En el Festival de Cannes de 2019, ya con dos palmas de oro en su haber, los hermanos Dardenne presentaron un filme que incomodó a gran parte de la crítica. A unos, porque el tema de la demonización de las prácticas musulmanas es ya un problema en una Francia cada vez más polarizada por el culto religioso; a otros, porque el filme no hace más que repetir la fórmula de los hermanos belgas, una supuesta fórmula del “cine social”. En dicho filme, Le jeune Ahmed (2019), los Dardenne muestran la vida de un joven inducido en la religión musulmana por un fanático. El joven Ahmed, radicalizado por su mentor, se representa la necesidad de cuestionar a su profesora de religión, bajo cierta lectura de los preceptos del Corán. La cuestiona de modo tal que decide asesinarla por ser una mujer impía, en nombre de la Guerra Santa. La tentativa fallida de homicidio, se convierte en el gesto con el que la maestra decide liberar a Ahmed de la trampa mental en la que su mentor musulmán lo tiene sumido. Y la manera en que Ahmed se libera es conociendo a otra joven de su edad, una joven cualquiera, con la que crea un vínculo a propósito de cualquier cosa. En esa tensión, entre la instrumentalización ideológica de su mentor y el encuentro con esta niña desconocida, Ahmed encuentra en su cuerpo algo profundo que late: un latido que lo lleva, en la imagen final del filme, a abrazar a su maestra y pedirle perdón. ¿Cómo ese abrazo, que es una imagen repetida en la obra de los hermanos Dardenne, puede convertirse en el gesto clave para una teoría acerca del comunismo?
En este ensayo se sostiene que el cine de los hermanos Dardenne no es “cine social”, como tradicionalmente se lo clasifica, sino que es una posición política dentro del debate filosófico acerca del comunismo. Se argumentará más adelante que la obra cinematográfica de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne expresa una lectura del comunismo que tiene por objeto principal los gestos que demuestran un saber difícilmente teorizable acerca de los movimientos del cuerpo, un saber que muestra la necesidad de estar en común con otros, un saber que el cine puede exhibir con cierta ventaja. A ese saber, ancestral y presente de manera no consciente en el cuerpo de cualquiera, será denominado saber ancestral sobre la igualdad. Se mostrará cómo las imágenes de los Dardenne tienen por misión mostrar, no las condiciones negativas de explotación bajo el Capitalismo, sino la expresión positiva de la emancipación a través de la relación entre cualquiera con cualquier otro, siendo un gesto de análisis fundamental en su obra el gesto del abrazo.
El horizonte comunista y el comunismo sin horizonte
En el paisaje de la discusión acerca del comunismo, la metáfora del horizonte suele aparecer como un lugar común que hace referencia a aquel lugar donde el cielo y la tierra ya no estarán separados por una línea. «Horizonte comunista» es la imagen que articula la última esperanza proyectada desde la cercanía del Capitalismo, intentando expresar que el reinado de este ya llega a su fin en la forma en que el propio Karl Marx así lo predijo.
Álvaro García Linera ha sostenido que «el horizonte general de nuestra era es comunista», a fin de reunir la acción política en torno a la idea de articulación de un pueblo y autogestión de los recursos como forma de superación del modo de producción capitalista en Bolivia (Stefanoni, Ramírez & Svampa, 2009, p. 75). Por su parte, y en la misma línea, la intelectual estadounidense Jodi Dean, en su libro El horizonte comunista, argumenta que el comunismo no ha caído como idea junto con la caída material del Muro de Berlín, pero sí las izquierdas han perdido el horizonte: «El problema de la izquierda no ha sido nuestra adhesión a la crítica marxista del capitalismo, sino la pérdida de la vista del horizonte comunista, un horizonte que nuevos movimientos políticos están empezando a revelar» (Dean, 2013, p. 12). Lo de Dean y lo de García Linera tienen en común la preocupación por articular un pueblo que mire a un horizonte común, un horizonte de superación de las condiciones actuales de producción. Ambas nociones de comunismo se presentan como problematizaciones de un sujeto colectivo que debe ser ordenado en función de un resultado práctico, razón por la cual ambos requieren hacerse cargo del problema de la historia soviética, entendida como el fracaso de un proyecto comunista, y específicamente como el fracaso de una cierta lectura sobre la obra Marx (García Linera, 2008; Dean, 2013).
En este último sentido, Slavoj Žižek en La vigencia de El manifiesto comunista argumenta que el comunismo debe seguir vigente, precisamente, como un horizonte. Lo que dice Žižek es que el problema del comunismo es el marxismo, en la medida en que Marx no dictó una serie de reglas para la instauración de una sociedad que supere al Capitalismo, sino que la operación literaria de Marx en el Manifiesto comunista consiste en la producción de un gesto que articula una energía capaz de modificar los pliegues de la realidad de modo tal que se configure un sistema económico y un campo social que supere el Capitalismo y su cultura. Escribe Žižek, en un apartado de su libro, titulado “El horizonte comunista”: «Hoy en día la única manera de seguir fiel a Marx ya no es ser “marxista”, sino repetir el gesto fundacional de Marx de una manera nueva» (Žižek, 2018, p. 76). Y es este el punto desde el cual Žižek debate con Ernesto Laclau acerca de la producción de un pueblo, pero también desde donde discute con Alain Badiou a propósito de la idea de comunismo 1Para el debate acerca del pueblo y el populismo entre Žižek y Laclau, revisar: Žižek, Slavoj (2019). Contra la tentación populista. Buenos Aires, Argentina: Godot ediciones. Para este último, la idea de comunismo expresa la conjunción de elementos que, en la forma de un acontecimiento, producen una nueva configuración del mundo. Verdad, Historia y Sujeto son los elementos que, en su conjunción, demuestran lo que Badiou llama la “hipótesis comunista”, consistente en la producción de una posibilidad de la organización social que no estaba presente antes de esa conjunción (Badiou, 2010). Lo que interesa a Badiou, en la medida en que también le interesa a Žižek, es el aparecer de un sujeto que se organice en torno a un horizonte y que pueda llevar a cabo una organización social diferente del Capitalismo. Esa sería la fuerza del comunismo. Dicho por Badiou:
El interés y la fuerza de la palabra “comunismo” obedece a que designa explícita y deliberadamente la convicción de que una organización radicalmente distinta es posible. Es un punto clave, pues es el motivo por el que la palabra comunismo ha adquirido tanta importancia al designar, entre otras cosas, la convicción de que es posible un tipo de organización de la sociedad diferente al que domina hoy (Badiou, 2017, p. 37).
Sin embargo, y si bien cada uno apunta su flecha hacia un punto específico del horizonte, los autores hasta aquí mencionados tienen como central el problema de la articulación política de un pueblo cuya acción permitirá la caída del Capitalismo y la instauración posterior de una sociedad organizada en torno a los principios y valores del Comunismo. Mientras García Linera y Dean se posicionan en la vereda de la articulación de una fuerza de izquierda que permita derrotar políticamente al Capitalismo, Badiou y Žižek presentan el problema de la producción misma de esa fuerza —no dada de antemano— que producirá el comunismo que derrotará, por fin, al Capitalismo. Pero todos, cada uno a su manera, se presentan el problema de la articulación política de un sujeto en relación con un horizonte.
En la otra esquina, hay algunos autores que piensan el comunismo sin tener una consideración especial para la articulación política. Quizá el más representativo de esta idea sea Jacques Rancière, quien en una presentación emparentada con los argumentos de Badiou, sostiene de manera polémica que:
La historia de los partidos y Estados comunistas ciertamente puede enseñarnos cómo construir organizaciones fuertes y cómo tomar el poder del Estado y conservarlo. Pero no nos enseña mucho sobre cómo sería el comunismo entendido como el poder de los “cualesquiera” (Rancière, 2010, p. 173).
El punto de Rancière, a propósito del comunismo, consiste en comprender que “comunismo” es la palabra con la que se designa al partido que gobierna a una de las más grandes potencias capitalistas del mundo, como es China, pero también puede ser la palabra con la que se designa al proceso de emancipación por el que cualquiera junto con cualquier otro demuestran que la igualdad no es un horizonte, sino un presupuesto de toda relación política. Por ello es que para Rancière:
El único legado comunista que merece ser examinado es la multiplicidad de formas de experimentación de la capacidad de cualquiera, ayer y hoy. La única forma posible de inteligencia comunista es la inteligencia colectiva construida en el transcurso de esas experimentaciones (Rancière, 2010, p. 177).
Rancière, a lo largo de su carrera intelectual, ha abogado por una idea según la cual la inteligencia es una y cada cual tiene acceso a ella de igual manera, tal como todos tenemos el mismo acceso a nuestra lengua materna 2Este argumento está extensamente desarrollado por Rancière en su: Rancière, Jacques (2007). El maestro ignorante. Buenos Aires, Argentina: Libros del Zorzal. Esta unidad de la inteligencia, presente en cada uno, no es un horizonte que deba ser alcanzado, sino una hipótesis que debe ser verificada en la forma de una igualdad: cualquiera con cualquier otro debe comportarse como si fueran iguales, como si sus inteligencias fuesen la misma, y en ese proceso verificar que siempre estuvieron emancipados. El comunismo, en este sentido, consiste en la colectivización de esa verificación, demostrando que todos los miembros de una comunidad son iguales.
El comunismo de Rancière se posiciona del mismo lado del horizonte, pues no lo observa desde lejos, sino que lo habita: la igualdad no es más la promesa de un horizonte que será alcanzado; el comunismo no es más el país que está más allá de lo que podemos ver. Es en esta línea que Federico Galende, a propósito de Rancière, escribe:
Toda lectura partió por ser lectura del cielo, toda lectura bebe una y otra vez de esta primera fuente. Esta primera fuente es la del comunismo, que no es de ningún modo la promesa igualitaria que veremos cumplida por el progreso, como quien divisa un valle tras las dunas sobre las que ha marchado durante siglos, sino la igualdad de todos los hombres que participan del mismo saber sobre el cielo (Galende, 2012, p. 43).
Y esta idea es, justamente, la que permite a Galende abrir la puerta en la discusión sobre comunismo al cineasta finés, Aki Kaurismäki. Galende, como lector de Rancière, mira el cine de Kaurismäki como el de un comunista que no obedece a los mandatos del horizonte, ni observa las reglas de un comunismo articulador de fuerzas. Escribe en su Comunismo del hombre solo. Un ensayo sobre Aki Kaurismäki:
Un comunista es antes que nada alguien que se emancipa, alguien que tarde o temprano traiciona un mundo familiar, una traición que no opera solo sobre este mundo, sino que lo hace también en relación a la existencia de una única idea (…) Es lo que vemos en los films de Kaurismäki: un comunismo de transgresiones, de multiplicidades, de fuerzas que no aspiran a ser articuladas por la unidad de la idea, en parte porque esta idea se perdió para siempre junto a uno de los grandes sueños de la historia: el sueño de una comunidad improductiva (Galende, 2016, pp. 122–123).
Con Kaurismäki, el comunismo deja de pertenecerle a los grandes bigotudos de abrigos largos y de gorras con medallas, para pasar a manos de los borrachos del barrio, de los rockeros fracasados y de los inmigrantes ilegales con suerte. Todos estos, no sólo incapaces de producir una articulación que modifique la macroeconomía de una nación, sino que por sobre todo capaces de hacer de su soledad una comunidad que verifica la igualdad de cualquiera con cualquier otro, a propósito de cualquier cosa.
El encuentro de los cualesquiera que Galende propone como lectura de Kaurismäki requiere, sin embargo, un cierto grado de compromiso normativo que le permita diferenciar al comunismo del hombre solo de un mero individualismo neoliberal. El comunista y el individualista están solos, pero se diferencian porque el segundo asume que la comunidad es el tránsito innecesario hacia el goce individual, mientras que el primero entiende su soledad como un tránsito necesario hacia la comunidad. Esa necesidad de la comunidad, implica un compromiso con las normas comunes, un compromiso normativo con esa necesidad de vivir junto a otros. Esta relación entre soledad y comunidad es una especie de saber ancestral que se expresa en las acciones sin finalidad con las que los comunistas, en los filmes de Kaurismäki, configuran sus pequeñas comunidades de excluidos, dentro de un mundo capitalista que intenta hacer productivas cada una de esas acciones. El saber de esta necesidad de la comunidad es ancestral, es un saber del cuerpo que no es teórico: es lo que permite a los primeros hombres el tener un saber común sobre el cielo y sus estrellas, cualquiera sea este.
El comunismo de Kaurismäki es, en esta medida, un comunismo de las acciones libres de fines que permiten insertar al hombre solo en una comunidad previamente inexistente. Y ese es todo el punto de que la argumentación del comunismo de Kaurismäki esté en sus imágenes: el cine es la máquina que puede mostrarnos el efecto de esas acciones libres de sus fines, ya no dependientes de un relato. Esas acciones, sin embargo, aún responden a ese saber ancestral cuya memoria descansa en cualquier cuerpo. No responden, eso sí, como acciones obedientes de una normatividad ancestral, sino que se posicionan junto a esa normatividad y hacen algo distinto con ella: las acciones libres de sus fines no responden a un horizonte de la acción, sino que dan cuenta de los saberes ancestrales que configuran normativamente al comunismo. Pero, ¿dónde y cómo aparecen esos saberes ancestrales que hacen referencia al comunismo primigenio? ¿Cuáles son las normas que permiten creer que el encuentro entre cualquiera con cualquier otro verificará una igualdad? ¿Cuál es el compromiso normativo que nos permite diferenciar al comunista solo del individualista neoliberal? ¿Cuál es, en definitiva, la razón que nos permite vivir al otro lado de la esperanza?
Con Rancière podemos decir que el comunismo es la verificación de la igualdad entre cualquiera con cualquier otro; con Galende podemos decir que comunista es quien traiciona un mundo en favor de la emancipación con otros; y, con Kaurismäki podemos decir que comunista es el que ejerce una fuerza incapaz de articular y de producir nada más que una comunidad. Pero, para responder a la pregunta por el compromiso normativo, en la línea de este comunismo sin horizontes, es que debemos recurrir al comunismo que los hermanos Dardenne han trabajado en sus filmes, desde el primero y sin parar.
El comunismo de los hermanos Dardenne
Luc Dardenne recuerda una crítica que decía que el suyo, de ellos, era cine social. A lo que su hermano Jean-Pierre contestó: «Decir que nuestro cine es social, es como decir que Crimen y castigo -de Fiódor Dostoyevski- es ante todo una novela sobre las condiciones sociales de la vida de los estudiantes rusos del siglo XIX» (Dardenne, 2015, p. 12). Precisamente, desde esa respuesta podemos mirar el cine de los hermanos Dardenne como una crítica del Capitalismo, pero no porque lo suyo sea la crítica social: el cine de los Dardenne, diríamos, no pretende denunciar las condiciones precarizadas de vida que los más vulnerables viven bajo los efectos de un sistema económico capitalista neoliberal. Por el contrario, el cine de los Dardenne celebra las formas de producción entre cualquiera y cualquier otro, a propósito de responder a ese saber ancestral del comunismo que se expresa en el mandato no soy nada por mí, sólo somos algo porque estamos juntos.
El cine de los Dardenne parece mostrarnos de manera recurrente cómo es que en cualquier momento del Capitalismo total, o lo que Fredric Jameson llamó “Capitalismo cultural”, ese que convierte en mercancía cada elemento de la vida, aparece esta norma ancestral, reflejada en los movimientos del cuerpo de quien aparezca ante su cámara. La norma de lo común, aquella por la que el propio Ájax se quitó la vida, aquella por la que Antígona se suicidó: no es un asunto de crítica social, tampoco es un insectario de aprendizajes morales, como los filmes de Éric Rohmer. La norma de lo común está en el borde de lo político, porque está en el borde de lo moral; pero la única moraleja que se puede obtener de ella es que hay un modo de hacer con otros que excede al modo de producción capitalista, que no puede ser capturado por el interés, por la libre elección, por la transacción monetaria, por el préstamo, ni por el derecho. Ese modo de producción diferente, que es el comunismo, exhibe una verdad ancestral: que vivimos junto con otros; que la individualidad total es una fantasía; que dependemos de los demás, no de este o de aquel, tampoco de todos, sino que dependemos de cualquiera. Lo que los filmes de los Dardenne nos demuestran es que en cada conflicto donde la decisión política se confunde con la decisión moral, aparece la norma ancestral que verifica de manera radical la igualdad de cualquiera con cualquier otro: hay algo superior al individuo, algo que va más allá de la soledad, algo que algunos le llamaron cielo estrellado y que se corresponde con una forma de la existencia.
El saber ancestral de la norma se traduce de diversas maneras, pero “comunismo” es la palabra que la traduce desde todas las lenguas, como una especie de piedra Rosetta que permite leer en cada idioma que lo común es más grande que lo individual. Justamente, en su filme Rosetta (1999) los Dardenne nos muestran cómo el cuerpo de una joven se agita entre un camping y la ciudad, buscando frenéticamente formar parte de aquello que los demás llaman “normalidad”. «Quiero una vida normal», dice la protagonista que no logra conseguir un trabajo remunerado. En el Capitalismo, todos estamos arrojados a cumplir la condena del trabajo, luego que fuéramos expulsados del Edén: el castigo divino fue caer arrojados en un mundo de tiempo y trabajo. Pero Rosetta no puede obtener un trabajo en la ciudad. Por contracara, en el camping, alejado de la ciudad, Rosetta cuida de su madre alcohólica y realiza una labor libre de fines al atrapar a los peces para luego devolverlos: en ese terreno, libre de fines, ella logra comprometerse con otros sin que medie una finalidad; en la ciudad, Rosetta no hace más que instrumentalizar a quien se le pase por delante. En el camping es donde ella puede pedir perdón, precisamente porque es ahí donde puede aparecer la regla ancestral del vivir junto a otros, junto a cualquier otro.
El trabajo en la obra de los Dardenne se presenta como una expresión de ese saber ancestral. Porque “trabajo” no significará la relación opresiva que un jefe tiene con su empleado; “trabajo” no es el conjunto de acciones que un cuerpo lleva a cabo a fin de obtener una remuneración que le permita adquirir bienes y pagar por servicios. “Trabajo” es otro nombre para ese saber ancestral de la necesidad de estar con otros: trabajamos cuando abandonamos el individualismo. Es en La promesse (1996) donde los Dardenne muestran esta diferencia: Igor abandona su “trabajo” por ayudar a su padre; pero abandona el “trabajo” con su padre por recordar la regla ancestral del comunismo. Igor abandona un oficio por ayudar a su padre en el “trabajo” de usurero, de encubrir la explotación de inmigrantes ilegales que necesitan un lugar donde vivir sin que sean delatados a la policía. Igor hace eso con su padre, hasta que se representa ante sí la regla ancestral: uno de los inmigrantes muere y, en su improvisado lecho de muerte, le pide al joven Igor que le cuente de su muerte a su cónyuge, Assita. Igor guarda la promesa y traiciona a su padre, en nombre del comunismo: porque comunista es el que, en algún momento, traiciona un mundo familiar. El comunismo es el primer trabajo, anterior temporal y moralmente al resto.
Lo que sea puede ser un trabajo, si lo entendemos como el conjunto de acciones susceptible de una transacción monetaria entre individuos. Por eso es que, para esa versión del trabajo, la gratuidad es un absurdo. La protagonista de Le silence de Lorna (2008) nos muestra, justamente, que cualquier cosa puede ser objeto de comercialización, incluso el “amor”: ella, Lorna, se casa con extranjeros a cambio de dinero, a fin que ellos obtengan la nacionalidad belga. Pronto se divorcia y vuelve a empezar. Lorna trabaja con la representación del amor, en términos legales, monitorizándolo y entablando relaciones asépticas con sus clientes, con todos, excepto con uno: Claudy es la excepción que nos permite observar la manera en que Lorna traiciona todo lo que hace, de manera gratuita. Claudy, uno de los clientes de Lorna, es un yonqui, depresivo y de tendencias suicidas. Dado el trabajo de Lorna, lo más fácil sería cortar la relación con el cliente, pero al contrario, ella lo ama. No lo “ama” en la forma de un amor romántico, no es que deje todo por él, sino que muestra la dimensión normativa del saber ancestral comunista: Lorna se encuentra con otro, más allá de cualquier dimensión que pueda tabular esa relación como un intercambio de bienes. Lorna realiza un acto gratuito por otro, tal como Igor lo hace por Amidou, o como Rosetta lo hace frente Riquet.
En esta medida, el trabajo propio del comunismo —aquel que no se lleva a cabo por el bienestar propio, sino como una forma de comunicar un saber ancestral colectivo acerca de la necesidad de vivir en común— tiene por contraparte la opresión de los movimientos del cuerpo destinados a la producción. Esta opresión de los movimientos bajo finalidades productivas se expresa de manera explícita en la explotación laboral que tan enfrente tuvo Marx, pero se presenta de manera explícita en el dispositivo de la depresión. Tal como Claudy, Sandra, protagonista de Deux jours, une nuit (2014), tiene depresión. La depresión, ante el trabajo del comunismo, se expresa como la incapacidad de cualquiera de encontrarse con cualquier otro: es la dimensión en que el individuo se esconde en su individualidad por tener un saber equivocado sobre sí mismo y sobre las estrellas, un saber que le dice repetidamente que su trabajo no vale y que cualquier encuentro con otro es imposible. La depresión es uno de los triunfos del Capitalismo neoliberal, justamente por devastar toda posibilidad del saber ancestral del comunismo: el depresivo no cree que estar con otros sea necesario. Es por esto que la tarea de Sandra es doble: no sólo debe convencer a sus colegas en plena crisis económica de renunciar a un bono de 1.000 euros para cada uno, en favor de que ella mantenga su trabajo; sino que además Sandra debe derrotar ese saber falaz que le dice que no puede, que es imposible, que nada vale la pena y que nadie hará algo gratuito por ella. Sandra no logra convencer a todos sus colegas, pero sí logra derrotar al saber falaz y consigue, de paso, configurar una comunidad que parecía imposible con aquellos que renunciaron a sí mismos por otra persona. Sandra, como Chaplin, no sabe hacer otra cosa: el filme termina con ella caminando hacia el horizonte, sin más destino que el que le dictan sus pasos.
Los pasos no llevan sino al camino. Eso es lo que nos informa, hacia fines del siglo XIX, Gilles de la Tourette al descubrir con su investigación que el caminar más regular es el de los anormales 3Investigación desarrollada en extenso en su: De la Tourette, Gilles (1886). Études cliniques et physiologiques sur la marche. París, Francia: Delahaye et Lecrosnier. Que la irregularidad sea el caso normal del caminar nos informa que el más básico de los gestos también ha sido objeto de captura y de sometimiento ante la lógica de la producción. Esa es la razón por la cual los Dardenne pueden cerrar su filme con una apertura tan radical como lo es la caminata sin rastro ni rumbo que emprende Sandra. Pero también es el descubrimiento que les permite mostrar en extenso las caminatas que Jenny Davin emprende por una desconocida en La fille inconnue (2016). Jenny, la joven médico, renuncia a su beneficio individual por caminar, por emprender la marcha que le permitirá dar cuenta de la regla ancestral del comunismo: hacer justicia, en nombre de una chica sin nombre; buscar la verdad por el camino de la renuncia a todo lo que es. Jenny no tiene causa aparente para emprender su búsqueda de la verdad, justamente porque esa causa no puede aparecer en las cosas ni en las palabras: la causa de Jenny está arraigada en el saber ancestral que todos tenemos sobre el mismo cielo. Es ese saber el que autoriza a Jenny a buscar aquello que no le interesa: renuncia a su exitoso trabajo como médico privado para llevar a cabo el trabajo del comunismo, aquel que puede realizar cualquiera en nombre de cualquier otro.
Es el trabajo del comunismo aquello que Samantha comienza cuando abraza a Cyril en Le gamin au vélo (2011): la peluquera se encuentra con un niño y se abrazan. Un niño desconocido al que Samantha trata como hijo, no porque haya una razón o un interés detrás del abrazo que los une, sino porque los cuerpos expresaron de esa forma el saber ancestral acerca de lo común. Todo encuentro comienza con un pequeño gesto, una acción sin finalidad, un abrazo que permite darle perspectiva a lo que sólo tiene sentido. Los cuerpos se mueven de modo tal que el saber ancestral sobre lo común aparece y nos dice que formamos parte de una coreografía más grande que aquella marcha triste que nos dicta el Capitalismo. Samantha, al comienzo, pretende no arrojarse en Cyril: lo adopta a medias tintas, lo ve sólo los fines de semana, le da dinero y algunas cosas. Pero el encuentro entre ambos, aleatorio e imposible, excede ese cálculo del que tanto se jacta el individuo neoliberal: estar con otros es una actividad gratuita, generosa, desinteresada, aleatoria y de tiempo completo. Una vez que tenemos el saber sobre el cielo, no podemos sino ir corriendo hacia él, razón por la que Jenny deja su trabajo, Sandra renuncia al suyo y Samantha se hace madre de Cyril.
El trabajo por lo común es un trabajo gratuito y generoso, que excede cualquier ánimo personal, ya sea amor u odio. Quien tiene el saber ancestral sobre el cielo no puede deletrear la palabra para decir “venganza”, pues a lo sumo puede deletrear la palabra “perdón”. Es lo que hace Olivier al darse cuenta que trabaja con el asesino de su propio hijo en Le fils (2002): sabe que no puede matarlo con sus propias manos, a pesar que eso sería lo justo; y eso lo sabe porque sabe que no hay una comunidad rota esperando ser reparada, sino que hay una comunidad imposible dispuesta a aparecer frente al encuentro con cualquiera. “Cualquiera” incluye al enemigo, razón por la que Jacques Derrida puede decir que las políticas de la amistad aparecen en el perdón de lo imperdonable. El perdón de Olivier nos muestra un límite de la norma ancestral de la igualdad: hay un compromiso superior, con aquella trascendencia inmanente que hemos llamado comunismo. El compromiso normativo de los comunes se expresa en la imposibilidad de comprender a la individualidad como valor supremo.
Porque, como nos mostrarán Bruno y Sonia en L’enfant (2005), siempre hay una manera extramoral de comprender la relación entre un hijo y sus padres. Si Olivier nos demuestra que puede perdonar a cualquiera, Bruno vendiendo a su hijo recién nacido nos demuestra que las relaciones mismas pueden ser objeto de captura por parte de la razón que instrumentaliza el mundo. Un hijo puede ser el objeto común que relacione a dos desconocidos, pero también puede ser aquello que convierta una relación libre de fines en una mercancía. Porque justamente hay una versión neoliberal de la relación de cualquier con cualquier otro: aquel que hace y da lo que sea por esta o por aquella. El cualquiera, precisamente, es quien no está determinado: quien no es a priori de modo alguno. Por eso que la acción perfectamente contraria al saber ancestral sobre la igualdad ocurre cuando Bruno y Sonia adquieren un par de chaquetas idénticas, demostrando que su “igualdad” es simplemente superficial e ignorante: su verdadera igualdad llegará en el momento en que sea miren a los ojos y se abracen, comprendiendo por vía de la razón aquello que los cuerpos ya saben. Y es que las lágrimas son una manera en que el saber ancestral se expresa por los ojos. Y es esa la misma razón por la que Ahmed, en Le jeune Ahmed (2019), abraza llorando a su maestra: mientras su mentor musulmán le introducía por la fuerza las toscas ideas de la religión, su maestra no le introduce otras ideas “mejores”, sino que lo acerca a una niña, a una cualquiera, a fin de ponerlo en contacto con otro cuerpo y que así por sí mismo descubra ese saber ancestral acerca de lo común que su cuerpo ya sabe desde siempre.
En definitiva, el comunismo de los Dardenne, entendido como el modo de practicar una norma ancestral que refiere a un saber sobre la igualdad, no se extiende en sus filmes como si de un lugar llamado “comunismo” se tratara: sus filmes transcurren en Bélgica, en los suburbios, en sociedades capitalistas incapaces de hacerse cargo de los sujetos a los que intenta someter. Podríamos sostener que el comunismo de los Dardenne necesita ser cine, justamente porque no se trata de un lugar o de un tiempo específico de la historia, sino que se trata de un modo en que los cuerpos se mueven sin estar sometidos a los finales que le son impuestos. Porque si algo saben esos cuerpos, desde siempre, es que hay una danza que escapa de toda narrativa, de todo argumento y de toda historia: ese movimiento libre de fines lleva por nombre comunismo.
Un abrazo
No es lo mismo decir “saber ancestral sobre la norma” que “norma ancestral” 4Este punto se lo debo de manera completa a la aguda lectura de Ivana Peric Maluk. Pensar al comunismo, ya no como un horizonte, sino como un modo de producir con el horizonte, es la manera en que debemos comprender este compromiso normativo que los hermanos Dardenne aportan con su obra a esta breve tradición comunista que ha sido presentada. No se trata de instalar un sistema comunista total, sino de producir un gesto que ponga en evidencia que el comunismo siempre fue nuestra forma de relacionarnos, una forma dormida pero latente. Les molesta el horizonte, por estar muy lejos y estar romantizado; prefieren el desorden de vivir con ese horizonte, hasta el punto en que los cuerpos mismos lo borran con un abrazo. Quizá esa es la razón por la que los hermanos Dardenne graban los cuerpos y los gestos tan de cerca y con una cámara tan movediza, ya que como afirman en el documental El home cinema de los hermanos Dardenne (Jean-Pierre Limosin, 2006): «El cielo, el horizonte, es molesto. Es muy precioso».
Con su cine, los Dardenne parecen tensionar el problema del seguimiento de una ley, entendida como un horizonte: no se trata de subsumir la conducta bajo reglas que son claras, sino de producir esa normatividad con el propio acto de hacer con otros, de verificar la igualdad junto con cualquiera. Y esa es la razón por la que los finales de los Dardenne se asemejan al punto más alto de una pieza musical (aunque esto sea de modo paródico, ya que el cine de los Dardenne se caracteriza por no usar música que no sea parte del ambiente propio de la escena): justo donde debería estar el clímax, los Dardenne ponen el gesto expresivo del conocimiento del saber ancestral sobre lo común. Eso es lo que se expresa con los abrazos de los Dardenne: La promesse, Rosetta, L’enfant, Le gamin au vélo, La fille inconnue y Le jeune Ahmed tienen en común que cierran con la imagen de un abrazo reconciliador, el encuentro de aquellos que estuvieron separados a lo largo de todo el camino. El abrazo, como gesto favorito de los Dardenne, es la figura por la cual se expresa ese saber ancestral sobre lo común, sin que se concentre ni se cristalice todo en él, puesto que no es posible unificar el significado del abrazo: no sabemos lo que un abrazo es, ni lo que contempla ni hasta dónde se extiende; no podemos conocer cuánto durará ni cuál es la razón del mutuo encuentro de brazos y espaldas. El abrazo no es una ley que se aplica, sino un saber que se expresa. Lo único que sabemos de un abrazo es que expresa nuestro saber sobre algo que va más allá de lo que sabemos acerca de nosotros, sin que eso se convierta en una ley sobre piedra. Nos abrazamos, sin explicación, cuando protestamos en la plaza pública, por ejemplo. Y es porque, quizá, el abrazo sea el primer gesto que los cuerpos aprenden entre sí, mucho antes que el racional apretón de manos o el reprimido beso en la mejilla. El abrazo no congela.
Una anécdota contada por Luc Dardenne ilustra justamente este último punto: «Una voz dulce y tranquila nos preguntó: “Por qué la cámara en sus películas se mueve tanto?”. Fue la primera vez que un crítico nos hizo esa pregunta, sin ánimo de reprobación ni ironía. Fue una pregunta sincera y expresó asombro sincero. Nos quedamos mudos un largo rato, hasta que me arriesgué con una respuesta: “Nos da miedo componer una imagen”. Mi hermano añadió: “Miedo de congelar”» (Dardenne, p. 15).
El abrazo, muy por lejos de congelar, brinda calor.
Bibliografía
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