Las imágenes de los medios masivos de comunicación tienen una relación directa con la política, la “empresa histórica estatal” como la llamaba Bolívar Echeverría, 1“Que la política o empresa histórica estatal, como fenómeno de supraestructura, no representa, ni mucho menos, la totalidad de lo político; que lo único que ella administra son los resultados de la enajenación de lo político”. Bolívar Echeverría, “Cuestionario sobre lo político”, en El discurso crítico de Marx, 2017. pág. 296 pero de ninguna manera esa relación agota la totalidad de lo político. Lo político también incumbe a lo imaginario, entendido como la capacidad del ser humano de hacerse a sí mismo y en esa actividad, darse una imagen o una figura de sujeto social. Esta actividad de «darse» una imagen es permanentemente una producción y reproducción de imágenes, así como una producción y consumo de significados. Cuando se altera la imagen prototípica que tiene cada uno de los miembros de una sociedad, esto supone tocar una fibra del nervio político y también cultural.
Las entelequias identitarias se configuran a través de representaciones icónicas ligadas a la revalorización de lo cotidiano. Las transformaciones que las sociedades hagan de esas representaciones icónicas impactan en la imaginación y alteran el telos de la vida cotidiana. El trabajo que se haga con las imágenes a partir de una actividad cultural y artística como la cinematográfica tiene una incidencia política que va más allá del mensaje que las representaciones icónicas posean 2Bolívar Echeverría, “1.Visiones de la palabra”, en Ciclo: Interpretaciones Icónicas, PIDCE-TV UAM, México, 2006. Consultado en https://youtu.be/kCqB4GxUAsE (10/12/17). En el caso de las imágenes audiovisuales, lo que estas pueden significar no agota el valor de una película ni la producción y reproducción de sus sentidos e interpretaciones. Mostrar el cultivo crítico que el sujeto social hace de su identidad desde el cine, supone conectarlo a una idea de cultura, esta última entendida como “el momento autocrítico de la reproducción que un grupo humano hace de su singularidad concreta”, (Echeverría, 2010, p. 163) e involucra a las imágenes en tres instancias: cómo son recibidas por el espectador, cómo son producidas dentro de la historia y la teoría del lenguaje cinematográfico, y cómo son exhibidas.
Bolívar Echeverría entiende por modernidad “un proyecto civilizatorio de larga duración que instaura relaciones radicalmente nuevas entre el mundo humano y el de la naturaleza, sobre la base de una revolución neotécnica de fuerzas productivas” (p. 234). La potencialidad en la modernidad encuentra una vía realista de realización en el capitalismo. Este tipo de potencialidad capitalista “es una organización del conjunto de la vida humana que se guía por lo que se conoce como el progreso de las fuerzas productivas y de la nueva técnica sustentada en la nueva ciencia matematizadora del conocimiento” (p.231). La modernidad ilustrada, organizada y alumbrada por la razón, pretende vencer al mito, aunque “es ella misma un mito, un dispositivo discursivo para explicar y al mismo tiempo para engañar” (p.233). La matematización de lo real se puede expresar en una narración sostenida en un aparato audio-discursivo que nos enseña cómo desear. Una máquina ideogramática definitiva, como señala Slavoj Žižek de Hollywood, cuando una película muestra el modo en que habita una cartografía audiovisual de nuestros deseos 3La idea de Slavoj Žižek sobre Hollywood como una “máquina ideogramática definitiva” implica una percepción de lo Real histórico en términos de una narración familiar, en otras palabras, de cómo un conflicto entre grandes fuerzas sociales se reelabora desde el mapa de un drama familiar. Para el esloveno esta actividad significa una operación ideológica básica, y la ejemplifica en su texto con: Titanic (1997) de James Cameron, Reds (1981) de Warren Beatty, La caída de Berlín (1950) de Mikheil Chiaureli, Vértigo (1958) de Hitchcock y El código Da Vinci (2006) de Ron Howard.
El cine, como una máquina estética e ideológica, posee la capacidad de configurar imágenes del sujeto social dentro de un ámbito político y cultural. El cultivo crítico de la identidad no es un momento de resguardo o conservación, sino de exponerse, implica salir y poner a prueba las imágenes que uno trae consigo para “aventurarse en la pérdida” de las mismas. Es un encuentro con los otros, en términos de “interioridad” y “reciprocidad” (Echeverría, 2010, p.164).
Tres películas que extienden los argumentos previos y ponen a prueba las imágenes de personajes particulares de una sociedad son Japón (2002) de Carlos Reygadas 4En el marco de MICA (Mercado Industrial de Cine y Audiovisual) celebrado en la Cineteca Nacional de la Ciudad de México, el 9 de diciembre de 2017, se reunieron Carlos Reygadas, Diego Enrique Osorno y Abraham Cruzvillegas para platicar sobre Japón (2002), la primera película de Reygadas incluido en el acervo The Criterion Collection. A 15 años de su estreno en México, la película se proyectó en 35 mm, con un par de interlocutores que no responden al ámbito cinematográfico sino al área periodística en el caso de Diego Enrique Osorno y el arte plástico, respecto a Abraham Cruzvillegas. Los datos de la película que sean referidos en el texto están tomados de esta charla, Presunto culpable (2008) de Roberto Hernández y Geoffrey Smith, y Cuerpo de letra (2015) de Julián D’Angiolillo.
Gesto I
La historia de Japón tiene a un protagonista-pintor que sale de la Ciudad de México hacia una zona rural para suicidarse. Podemos conjeturar: para poner a prueba las imágenes que trae consigo como sujeto social desde un ámbito urbano. En el camino encuentra personajes y objetos que le dan una nueva forma a sus deseos hasta cambiarlos casi por completo. Asunción, una señora que le da alojamiento al protagonista, tiene una libertad afectiva para intercambiar impresiones con el pintor suicida y entregarle su cuerpo en más de un sentido.
El primer trabajo audiovisual de Reygadas tiene una fuerza transculturada gracias a la integración de un equipo europeo sin experiencia a nivel profesional, con el objetivo de hacer películas que recojan el conflicto de un protagonista entre dos cosmovisiones. Japón toma distancia de las imágenes de otras películas hechas en México, no está dentro de la tendencia visual que irradiaba las películas estrenadas el mismo año, por mencionar algunas: El tigre de Santa Julia (2002) de Alejandro Gamboa, Amarte duele (2002) de Fernando Sariñana o El crimen del Padre Amaro (2002) de Carlos Carrera. Pero se nutre del trabajo creativo de Andréi Tarkovski, Abbas Kiarostami, Bruno Dumont y Nuri Bilge Ceylan.
En Japón se hace hincapié en el desfase que supone el choque de dos visiones: la occidental y la oriental, en los deseos de un personaje que encuentra los límites de su mundo. El director propone que la idea del desfase emocional del protagonista no solo es un asunto de territorio, sino de ideas y cosmovisiones que dan pautas de comportamiento para los personajes en la película. En Japón las motivaciones están ligadas a una forma de vida urbana y a las intenciones de escapar de ésta. En el contacto con el espacio rural, las pulsiones primigenias –míticas, si se quiere– ocupan el papel principal y otorgan al pintor una pulsión de muerte que solo puede desvanecerse al iniciar el ritual suicida. El personaje principal, al exponerse, se fusiona con el ámbito rural e inicia el rito suicida como el signo de una transformación social, a través de la lucha del cuerpo frente a la potencia de la imaginación que busca expresarse a través de un acto amoroso, siempre mediado por las formas fílmicas de cineastas que trabajan fuera del continente americano.
El tiro del encuadre está en lugares inhóspitos, reservados para una mirada no humana, la duración de las secuencias no tiene cortes abruptos, la yuxtaposición de los planos sirven para encadenar emociones y no diálogos mecanicistas, incluso, el título de la película queda fuera del lugar común al remitir a «algo más» que a su referente inmediato:
“Se me criticaba por qué titulé a la película ‘Japón’, si no hay samuráis ni algo de la cultura japonesa. Quienes lo hacen o lo hacían no apelan a la libertad del personaje principal para tener un modo de vida distinto al occidental. Quieren ver todo digerido o están poco conscientes de sus modos de percibir la vida. Tal cual, quieren una sinopsis que les diga qué van a ver. Esto es una cuestión de ventas, maneras para no cabrear al espectador que paga por un boleto. Si le presentas al espectador una película que sale del convencionalismo del mercado, te tachan de extraño o de loco” (Reygadas, 2017).
Una película norteamericana de acción tiene alrededor de 1500 y 2000 cortes, Japón de Reygadas está hecha con 700. Hoy en día el director ha cambiado dicha práctica, más afín al montaje para crear la sensación de espacio, como en Post Tenebras Lux (2012), y no tanto a la libertad de la cámara que gira 360 grados para mostrar el paisaje sin corte, como sucede en Japón. Menciono esto porque la configuración de imágenes que tiene una persona en un ámbito social está conectado con puntos de vista y coordenadas de una operación ideológica básica: un relato familiar; en Japón, el relato de un suicida es la reelaboración de un conflicto de fuerzas sociales a una escala mayor a la individual.
La imagen social del suicida está en la película porque existe ese tipo de sujeto moderno, esa imagen hecha audiovisual no contiene una significación última del pintor-suicida, sino que potencializa su interpretación para moldearla en el imaginario social. Una película interpela el funcionamiento económico y político de las sociedades. Hay seres humanos que se adecuan a la actividad capitalista y la representación icónica de esa actividad habla con el imaginario de los individuos, a través de artefactos culturales (Echeverría, 2006). La primera película de Reygadas, a más de quince años de su estreno, in-forma sobre cómo contar una historia suicida a nivel literal pero también a nivel alegórico o figural, sin el efectismo de la técnica cinematográfica subordinada a las pretensiones de un mercado mexicano pero ceñido a una red de cineastas de otras regiones.
Gesto II
Benedict Anderson en el libro Comunidades imaginadas (1983) parte de la afirmación: la nacionalidad o la “calidad de nación” y el nacionalismo son artefactos culturales. La creación de esos artefactos, a fines del siglo XVIII, tiene que ver con la espontaneidad de un cruce complejo de fuerzas históricas discretas, que modulan y son capaces de ser trasplantados a diversos terrenos sociales; a su vez, mezclándose a una amplia diversidad de constelaciones políticas e ideológicas. El estilo en el que son imaginadas las comunidades, les da su legitimidad o, mejor dicho, su fuerza. Estas comunidades son imaginadas: limitadas, soberanas y ancladas a un compañerismo profundo y horizontal. Los sistemas culturales –para Anderson, la comunidad religiosa y la dinástica– son los marcos de referencia que le dan al nacionalismo las pautas para integrarse a la sociedad. Sin embargo, este esquema sería miope si pensamos ambos sistemas como exclusivos del surgir de las comunidades imaginadas. Anderson pregunta: ¿qué otra cosa podría pensar la nación debajo de las lenguas y los linajes sagrados?, las representaciones audiovisuales.
Anderson examina las representaciones visuales de una realidad imaginada a través de la noción de simultaneidad, entendida como un tiempo mesiánico, de simultaneidad de pasado y futuro en un presente instantáneo. Esta concepción del tiempo, en algunos casos, cede su lugar a un tiempo homogéneo, vacío, que no está marcado por la prefiguración y la realización sino por la coincidencia temporal, mediada por el reloj y el calendario (Anderson, 1983, p. 46). “Podrá entenderse mejor la importancia de esta transformación, para el surgimiento de la comunidad imaginada de la nación si consideramos la estructura básica de dos formas de la imaginación que florecieron en el siglo XVIII: la novela y el periódico” (p.43).
Al analizar la novela, Anderson centra sus observaciones en los tipos de narradores, qué orden cronológico tienen los relatos y el tono de los escritores para trabajar a sus personajes. Sobre el periódico, cuestiona la yuxtaposición de eventos y su conexión gracias al tiempo homogéneo y vacío del calendario, y a la afinidad que tiene con la forma del libro y el mercado editorial. Señala “el consumo casi precisamente simultáneo –‘imaginario’– del periódico como ficción” en una sociedad, y continúa párrafos más adelante, “… la ficción se cuela silenciosa y continuamente a la realidad, creando esa notable confianza de la comunidad en el anonimato que es la característica distintiva de las naciones modernas” (Anderson, 1983, p. 60-61).
La novela y el periódico rápidamente le llevan a pensar la imprenta como una mercancía clave para la generación de ideas del todo nuevas de simultaneidad, al ser una de las primeras formas de la empresa capitalista. En palabras suyas: “la novela y el periódico son dos modos de capitalismo impreso” (p.63). Me deslizaré en la idea de Anderson para sostener la premisa de este texto: El cine es un modo de capitalismo impreso que moldea las imágenes de simultaneidad entre los individuos de una región para llevarlas a un ámbito estético, con la ayuda de una yuxtaposición de relatos verosímiles y ficcionales, determinados por su forma de producirse, exhibirse en salas y recibirse entre públicos. A partir de imágenes representativas que piensan la vida afectiva o personal, se modela una parte del imaginario social. Anderson ejemplifica con una hipótesis: Si Malí, en África Occidental, desaparece, esperará al lector y su lectura para que Malí, eventualmente, desaparezca del imaginario, de lo contrario, su existencia permanecerá en la memoria de algunos públicos y en el relato-ficción que le da consistencia a sus presupuestos existentes (p. 63). Los eventos permanecen a la espera de la ficción que manipule sus imágenes y sonidos, entre otros elementos, para cohabitar en la sociedad en una forma artística, y así interpelarlos como en Japón o transformarlos como en Presunto culpable.
La película Presunto culpable (Roberto Hernández, Geoffrey Smith, 2008) fue paradigmática al mostrar la impunidad e injusticia del sistema judicial para culpar de crímenes a personas inocentes en México. El documental filma el caso de José Antonio Zúñiga, condenado a 20 años de prisión por asesinato, cómo se desarrolla su defensa, un veredicto negativo y, finalmente, su liberación. La filmación tiene el tono de documental, en el sentido de recoger el testimonio de policías, de supuestos testigos, careos, pláticas extraoficiales y el juicio penal. La película no termina en los límites del argumento ni en su tiempo de visionado. Diecinueve demandas a la productora legal Layda Negrete, amenazas a los realizadores, pero también veinte premios y un compromiso con la denuncia del poder corrupto son el antes y el después del documental. En la forma de filmar, los encuadres están limitados por los espacios dentro del ministerio público. Hay alguna secuencia para reconocer la interioridad de Toño está mediada por un “mortal atrás” que aprende en la cárcel en una actividad física recreativa. Tenemos zooms para acentuar el tono de los diálogos cuando se hace presente alguna injusticia y el primer plano como énfasis y señal de la película: desenmascarar a los responsables de una mentira perpetuada entre jueces y magisterios. Después de 500 días de prisión, su abogado le dice a Toño “eres un cirujano que opera sobre sí mismo”, sin desvirtuar el apotegma, podemos decir que Toño es un cirujano que opera imágenes sobre sí mismo, con la ayuda del equipo de filmación y su equipo defensor, hasta liberarlo del relato absurdo en contra de su inocencia. La película detona una transformación social a través de la recepción del caso y el ruido que provocó en diferentes medios de comunicación.
Los testimonios están filmados a través del plano-contraplano, decisión no deliberada, sino consecuente por los espacios de filmación y a causa de los interrogatorios que contraponen la verdad del acusado con las mentiras de los testigos pagados por policías judiciales. El documental fue censurado antes de su estreno por la Policía Judicial Federal en México y, posteriormente a su estreno, los realizadores fueron demandados por tres millones de pesos. El documental comparte el proceso judicial para revelar la verdad del caso de Toño, sin dejar de comunicarse con la realidad, la muestra en otro de sus gestos a partir de formas cinematográficas. Es una lucha entre las formas sesgadas de impartición de justicia institucional y las formas cinematográficas de reconstrucción de un discurso verosímil y artístico.
Otro gesto: Cuerpo de letra (Julián D’Angiolillo, 2015) es una película argentina centrada en el contexto de las elecciones legislativas en Buenos Aires. En los días previos a la campaña, hay brigadas que se encargan de hacer pintas en las avenidas periféricas de la ciudad, patrocinadas por los mismos candidatos políticos. Las brigadas, contratadas por candidatos diferentes, se disputan los espacios públicos. Los muros que no son ocupados por las grandes marcas son el objetivo principal para dibujar los nombres de los candidatos, los signos de los partidos o los eslóganes.
Julián D’Angiolillo, director de la película, filma imágenes y texturas urbanas. Cuerpo de letra es una película sensorial, sin planos fijos y con una cámara dinámica, esto es, provoca movimientos tan abruptos que pueden llevar a la imagen a ponerse de cabeza o a yuxtaponer imágenes en difuminados para exponer el argumento a través de la forma. La película actúa como una fuga del territorio central con unas imágenes desenfocadas de objetos erráticos, inútiles, desencuadrados, no narrativos y, siempre, periféricos como las autopistas de acceso a la Capital Federal donde se filma. El guión es el resultado de la experiencia de investigación con las personas que realmente tienen ese trabajo y pintan en las madrugadas –cuando esta actividad no es un delito–. El director argentino focaliza la ciudad como una lucha de signos, y a los brigadistas, como las terminales nerviosas del sistema político en curso. Julián D’Angiolillo filma una economía oculta de los signos donde se disputan imágenes, el poder político y el simbólico en Buenos Aires. La ciudad se hace visible a través de formas artísticas, como una lucha de sus personajes por apropiarse de un espacio aparentemente público.
Algunas palabras finales
“Como sabemos, cada palabra es una arena de cruce y lucha de los acentos sociales de diversas orientaciones. La palabra en los labios de un individuo aislado aparece como producto de interacción de las fuerzas sociales vivas” (Volóshinov, 2009, p.78). Parafraseo: cada imagen y sonido en movimiento es una arena de cruce y lucha de acentos sociales vivos. Los brigadistas en Cuerpo de letra son los nervios de un sistema político que, a través de sus cuerpos, pintan los signos e intereses de los candidatos. En Presunto culpable, las formas cinematográficas del documental son un tipo de conciencia práctica, una actividad social que ataca directamente la empresa histórica estatal, con ayuda del registro audiovisual de un proceso de injusticia. Las imágenes audiovisuales son los medios en el que se acumulan lentamente aquellos cambios que aún no logran pasar a una nueva cualidad ideogramática dentro de una sociedad. Didi-Huberman escribe que la imagen implica simultáneamente miradas, gestos y pensamientos. Cada imagen es el resultado de un esfuerzo voluntario en el que interviene la mano del hombre para manipularlas. Sin embargo, la mano que manipula las imágenes no siempre supone que el productor sepa el mensaje que se envía al espectador. El filósofo se pregunta: “¿Por qué, de qué manera y cómo es que la producción de imágenes participa de la destrucción de los seres humanos?” (Didi-Huberman, 2015, p.13-14). La capacidad performativa del cine, en este texto entendido como capitalismo impreso, registra las fases imperceptibles y fugaces de las transformaciones sociales. Las películas expuestas son un tipo de arma política y nunca se tiene la certeza si al interpretarlas se construye una aspiradora o una ametralladora, como dice Harun Farocki (Farocki, 2015, p.39-40) 5Harun Farocki cuenta un chiste que escuchó en el colegio al inicio de su texto “Aprender lo elemental”: “Transcurre en la época de posguerra: un hombre trabaja en una fábrica de aspiradoras. Todos los días se roba una pieza. Una vez que consigue reunir todas las partes, intenta armar una aspiradora… pero no importa cómo las coloque, el resultado siempre es una ametralladora.” . No sabemos para quien trabajan nuestras interpretaciones. Hay que preguntarnos de qué manera las imágenes construyen su mirada frente a nosotros y, sobre todo, cómo impactan en el centro de uso crítico de las formas contextuales de producción de su valor. “¿Podría ser, entonces, que la imagen estuviera complotada con la violencia sencillamente porque es un objeto inseparablemente técnico, histórico y legal?” (Didi-Huberman, 2015, p.35).
Bibliografía
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