Tanto Drama, el primer filme de Matías Lira, como El bosque de Karadima remiten a experiencias cercanas o fuertemente emocionales para el director. Para su debut en 2010 el realizador tomó referencias de su paso por la academia de Fernando González para construir un relato bastante enrevesado sobre el intenso y traumático aprendizaje de un trío de estudiantes de teatro –Eusebio Arenas, Diego Ruiz e Isidora Urrejola–, que siguen los pasos de la agresiva dimensión corporal de la tesis interpretativa artaudiana, experiencia que es conducida con manipuladora intencionalidad por Dante, su profesor de drama.
Entre los pasillos de la escuela y las residencias del barrio alto de los estudiantes, la metodología se aloja con mayor ferocidad en el grupo protagónico, amplificada hasta ribetes patológicos por traumas, disfuncionalidades y por los rastros casi inconscientes de un asesinato político.
A pesar de ser un filme frustrado como observación identitaria del comportamiento juvenil y más aún como indagación psicosocial sobre la generación post dictadura, lo cierto es que mucho de su orgánica y de sus temas fueron trasladados a su siguiente película.
En El bosque de Karadima hay gran parte de esa pedagogía torcida operando ahora desde los fríos salones de la iglesia donde el párroco oficia como señor feudal –idea que Lira enfatiza en los créditos iniciales con la pomposidad anacrónica de los rituales de vestimenta, y que definen en la misma medida su autoridad y el carácter vasallesco de su influencia-. Nuevamente es la fragilidad de la post adolescencia frente al doble juego entre la formación y el abuso de poder lo que vuelve a fascinar al director.
La cinta se organiza a partir del testimonio con que Tomás Leighton (Benjamín Vicuña) oficializa ante el promotor eclesiástico su denuncia a Karadima. En términos formales, casi la totalidad del filme lo constituye la narración en off de ese proceso en donde el protagonista rememora su encuentro con el sacerdote quince años antes y que va y viene entre pasado y presente. En esa decisión recaen en parte los principales escollos del relato, porque en El bosque… prima la visión externa y fáctica de hechos y lugares, una cuidadosa ilustración de episodios que incluso el relato se da el lujo de subvertir poniendo en escena situaciones en las cuales el protagonista nunca estuvo presente.
En esos términos, la opción de Matías Lira es doblemente arriesgada. No sólo por la abundante información pública que arrojó el caso durante su presencia en la pauta de los medios masivos desde que el caso apareció en televisión, sino además porque el punto de vista elegido aplasta las posibilidades de asignar matices a una psicología tan compleja como la de Leighton, que requería un relato capaz de confrontarlo, cuestionarlo e indagar en su personalidad con más decisión que la mera transcripción de sus dichos en el oficio.
Así como están planteadas las cosas en el filme, Fernando Karadima es no sólo un personaje con mayor espesor, sino además con una mayor claridad ideológica y es por lo menos curioso que la cinta, precisamente en aquellos momentos en que el relato está fuera de la tutela testimonial de Leighton, exponga incluso cierto nivel de compasión por las tribulaciones y angustias del sacerdote.
Para el muchacho, en cambio, el asunto es más difícil. Si bien entendemos que la fragilidad de su carácter proviene de una relación con la infidelidad de su madre y de la condena de su padre por asesinato –asunto que la cinta apenas deja claro–, ese hecho siempre está desconectado de su acceso a la intimidad del religioso y su permanencia en él por tantos años. Para lograrlo era necesario indagar en su fractura más íntima, en los mecanismos de seducción que deja operar en él. En otras palabras, la película es incapaz de trasladarse hacia el terreno especulativo para iluminar al personaje desde los recovecos de la conciencia y opta permanentemente por hacerlo desde la literalidad de la palabra.
En vez de otorgarle misterio a su protagonista, Matías Lira construye un relato ambiguo y lo más extraño de sus decisiones no es tanto que la película no se haga cargo de aspectos cruciales para entender la naturaleza profunda de sus personaje, sino dejar que el espectador complete, en virtud de la abundante información pública existente sobre el hecho, los pormenores de más de una década de sumisión al poder del sacerdote.
Coherente con el relato en primera persona es la decisión de no aludir al contexto político y social chileno de fines de los ochenta –salvo en una distraída aparición de Pinochet en televisión–, no ya como una reproducción simbiótica de patrones autoritarios derivados de la dictadura, sino siquiera en una dimensión más cercana y atingente directamente al argumento: la red de protección que, tanto en la parroquia como en la jerarquía, permitió la impunidad del sacerdote durante tantos años. Al dejar fuera ese flanco, el filme se moviliza siempre en el marco de la ética individual.
Es una lástima que la efectividad dramática de El bosque de Karadima descanse enteramente sobre el juicio público que la sociedad chilena ha establecido sobre el tema. Esa extraña dimensión gestáltica sin duda ha contribuido al enorme éxito del filme en boleterías, pero su dependencia de la coyuntura local termina asfixiando las posibilidades de libertad de la cinta y de los cruciales temas que pretende abordar.
Blanco, F. (2015). El bosque de Karadima, laFuga, 17. [Fecha de consulta: 2024-12-12] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/el-bosque-de-karadima/757