al principio, el búho se aproxima un poco más cada vez, mientras alguien evoca “perspectivas radiosas” para el porvenir. Empezamos a ver su cabeza de ave nocturna que pivotea sobre su cuello, como un dispositivo maquinal que anhelara ver, vigilarlo todo a su alrededor, en trescientos sesenta grados.

El búho de Sátántango, con su movimiento de rotación rápido que traza mecánicamente el arco de un círculo, forma parte desde luego de todo un linaje de búhos fílmicos que no podría enumerar aquí. Sería preciso investigar, recoger restos de recuerdos cinéfilos dispersos: el búho de la escena del río en La noche del cazador (Charles Laughton, 1955), que parece reencarnarse a su vez en el búho del comienzo de Blow Out (Brian de Palma, 1982), o hasta el búho artificial ―“replicante”― de Blade Runner (Ridley Scott, 1982)… Todos aquellos búhos describen panorámicas ágiles también, sirviéndose de sus cabezas videntes. Pero mientras estos podrían pasar desapercibidos si no nos detuviéramos en ellos, en Sátántango, el pivoteo insistente del ave nocturna, en el transcurso del lento acercamiento de la cámara que terminará por mostrárnoslo en plano cerrado (harán falta casi tres minutos, puntuados por los ecos de las voces de quienes duermen), aquel pivoteo maquinal o maquinanimal parece enseguida repetirse, amplificado y como estirado, en la cautivadora rotación circular de la cámara por encima de los cuerpos sumidos en el sueño, mientras que la voz en off del narrador toma el relevo y relata sus sueños. Comenzando por el del personaje llamado Halics, que se ve perseguido por “un pequeño hombre jorobado con un ojo de vidrio”.

Después de haber encadenado varios relatos de sueños, la voz en off termina por enmudecer, pero la cámara, en cambio, prosigue su inexorable rotación, una y otra vez, como una especie de carrusel girando sin fin, como un caleidoscopio que intentara captar desde arriba las imágenes oníricas que emanan de quienes duermen apretujados entre las mantas. La fascinación de esta escena, su carácter hipnótico, no proviene únicamente de la lenta circularidad de la toma, como si la cámara que gira ―antaño suspendida por Marcel L’Herbier al techo de la Bolsa de París (en L’argent, de 1928)― hubiera sido casi completamente desacelerada para adaptarse mejor a las emanaciones síquicas de los lugareños que sueñan, para recoger mejor las exhalaciones de sus almas dejándoles tiempo para evaporarse. No. Lo que resulta verdaderamente sobrecogedor en aquel inolvidable momento de Sátántango es la relación entre las breves panorámicas nerviosas y entrecortadas de la cabeza del búho y aquel girar casi estacionario que es como su calco al ralentí, su prolongación dilatada. El movimiento del búho, en suma, parece haber pasado del plano diegético al plano extra-diegético: la cámara misma parece haber adoptado su gesto rotativo, como si se desplazara a la manera de un meta-búho fílmico o filmador.    

He allí, de manera muy exacta, uno de los lugares de la obra de Béla Tarr en que el animal relatado y representado se convierte también en lo que yo llamaría un animal filmicum, un filme-animal o un cine-animal. Y el búho no es el único ejemplar de esta meta-fauna que, como veremos, no se reduce a una mera metáfora: la ballena o el caballo nos esperan aún. Es a ellos que nos referiremos aquí, más que al animal expiatorio que, del cortometraje producido por los estudios Edison en 1903 (Electrocutando un elefante) al el asno de Al azar, Baltazar (Robert Bresson, 1966), ha poblado desde siempre el cine 4Comparto solo hasta cierto punto la interesante hipótesis de Akira Lippit (Electric Animal. Toward a Rhetoric of Wildlife, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2000, p. 196-197), que traduzco aquí: “Una última especulación: el cine ha desarrollado, ha incluso encarnado rasgos animales en tanto gesto de duelo por la desaparición de la fauna. (…) El medio tecnológico ha conmemorado e incorporado aquello que ha dejado atrás: la semiótica sin palabras de la mirada animal. El magnetismo animal ha pasado del ojo del hipnotizador al ojo de la cámara, preservado en la atracción emblemática del cine”. La filmanimalidad ―vale decir, el animal como filme (y no ya el animal dentro del filme)―, no podría en efecto ser reducida a un trabajo de duelo que el cine debería efectuar para olvidar la pérdida de una naturaleza que él mismo habría contribuido a hacer desaparecer. En una línea más general, a propósito de la cuestión de la animalidad en el cine, no puedo más que remitir al notable libro de Raymond Bellour: El cuerpo del cine. Hipnosis, emociones, animalidades, Madrid, Shangrila, 2013. Bellour, quien dedica una larga nota a la obra de Lippit (p. 451-453), explora sistemáticamente los vínculos entre la posteridad del “magnetismo animal” descrito por Messmer en 1773 (p. 36) y el (proto-) cine.  .

O es quizás el animal que, tanto en Robert Bresson como en Béla Tarr, e incluso en el cine en general, no puede dejar de dividirse entre lo que, en El cuerpo del cine, Raymond Bellour llama por una parte su “antropomorfismo inevitable” y lo que describe, por otra, como su “ojo opaco”, que parece escapar o resistir a cualquier posible humanización. Es por ello precisamente que, en la secuencia del circo de Baltazar ―en aquellos “contracampos vertiginosos” entre la mirada del asno y la de un león, un oso, un mono y un elefante― “nuestro lugar de espectador”, como anota justamente Bellour, se pone a temblar o a vacilar “en ese punto de flotamiento entre lo animal y lo humano” 5El cuerpo del cine, op. cit., p. 590.

Sueña también el animal

¿Sueña acaso el búho? ¿Lo hace con los ojos abiertos o con los ojos cerrados? En su Investigación sobre los animales, Aristóteles decía con claridad que las bestias sueñan también: “Además, parece ser que los hombres no son los únicos (οὐ μόνον ἄνθρωποι) que sueñan (ἐνυπνιάζειν), sino también los caballos, los perros, los bueyes y también las ovejas, las cabras y el género entero de los cuadrúpedos vivíparos: el ladrido de los perros lo demuestra bien” 6Aristóteles, Investigación sobre los animales, traducción de Julio Pallí Bonet, Libro IV, 10 (536b 25 - 537a 5) (N. del T) Szendy cita aquí, modificándola levemente, la traducción de Jules Barthélémy-Saint-Hilaire: Aristote, Histoire des animaux, segundo tomo, Paris, Librairie Hachette et Cia, 1883, p. 103-104, y remite también a la edición bilingüe de A. I. Peck: History of Animals, vol. II, Cambridge (ma), Harvard University Press, “Loeb Classical Library”, 1970, p. 82-89. En lo que me concierne, me he servido de la versión española de Julio Pallí Bonet, supervisada por Carlos García Gual para la editorial Gredos (Madrid, 1992, p. 229). Para los fragmentos en griego antiguo, ver: Aristotelis, Opera, ex recensione Immanuelis Bekkeri, Tomo i, 1831, p. 536 y, más adelante, p. 537.

Con respecto a otros animales como los ovíparos o aquellos que viven en el agua (τὰ ἔνυδρα), prosigue Aristóteles, no puede en cambio decirse si sueñan o no. Y puesto que algunos no tienen párpados (βλέφαρα), es a partir de su inmovilidad que puede colegirse su sueño.

En cuanto al hombre, si bien parece este tener para Aristóteles, entre los vivos, un cierto privilegio como gran soñador, se trata en definitiva de un privilegio tan relativo que termina uno preguntándose si en realidad lo es: “Por otro lado, de todos los seres vivos el que sueña más es el hombre”, escribe en efecto (Ἐνυπνιάζει δὲ τῶν ζῴων μάλιστα ἄνθρωπος), aunque solo para añadir enseguida 7Ibid., 537b 14-20, p. 232. Hay, en los Problemas (cuya atribución a Aristóteles es sin embargo debatida), un pasaje que llega incluso a distinguir maneras de soñar en los animales y el hombre (Libro X, 16, 892b 15-19): “¿Por qué entre los demás animales, unos no tienen poluciones nocturnas (οὐκ ἐξωνειρώττει), y otros tienen pocas veces? 8 ¿Es porque los demás animales no sueñan igual que el hombre (οὐκ ἐνυπνιάζει τά ἄλλα ὁμοἰως), y la polución nocturna va acompañada de la imaginación (μετά φαντασίας)?” / (N. del T.) Szendy cita, aquí, Les problèmes d’Aristote, traducción francesa de Jules Barthélémy-Saint-Hilaire, Paris, Hachette et Cie, 1891, p. 266-267; y remite también la edición bilingüe, en griego e inglés, de Robert Mayhew: Problems, vol. 1, Cambridge (ma), Harvard University Press, “Loeb Classical Library”, 2011, p. 294-295. Por mi parte, he recurrido a la edición de la editorial Gredos (Madrid, 2004), supervisada por Paloma Ortiz García. : “Los bebés no sueñan en absoluto, sino que esto les empieza la mayor parte de las veces hacia los cuatro o cinco años. Pero se conocen hombres y mujeres que no han soñado nunca en su vida. Sin embargo, a algunos les sucedió que avanzando en edad soñaron …”.  

De Aristóteles a las neurociencias contemporáneas, pasando por Darwin y algunos otros, el animal se ha visto atribuir regularmente la facultad de producir imágenes, a saber, la φαντασία, la imaginación 9Como observa Derrida en El animal que luego estoy si(gui)endo (op. cit., p. 80), “La pregunta ‘¿sueña el animal?’ es como poco análoga, en su forma, sus premisas, sus apuestas, a las preguntas ‘¿piensa el animal?’, ‘¿tiene el animal representaciones?’, ¿tiene un ‘yo’, imaginación, una relación con el porvenir como tal?”. Charles Darwin, en El origen del hombre: la selección natural y la sexual, no duda por su parte en escribir (Barcelona, Trilla y Serra Editores, 1880, p. 53, traducción de Joaquín María Bartrina): “No hay quien suponga que un animal inferior reflexione sobre la vida y la muerte, ni sobre otros asuntos parecidos; pero ¿estamos bien seguros de que un perro viejo, dotado de excelente memoria y de alguna  imaginación, como lo prueban sus ensueños, no reflexione jamás sobre sus  antiguos  placeres de caza? Esto ya sería una forma de la conciencia de sí mismo”. Y sin embargo, incluso si la analogía entre el sueño y el cine se ha vuelto ya un lugar común, incluso si los animales podrían también, pues, pasarse películas, parece ser que el nombre de homo cinematographicus propuesto por Edgar Morin conserva en la opinión de algunos algo de pleonasmo. Basta pensar, por ejemplo, en la definición del hombre que Giorgio Agamben pudo proponer, a saber, que “el hombre es el animal que va al cine” 10Giorgio Agamben, “Le cinema de Guy Debord”, Trafic, nº 22, 1997, p. 57 (retomado em Giorgio Agamben, Image et mémoire. Écrits sur l’image, la danse et le cinema, Paris, Desclée de Brouwer, 2004). / (N. del T.) Para la versión castellana he retomado la traducción de Covadonga Saro y Cristina Morales, disponible en: https://lamaquinanoematica.files.wordpress.com/2015/05/el-cine-de-guy-debord.pdf .

Parafraseando a otro Aristóteles ―no ya el de la Investigación sobre los animales, sino el de la celebérrima fórmula de las Políticas, a saber que “el hombre es el único animal que tiene lenguaje” (λόγον δὲ μόνον ἄνθρωπος ἔχει τῶν ζῴων)―, Agamben añade este a la tradicional lista de los privilegios metafísicos del hombre: “El hombre es el único ser que se interesa por las imágenes en cuanto tales. Los animales se interesan mucho por las imágenes, pero en la medida en que son sus víctimas. Se puede mostrar a un pez macho la imagen de una hembra, y él verterá su esperma; o mostrar a un pájaro la imagen de otro para lograr enjaularlo. Pero cuando el animal se da cuenta de que se trata de una imagen, su interés se desvanece del todo. Ahora, el hombre es un animal que se interesa por las imágenes una vez que las ha reconocido como tales”.

Una aserción así de terminante supone desde ya un problema en vista de numerosos datos experimentales que deberían conducir a complicarla: ciertos animales ―monos, elefantes o delfines, por ejemplo― parecen en efecto reconocer como tal su propia imagen; otros, como los cerdos, pueden encontrar un objeto localizándolo gracias a su reflejo en un espejo 11Cf. particularmente Donald M. Broom, Hilana Sena y Kiera L. Moynihan, “Pigs learn what a mirror image represents and use it to obtain information”, en Animal Behaviour, nº 78, 2009, p. 1037-1041. Pero, sobre todo, tal afirmación no permite pensar aquello que propongo aquí llamar animal filmicum, a saber, la animalidad constitutiva del filme, o, incluso, el animal como filme.

De un ojo al otro

Vayamos pues a ver de más cerca, en dirección de aquel “ojo opaco” del animal al que se refiere Bellour, y que designa en singular 12El cuerpo del cine, op. cit., p. 590. Cf. también los comentarios de Bellour (p. 539) sobre el “ojo del tiburón” de Tiburón (Steven Spielberg, 1975), que califica de “omnividente”, así como sobre el “ojo gigante de Moby Dick” (en la película epónima de John Huston, de 1956). . Y preguntémonos, desde ya: ¿por qué un ojo? ¿Por qué un solo ojo, en lugar de dos?

En los Problemas, libro atribuido a Aristóteles, encontramos un esbozo de análisis comparativo de la distancia entre los ojos en los hombres y en los animales. Aristóteles ―o el pseudo-Aristóteles― escribe lo siguiente 13Libro X, 15 (892b 5-14). / (N. del T.) Aquí, Szendy se refiere nuevamente a la traducción de Jules Barthélémy-Saint-Hilaire: Les Problèmes d’Aristote, op. cit., p. 265-266; cf. también Problems, vol. 1, op. cit., p. 292-295. Para los fragmentos en griego antiguo, ver: Aristotelis, Opera, ex recensione Immanuelis Bekkeri, Tomo vii, 1837, p. 87. : “¿Por qué de los animales es el hombre el que tiene la distancia más pequeña entre los ojos (διάστημα τῶν ὀμμάτων) en relación con su tamaño? ¿Es porque está mucho más de acuerdo con la naturaleza (κατά φύσιν) que los demás, y la percepción natural es hacia lo que está enfrente? Hay que ver previamente aquello hacia lo que se dirige el movimiento. Y cuanto mayor sea la distancia entre los ojos, tanto más se desviarán los rayos visuales. Así que, si hay que estar acorde con la naturaleza,  la distancia  debe  ser  la  mínima  posible:  pues  así  es  como  se dirigirá más hacia delante. Aparte de que a los demás animales, como no tienen manos (χείρας), les es necesario mirar a los lados. Por eso sus ojos están más distanciados, y sobre todo los de las ovejas, porque caminan casi siempre con la cabeza hacia abajo”.

El caballo de El caballo de Turín es la encarnación por antonomasia de aquel estrabismo divergente del animal que mira de lado ―es decir, hacia dos lados diferentes―, como podemos apreciar en los dos planos detalle que se detienen en él a lo largo de la película, primero durante el cuarto día y luego durante el quinto. El viejo Ohlsdorfer y su hija van al establo a visitar a su bestia, que rechaza la comida. De pie entre ambos, la cámara encuadra la cabeza del caballo y se acerca luego hacia ella, avanza en dirección del animal hasta que los dos seres humanos salen del cuadro. Solo se ve ahora el chaflán plano, paralelo a la pantalla, repitiendo la pantalla dentro de la pantalla en la forma de una superficie peluda, negra y opaca, mientras los dos ojos bizquean, divergen de manera tan radical que cualquier mirada a cámara resulta imposible. Efectivamente, mientras más se acerca la cámara al hocico, menos nos observa el caballo, menos puede observarnos. De modo que la cámara regresa, en sentido inverso, se aleja; el padre retira el cabestro, la joven sale y cierra la puerta. Primer plano de la puerta del establo, cerrada. Lo sabemos ahora: el caballo no se moverá más, no volverá a salir.  

No lo veremos más, por cierto; pero su mirada imposible, estirada por la distancia abismal que parece haberse abierto entre los dos ojos, no dejará de acechar las imágenes que vendrán después. No sabemos, no podemos decir ya qué ojos son lo que ven en el siguiente plano: una vista fija a través de los cuadros de una ventana. Solo se ve, al principio, el gris, las hojas y el polvo que revolotean afuera, en el viento, como si la imagen misma comenzara a descomponerse, a pulverizarse, a incinerarse para transformarse en una imagen-ceniza o en una imagen-polvo. Llegamos casi a sorprendernos incluso cuando la cámara, clavada en aquella ventana durante un minuto interminable, termina por retroceder, incluyendo al padre, de espaldas, en el cuadro: ¿era él entonces quien miraba lo que mirábamos? Sin duda. Pero la imagen granular que se atomizaba en el cuadro, que se desintegraba, no habrá parecido pertenecer empero a mirada humana alguna.

Del caballo a la ballena de Las armonías Werckmeister, la distancia entre los ojos del animal filmicum se hace cada vez más grande, hasta llegar a ser potencialmente infinita. Dejemos, pues, que aquella ballena venga; veámosla arribar a ese pequeño pueblo hacia el cual la transporta el director del circo. Lo que vemos en un inicio, sin saber nada todavía, es un remolque tirado por un tractor. Su llegada, con el ruido estrepitoso del motor y los faros que atraviesan la noche espesa que envuelve las calles, dura dos minutos. Dos minutos sin fin, tensos en un esfuerzo intenso, vibrante por el trabajo de aquella maquinaria infernal. Dos minutos de un plano fijo, sin movimientos de cámara. Y, luego, al alcanzar el tractor el primer plano, la cámara gira lentamente hacia la derecha, a la zaga de la máquina, describiendo una ligera panorámica que se detiene sin embargo a su vez para dejar desfilar ante el lente las estrías de las paredes de hojalata ondulada del remolque, mientras la silueta de János Valuska (Lars Rudolph), de espaldas, entra en campo. Todo está suspendido; las coordenadas espaciales, las referencias, han sido abolidas: no hay más que aquel hombre que observa, dándonos la espalda, la imagen de un puro avanzar estriado.

Una vez terminado aquel plano-secuencia infinito, János se aleja y deja que la cámara se detenga en el afiche que anuncia con exceso de signos de exclamación ―“¡¡atracción!!”, “¡¡fantástico!!” ― el espectáculo de “la ballena gigante más grande del mundo”, con una estrella invitada: “el príncipe”. Solo podremos saber poco a poco de qué ―de quién― se trata.

Escucharemos primero las habladurías, los chismes, los rumores que corren a propósito de la llegada de la ballena y del príncipe. Los escuchamos en la oficina de clasificación postal donde János va a buscar los periódicos que tiene que distribuir. “El mundo se ha vuelto completamente loco”, dice una empleada, “y ahora llega por allá por el mercado el circo ese, traen esa horrible ballena gigante, y ese príncipe, que dicen que pesa diez kilos 14 y tiene tres ojos”. Antes incluso de que podamos verlo, el príncipe, suerte de prótesis de la ballena, es anunciado así como portador de un ojo suplementario ―un ojo adicional que parece ser el equivalente simétrico del ojo único y ciclópeo de la ballena. Y es que, de esta última, no veremos nunca los dos ojos a la vez: ha sido condenada ―llegamos al meollo del asunto― a solo tener uno en campo.

Veremos a la ballena en cuestión luego de haber seguido a János mientras atravesaba lentamente la plaza del pueblo, llena de hombres silenciosos de rostros graves, amenazadores, a la espera de quién sabe qué. Se escucha el chirrido de la hojalata y de las cadenas de la puerta del remolque, que se abre lentamente para dejar entrar a aquellos que desean ver el cetáceo gigante. János es el primero en pagar cien forintos.

En el antro móvil de la ballena, en aquella caverna rodante en forma de caravana, János se encuentra delante del ojo del Leviatán naturalizado. La cámara lo sigue y se clava en aquel doble de sí misma, en aquel ojo vidrioso cuyos párpados no se mueven y sobre la superficie del cual se refleja un frágil punto luminoso, tal vez el resplandor, en la penumbra, del equipo de rodaje. Dejando atrás el ojo, János se encuentra con las barbas que pueblan las fauces del monstruo. Dispuestas de manera regular según una curvatura casi sedosa, estas evocan una cortina de teatro, un visillo hecho de hilos que abriría acaso hacia el interior del animal, del otro lado del ojo. Como una tapicería, una tela que haría las veces de pantalla; estriada, también, al igual que los paneles laminados del remolque.

Pero János, nuevo Jonás de la era del cine, no entra en la ballena. Deambula a su alrededor en un largo plano-secuencia en que la cámara se desentiende ahora de la colgadura de las barbas para dirigirse hacia el otro ojo del cetáceo. Por un instante, vemos emerger aquel ojo protuberante desde la masa informe del gran mamífero, antes que la sombra de János lo oculte nuevamente. János bordea luego el cuerpo macizo y se dirige lentamente hacia la salida de la caverna, hacia la luz.

En las estrías de la materia

Más adelante, János regresa por segunda vez a ver la ballena. La plaza del pueblo está ahora más llena de hombres hostiles, reunidos alrededor de improvisadas hogueras. El remolque, cerrado. János lo bordea; las estrías de la lámina de hojalata se despliegan nuevamente, en uno y otro sentido, hasta que descubre, en uno de sus costados, una apertura, una puerta. Es como si János apartara las estrías mismas: atravesando los tramados que sajan y fraccionan la imagen, entra en el intersticio del entre-imágenes que segmenta la pantalla y desaparece luego al interior del remolque. La cámara, por su parte, permanece fija, como aturdida ante la lámina ondulada.

Cuando por fin el plano cambia, es el ojo de la ballena lo que vemos. Como si el ojo maquinanimal fuera precisamente aquello que reside en los intersticios, en los resquicios de la plancha de hojalata que hace las veces de pantalla. Entre los pliegues de la imagen, algo mira: el ojo del animal filmicum, tan próximo ―y sin embargo distinto― del “ojo de la materia” que evocaba Deleuze15Gilles Deleuze, La imagen-movimiento. Estudios sobre cine I, Barcelona, Paidós, 1984, p. 123: “El cine-ojo, el ojo no-humano de Vertov, no es el ojo de una osca o de un águila o del cualquier otro animal (…). Es, por el contrario, el ojo de la materia, el ojo en la materia (…)”.  .

Estamos inmóviles frente a aquel ojo al que se dirige, en la oscuridad general, la voz en off de János (“Ves todo el daño que causas”, le dice dulcemente, “y sin embargo hace ya mucho tiempo que no puedes lastimar a nadie”). Enseguida, mientras escuchamos otras voces, la cámara se desplaza del ojo de la ballena hacia los de János, quien escucha. Agazapado en la penumbra cerca de la ballena, sorprende por accidente la discusión del director del circo ambulante con el intérprete del príncipe.

De aquel príncipe que su intérprete califica como incontrolable ―dotado como está de una “fuerza magnética”―, no veremos más que la sombra proyectada, en una escena que no deja de evocar al Doctor Mabuse de Fritz Lang 16Al preguntársele ¿cómo interpreta al personaje del príncipe? ¿Qué representa?, Béla Tarr responde: No lo sé. No lo he visto. Solo he visto su sombra. Es también todo lo que ustedes han visto. Lo mismo. ¿Sabe?, no me gusta explicar nada acerca de la historia. Cf. Fergus Daly y Maximilian Le Cain, “Waiting for the Prince – An Interview with Béla Tarr”, Senses of Cinema, febrero de 2001 (disponible en: sens-esofcinema.com). (N. del T.) Szendy presenta esta cita sin traducir, en su versión inglesa original. Me he tomado aquí la libertad de traducirla al castellano, respetando las cursivas originales.  . La sombra del príncipe habla con dos voces: la suya (en esloveno, me parece) y la de su intérprete (en húngaro). Tres ojos quizás, decía la empleada del correo ―¿y quién podría contradecirla si se trata de contar los ojos de una sombra?―, tres ojos y más de una voz: el príncipe, suerte de apéndice de la ballena, encarna la suplementariedad misma.

János escucha todavía la conversación, en la oscuridad. La cámara avanza lentamente hacia su rostro. Solo vemos uno de sus ojos brotar desde la sombra, como si él mismo se hubiera transformado en ballena. Pero no: enseguida, el otro aparece también. La sombra del príncipe, ahora fuera de campo, se desgañita en imprecaciones, incita a la masacre y a la destrucción, mientras que un nuevo plano muestra a János corriendo por las calles oscuras. Corre hasta perder el aliento y sus dos ojos brillan como brasas en la profunda noche.

 

Un largo parpadeo

Veremos por tercera vez el ojo de la ballena, aquel ojo siempre a la espera de su par infelizmente demasiado lejano para poder formar juntos una mirada humana, después de una larga secuencia en la que János corre todavía, escapando de las ruinas del saqueo general. Corre sobre las vías férreas mientras un helicóptero se aproxima y se pone a describir círculos en torno a él, un poco como el avión que persigue a James Stewart en North by Northwest.

Suspendido en el aire a algunos metros del suelo, el helicóptero, detenido ahora frente a János, se asemeja con sus zumbidos a un insecto de mirada más opaca, más vidriosa que nunca. Observamos detenidamente a aquel helico(leó)ptero desde el punto de vista de János, antes que el siguiente plano, suerte de contra-campo por elipsis, nos muestre a este último sentado sobre su cama en el hospital siquiátrico, los ojos en el vacío, mientras que su amigo György Eszter, el compositor que sueña con armonizar nuevamente el temperamento del mundo, le habla.

Eszter ha dejado el hospital y se acerca ahora a la ballena, tumbada en el medio de la plaza, en medio de las ruinas del remolque. Por primera vez, podemos verla a plena luz del día, fuera de la caverna-cine en que, recibiendo a todos los Jonás de paso dispuestos a desembolsar cien forintos, hacía soñar y proyectaba sombras.

Eszter observa el ojo de la bestia muerta, fija su mirada en él, antes de bajar la cabeza y proseguir su camino. Vacila todavía un instante, se vuelve una última vez, echa una última mirada tras de sí, a aquello que fuera un ojo sin mirada, ni vivo ni muerto ―a aquel ojo ciclóptico y siempre abierto que no se dejaba humanizar en un par.

Eszter sale fuera de campo. La cámara, por su parte, continúa clavada en el enorme cuerpo varado, que desaparece poco a poco en medio del gris que invade la imagen. Hay entonces como un velo de polvo, o para ser más precisos, como una catarata que desciende sobre el ojo de la cámara. Con el eclipse, con la obscuración del animal filmicum, que no ha estado nunca simplemente vivo o muerto, es la película la que se acaba, que se vuelve gris, gris como la ceniza. Todo está incinerado. O, mejor aún, como he podido sugerirlo en otro lugar, todo está cineficado 17Acerca del cine y la ceniza, acerca de la cineficación, me permito remitir a L’apocalypse-cinéma. 2012 et autres fins du monde, Capricci, 2012, p. 88 y passim.  

Es lo que ocurre también en El caballo de Turín, que comenzaba ―recordémoslo― con una voz en off que leía las primeras frases de un relato de Lászlo Krazsnahorkai, Legkés bb Torinóban 18“Au plus tard Turin”. Este relato figura en la colección Megy a világ (“El mundo está en marcha”), Budapest, Magvet Kiadó, 2013. Escuchamos al narrador recordar breve, seca y factualmente, la historia de Nietzsche lanzándose al cuello de un caballo maltrecho en las calles de Turín, en enero de 1889. Y la voz concluía, circunspecta: “No sabemos qué sucedió con el caballo”.

Junto con esas palabras, el plano inicial de la película nos muestra un caballo tirando una carreta. Está a contraluz y no vemos sus ojos, ocultos por la sombra de las anteojeras. A la cámara, desde su sutil contrapicado, parece costarle estabilizar la cabeza de la bestia que, con el esfuerzo, no deja de moverse ―y no deja tampoco de cubrir y descubrir el rostro del viejo cochero en el fondo del plano. El atelaje de estos dos, lanzados a través del viento, el polvo y las hojas que revolotean, es el empalme imposible de dos miradas que, frágilmente sostenidas, se siguen, asociadas por el timón de la carreta, las cinchas, las correas de cuero y las cadenas.

Repitiendo en mayor escala el gesto final de Las armonías Werckmeister, retomando y ampliando el fundido a gris de sus últimas imágenes, El caballo de Turín, aquel filme postrero de Béla Tarr (de ser ciertas las declaraciones del cineasta 19En una entrevista para el sitio indiewire.com, Béla Tarr declara que todo el mundo sabía, durante el rodaje, que El caballo de Turín sería la última película: “Todos sabían. El equipo completo sabía que sería el último” (“An Interview with Béla Tarr: why he says ‘The Turin Horse’ is his final film”, 9 de febrero de 2012). En otra entrevista (“Interview: Béla Tarr, the Complete Works”, filmcomment.com, 2 de febrero de 2012), el cineasta declara: Todas mis películas son comedias, excepto El caballo de Turín. ), no relata tal vez, en el fondo, nada más que el lento, el largo cerrarse del ojo del animal filmicum. Vale decir, la desunión, el desacoplamiento del empalme imposible de las miradas, el corte de sus nexos.

A partir del momento en que el caballo lanza una última mirada divergente a la cámara, a partir del momento en que la puerta del establo se cierra como un mega-párpado de madera sobre los ojos apartados del filme-animal, el final de la película se anuncia no tanto como congelación de la imagen, sino más bien como fijación del parpadeo, en un devenir-polvo y devenir-ceniza general, que amplifica hiperbólicamente el último plano de Las armonías Werckmeister. Como si aquel gris negruzco, que dura y dura hasta el infinito mientras el candil del cochero y de su hija se extingue hundiéndolos en la oscuridad del sexto día, como si aquella penumbra fuera la del ojo ya a mitad cerrado del caballo moribundo, que no vemos más.

El ojo del filme-animal se cierra, lentamente, como un último movimiento de párpado que intentáramos dilatar lo más posible. Puede ser que la duración de la película haya sido, en efecto, la de aquel singular parpadeo.   

Traducción: Ignacio Albornoz

 

 

 

 
Como citar:
Szendy, P. (2020). Animal Filmicum, laFuga, 24. [Fecha de consulta: 2024-10-15] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/animal-filmicum/1016