En el panorama del cine actual destaca una tendencia que juega con los estereotipos. Se prueban los límites de la autoconciencia cinematográfica, muchas veces de forma acomodaticia, despojando a las imágenes de su potencial crítico. Frente a esta inercia significante, el cine de Todd Haynes exacerba el simulacro que conforman las imágenes-mercancía proponiendo al espectador traspasar la distracción y manipulación propias de la espectacularidad inherente al cine, intentando provocar algún grado de lucidez ante el pozo sin fondo de referentes imaginarios que conforman nuestra cultura. De esta forma se le ocurre rescatar a figuras complejas como Bob Dylan y no hacer un simplón remake a la Indiana Jones.
“La gente pagaba por ver cómo otros creían en sí mismos en el escenario, en medio del rock and roll.”
Kim Gordon
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Aunque Bob Dylan no es un aparecido en la historia cinematográfica, recordemos que el documental Don’t Look Back (D.A. Pennebaker, filmado el año 1965, estrenado en 1967) y su revitalización actual está relacionada con la urgencia de la revisión de una figura musical, verdadero mito de los años sesenta, que va más allá de la mirada retrospectiva y nostálgica a la que nos tiene acostumbrados “la industria de la memoria”[Por ejemplo, nuestra programación radial segmentada en décadas y estilos (“La voz de los ’80”, “El rock no te deja botado”).] También pensemos en la literatura chilena, los últimos 20 años han visto el acopio de novelas y ensayos que intentan rescatar “la memoria histórica y los traumas del país” (Eltit, Lemebel, Electorat, Oses, Edwards, Rojo y muchos más).[Ni para qué hablar de las re-visiones que proponen continuamente la televisión con su material de archivo e invitados “del recuerdo”, o la moda y vestuario, que cada “nueva temporada” recicla estilos anteriores.]. Un mito necesita varios actantes para construirse, de esa forma se puede entender la poca distancia entre el estreno de I’m Not There (Todd Haynes, 2007), el documental de Martin Scorsese sobre el cantautor, No Direction Home (2006) -donde figura el mismísimo Dylan rememorando-, variados homenajes públicos dedicados al músico, y su propia autobiografía publicada hace un par de años. Lo más notable es que a nadie se le haya ocurrido programar una función doble con las películas más recientes: primero el documental y, después de una pausa y fumarse un cigarro, entonces volver a la sala para ver la versión interpretada por famosos actores asalariados. Dicho de otra forma, el oficioso documental del viejo Scorsese sería necesario para poder contextualizar el experimento barroco de Haynes a la luz de tanto homenaje en vida. Si el primero intenta establecer el retrato de las fuentes, la adolescencia y juventud del artista tránsfuga contado por el Dylan maduro, sobreviviente y sus compañeros de ruta, el segundo marca distancia del referente de inmediato. I’m Not There (No estoy ahí) pretende que, pese a todos los indicios, lo más significativo de la película no pase por intentar conocer al glamoroso ídolo musical. En definitiva, lo que se articula entre I’m Not There y el espectador son algunas de la variables del posmodernismo [Con distintos acentos se puede entender Posmodernidad según Fredric Jameson, Jean Francois Lyotard, Gilles Lipovetsky, Richard Sennett, Hal Foster.]. Una de las cuales supone el uso explícito de la intertextualidad [La intertextualidad es ampliamente tratada por Gérard Genette, también están las teorizaciones de Julia Kristeva, Michael Riffaterre, Christian Metz, David Bordwell.] como práctica significante, la que reemplazó la relación unívoca entre autor y lector por una más dúctil entre texto y lector. Poniéndonos algo deterministas, podría afirmarse que ambos filmes interpelan a públicos diferentes.
La apropiación del mito musical y generacional “Dylan” sirve como ejemplo de cómo en el cine de Haynes se manifiesta una ruptura radical con el clasicismo. La propuesta de I’m Not There no es mimética sino que simulacral. En repetidas ocasiones el punto de partida de las películas del director es el reconocimiento que frente a la audiencia permite el uso de figuras icónicas pertenecientes a nuestra globalizada cultura pop. Partiendo del fetichismo mistificador del público, Haynes rehuye el encanto acomodaticio y laudatorio (para eso están la publicidad y los trailers) que proporciona la star, proponiendo un juego más complejo. Son filmes que bien parecen ejercicios de estilo basados en la reconstrucción del cine de género, sin embargo Haynes reformula aquella productividad genérica. Recrea el cine de género a partir de un apropiamiento renovado y actualizado, autoconsciente de su manejo de la tradición. Si sus películas visitan distintas épocas no es para ofrecer una ambientación nostálgica que sea mero marco temporal al servicio de la trama y los personajes, sino que opta por la familiaridad que ofrecen la historia de los estilos y las modas en vez de instalarse en la fiabilidad de los hechos que cuentan los libros y las memorias. Por lo tanto le confiere a su cine un historicismo estético, permitiéndole establecer una mirada crítica sobre el tiempo y los actuantes narrados. El procedimiento queda claro en el caso de Velvet Goldmine (1998), película que guarda varios puntos en común con I’m not there. La película parte como cuento de hadas, pero su estructura es calcada a la ofrecida por El ciudadano Kane (Orson Welles, 1941) convirtiéndola en un remake postizo, que más que tematizar la soledad del poder, la megalomanía capitalista y la perdida de la inocencia, propone un ensayo narrativo sobre intereses propios de nuestros tiempos: la construcción de las identidades, la definición sexual como cuestión de géneros, la figuración del ídolo musical como mercancía, la reelaboración de las vanguardias artísticas en el terreno de la industria cultural y el formato canción radial como magdalena proustiana de la memoria.
La lógica de pastiche pop y su composición mediante intertextualidad, a mi juicio, han encontrado para el director su mejor nicho en la espectacularidad que proporciona la cultura rock y sus posibles lecturas histórico-sociales [El rock como fetichización de las figuras cantante-banda, la mistificación de la juventud como convocatoria de fuerzas anticapitalistas y consumistas al mismo tiempo, el correlato de músicos y estilos con momentos de la historia, especialmente en Estados Unidos (por ejemplo, la guerra de Vietnam).]. Después de un corto sobre Karen Carpenter y su film acerca del Glam, con I’m Not There conforma el retrato de una de las figuras más antológicas de los sesenta mediante una película pangenérica: alusiva de cierto avant-garde cinematográfico “chic” de los sesenta, Richard Lester y Fellini yuxtapuestos con el formato reportaje-entrevista televisivo, el video musical, el drama amoroso, el western y la recreación del seminal documental de Pennebaker. Y tal como en Velvet Goldmine, el soundtrack posee su propio desdoblamiento, varios de los temas de Bob Dylan son versiones cover de las originales, a veces interpretadas por algunos de los mismos actores protagonistas.
La tematización del rock, también como en aquella película ofrece su propia “construcción en abismo”. Si en ella el reportaje permite al reportero musical recordar su juventud al mismo tiempo que investiga el enigma de una personalidad, de acuerdo al esquema propuesto repetidas veces en la obra de Orson Welles, en I’m Not There el personaje de Robbie, el actor, alcanza la fama gracias al filme dentro del filme: un biopic sobre John, el cantante folk de protesta que recuerda la primera etapa de la carrera musical de Dylan. La película que protagoniza Robbie en la diégesis sirve de espejo de la propia producción 2007 que se inspira libremente “en la muchas vidas y canciones de Bob Dylan”. Más adelante en la trama, el quiebre en el matrimonio y vida familiar de Robbie hace eco tanto de los posibles dramas familiares de Dylan, sus cambios de estilo y el errático manejo entre farándula y vida intima, como un guiño de la breve e interrumpida carrera cinematográfica de este [El cantante participó en Pat Garret y Billy the Kid (Sam Peckinpah, 1973), entonces la historia del personaje Billy y la voz narradora de Kris Kristofferson homenajean el espíritu western que puede rastrearse en la producción musical y fílmica del cantante.]. Pero mucho mas significativo que tales arbitrariedades interpretativas está el hecho que la historia de Robbie y Claire, su mujer, sean versiones en imágenes y narración de parte del repertorio de Bob Dylan. Algo similar sucede en la tematización del debate sobre quién es en verdad el cantante rebelde y la complementariedad entre los personajes del serio periodista inglés y Jude Quinn, mientras suena Ballad of a Thin Man.
Según Linda Hutcheon (1984) en los textos autoconcientes o de metaficción la producción de lecturas se presupone en última instancia una práctica didáctica para los lectores. En el caso de I’m Not There demanda una complicidad del espectador necesaria para contribuir a la “reconstrucción” de la ilusión fílmica. A primera vista resalta el hecho que “Bob Dylan” esté interpretado por seis actores bastante disímiles en aspecto, edad, género, raza; configurando seis personajes de conducta y profesión variada. ¿Puede haber seis Dylans? Al parecer sí, pero aún hay más: ninguno de ellos se llama Bob Dylan o Robert Zimmerman. Son Jude, Robbie, Jack/luego pastor John, los otros hasta tienen por nombre ¡Billy (the kid), Woody Guthrie y Arthur Rimbaud! Cada uno vive una vida distinta, paralela a la de los demás, impidiendo establecer una continuidad lógica vital y narrativa para unos personajes que asumen la impostura como conducta.
Christian Metz distingue dos niveles de identificación en el espectador: la primaria se refiere a la conexión con lo visto en la imagen y esta relacionada con el acto de ver. Esta identificación da pie a la secundaria, que tiene un cariz psicológico al producirse el reconocimiento de los personajes y sus acciones. Entonces el objeto perceptual logra ser distinto del objeto imaginario. Y pueden surgir preguntas tan sencillas y complejas como esta: “Bob Dylan es un hombre, ¿por qué lo interpreta una mujer o un niño negro?” Es que hemos pasado del dictamen “no estoy ahí o aquí” al “yo es otro”. El otro y el yo no están ni ahí ni allá. Pareciera que hacen las veces de “Dylan” estuvieran siempre en tránsito, “no direction home”, como un tren al que los personajes se suben de pronto y del que se bajan precipitadamente. Qué nos queda al resto de los espectadores: un re-conocimiento, un proceso interrumpido en la identificación con “el” héroe de la historia, la “deconstrucción” y los fragmentos de una personalidad que se hace (ir)reconocible al momento de querer definir y asimilar su esencia. El horizonte de público aquí consigue ser completamente distinto al del documental de Scorsese, al resultar interferida la seducción que consigue ejercer la figura “Dylan”, provocando la frustración del espectador que pide verosimilitud aristotélica. En un nivel (se podría aventurar que especialmente entre los fans de su música) puede considerarse un engaño ser testigo del seguimiento de tantos personajes ficticios, mientras la narración no hace nada por establecer “la verdad” del antecedente histórico en que supuestamente se basa. En última instancia, la ausencia de realismo que propone la película va un paso más allá: el juego de la apariencia y de las falsas vidas de “Dylan” descomponen el nexo con la realidad y se conforman en puro simulacro. El referente aludido deja de ser un signo fiable en cuanto representación.
Siguiendo a Baudrillard (1978), no se trataría de un asunto de copia, sino de simulación. La copia supone la existencia de un modelo original, mientras que la simulación encubre una ausencia, un vacío, la falta de esencia. Acaba con la valorización dialéctica entre el modelo original y su copia (y de su “aura” como diría Benjamín). No se trata de que en la película haya copias de Dylan, Dylan simplemente no se encuentra en la pantalla. Claro, al comienzo todos pisamos el palito figurativo y además Cate Blanchet parece un muñeco de cera vivo del cantante. Si “Bob Dylan” estuviera en alguna parte del imaginario del cine habría que partir buscándolo en No Direction Home, e ir más atrás hasta llegar a Don’t Look Back. El documental nos permite argumentar que la imagen sostiene y refleja lo real mediante una mimesis, provocada por el intercambio entre objeto filmado, cámara y director. Mientras que la ficción narcisista de Haynes desbarata y difumina la realidad de la representación en pura simulación. En definitiva, la excusa de Todd Haynes es el mito Dylan, consiguiendo que las distintas historias y personajes reflejen, cada una en su propio estilo o género, las diferentes etapas con que la crítica y las biografías musicales han determinado y escrito a posteriori la carrera del músico.
La subjetividad nunca queda establecida y definida de una vez por todas, se la va reconstruyendo desde el futuro hacia el pasado. Desde la muerte, pero no hacia el origen, sino hacia una esencia indeterminada, encontrando siempre un vacío o algún un trauma nunca definido. El sujeto Dylan planteado por los seis protagonistas es uno caótico, en constante oposición a los sujetos normalistas que le acompañan. Además este sujeto ausente, transformista y desmembrado impone que en el espectador se re-construya de igual forma, como en Buñuel (Ese oscuro objeto del deseo, 1977) la ilusión, identificación y experiencia generada por el personaje, ya que estas no resultan fáciles de controlar. La película se niega a estimular nuestro deseo de “consumo” por el personaje y a cambio nos ofrece un arsenal de técnicas narrativas y visuales. El espectador se ve comprometido a interpretar a quien no acaba de ser quien se supone que es, y de ahí surge la necesidad de rellenar y reorganizar tal ausencia con todo el material referencial que el espectador pueda tener. Lo mismo sucede a nivel de la diégesis, donde los personajes le piden a su contraparte “dylanesca” que se defina en términos existenciales, afectivos, estéticos e ideológicos, y estos se la pasen rehuyendo de las acciones y preguntas con que los vienen a cuestionar, clasificar y aprisionar. Acá no queda la coartada documentalista de que el referente no es ficcional. Paradojalmente en la aceptación por parte del espectador del constructo imaginario (la película) propuesto por Haynes y en su personificación delegada (los personajes “Dylan”) no hay ninguna certidumbre de que el director haya determinado como reales los referentes dentro del film, de lo contrario todos los protagonistas podrían llamarse “Bob”.
No es que Haynes dude de la existencia de Bob Dylan (será queer, pero no está loco), sino que en el texto fílmico tienen similar prioridad los elementos figurativos, como los personajes, al igual que los narrativos, como esos falsos raccords de imagen y sonido que fusionan los cambios de estilo genérico, las elipsis cronológicas, y la diferenciación de subplots. Los espectadores, cada vez más acostumbrados a las nuevas estructuras narrativas y figurativas encuentran en esas intensidades una creencia que ya no otorga el “héroe” de las ficciones clásicas. La película se define como un reconocible artefacto de ficción, y sin embargo, al mismo tiempo solicita un sentido o vitalidad que va más allá de la distinción real/ficcional que rompa la inevitabilidad vacua del simulacro, entendido este como pura superficie y mercancía. Los seis protagonistas de I’m Not There son acusados de evasivos por el resto de su entorno. Son sólo ellos los que creen en sí mismos. El resto de los personajes, los espectadores y el director buscan creer en el personaje que esta ahí. Su problema consiste en que cuando creen encontrarlo él, confundido y ofuscado, ya ha partido.
Bibliografía
Baudrillard, J. (1978). Cultura y simulacro. Barcelona: Kairós.
Hutcheon, L. (1984). Narcissistic Narrative, The Metafictional Paradox. London: Methuen.
García M., Á. (2008). I’m Not There , laFuga, 8. [Fecha de consulta: 2024-11-05] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/im-not-there/8