La buena vida es la quinta película de Andrés Wood. Tras el hit masivo que significó Machuca, su retorno minimiza el motivo de lo épico y se centra en la historia transitoria de algunos personajes santiaguinos: una madre que se entera que su hija adolescente está embarazada, un clarinetista de alta formación que no consigue el trabajo de alta alcurnia que quería y que termina integrándose a una banda de Carabineros, un peluquero cuarentón que pide un crédito de consumo para poder comprarse un auto y que debe lidiar con su madre, con la que todavía comparte su casa, y una vagabunda que hace lo que puede para poder alimentar a su bebé. La cinta lleva las vidas de estos personajes por separado, y licencias de guión mediante, se permite a sí misma forzar coincidencias de espacios y cruces en las calles de la ciudad.
El relato pasa por estas líneas dramáticas como una visita, recoge algunos momentos en la vida de estos personajes dejándolos igual de despojados y perdidos que un inicio. Sin mayores resoluciones, La buena vida no se hace cargo de las motivaciones de cada uno de sus protagonistas. Simplemente, los acompaña. Se deja caer con levedad en algunas de sus acciones, que nos hablan de la hostilidad de Santiago, de la diferencia entre la realización individual y las expectativas que se tienen de ésta.
Algo tiene el director que sus obras alcanzan una vocación por la narración de masas, pero que se aleja considerablemente de un criterio meramente comercial. Sintoniza su relato con el Chile de su tiempo, ahora invadido por las frustraciones de una economía difundida como promisoria, pero que termina siendo algo considerablemente distinto. Las obstrucciones operativas del Transantiago, por ejemplo, el hito del transporte público santiaguino, aparecen aquí como un pequeño comentario a la resignación, uno de nuestros rasgos identitarios más claros. Los chilenos entonces como un pueblo resignado a su propia suerte, que asume lo que le toca, y que mira hacia delante del mejor modo que puede.
Al mismo tiempo, el correlato de los individuos: personajes con obsesiones personales y privadas, como ser parte de una corporación artística de renombre, una fijación repentina por la materialidad tangible de la muerte y los huesos como sus vestigios, buscar la verdad en una relación, pero ser capaz de decirla en otra. En las tres líneas hay una radiografía de algunas –varias- pequeñas obsesiones humanas, que no tienen una organización clara o fundamentada, pero que remiten a nuestra fragilidad de una manera lúcida y precisa. En este mapa de acotaciones tan definido, el personaje de la vagabunda se ve algo excluido, reducido a un valor funcional de conexión de las historias, más que un interés propio. Da la sensación que la película hubiese crecido en radicalidad y propuesta excluyéndolo.
A pesar de este escenario algo perturbado, Wood guarda una cierta esperanza, fe en los espacios cívicos, en lo que nos queda de identidad, en algunos gestos solidarios. En las identidades individuales, no las sociales, en las posibilidades que existen para cada uno de remediar sus propios fantasmas. El Santiago del director es una ciudad nostálgica, en búsqueda de su propio pasado, perdido entre las galerías del centro, esa red de pasillos interconectados tan única en el mundo. Nuestra ciudad es la posibilidad del tránsito, el espacio compartido en el que es posible esperar un cambio. Una ciudad en transformación, en recuerdo de su dominio, un bar antiguo ante un campo de golf, baldosas y bronces céntricos. La cinta enfatiza hasta el cansancio que es ésta ciudad y no otra, mediante un plano reiterado de un paisaje santiaguino mirado a través de una ventana. Son calles con apellido, reconocibles, patrimoniales. Calles en las que al parecer es posible mirar hacia un futuro algo menos confuso y algo más luminoso. Con una cierta fe de por medio en que las cosas eventualmente estarán mejores. O al menos, que podrían estarlo.
Zúñiga, O. (2009). La buena vida, laFuga, 10. [Fecha de consulta: 2024-12-13] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-buena-vida/103