Los pueblos y los filmes

Cinematografías, filosofía, política (extracto)

Por Alain Brossat

Biografía +

Alain Brossat (1946) es filósofo, periodista y traductor. Profesor de filosofía contemporánea y filosofía política en la Universidad de París VIII, es autor de numerosos ensayos de crítica radical de la sociedad contemporánea, entre los que destacan «En el Este, la memoria recuperada» (VVAA, 1992), «Le Serviteur et son maître. Essai sur le sentiment plébéien» (2003), «La democracia inmunitaria» (2008 [2003]), «Le grand dégoût culturel» (2008) y «La resistencia infinita; ¿Quién mató a Walter Benjamin?» (2014).


 
Resumen:

Extracto del libro Des peuples et des films: cinématographie(s), philosophie, politique (Rouge profond, 2020)

Traducción: María José Bello

 
 

Un indicio certero de la escasa calidad de este presente en el que estamos atrapados, es que el nombre del pueblo ha sido denigrado y vilipendiado. Como si estuviera ligado con otros signos de colapso de la democracia de mercado -o peor- como si fuera el principal de sus principios activos. El término clave del populismo se transformó en algunos años en una palabra poderosa destinada a designar el fruto de la democracia liberal. Éste es un síntoma indiscutible de la futilidad de la época. Es que en efecto, bajo ese vocablo que se volvió infame (populismo) está la palabra pueblo. La demonización del populismo, en tanto el término ocupa el lugar de la cabra emisaria en el discurso deplorable de la crisis del sistema democrático, sucede una y otra vez, como efecto de una presunción según la cual en ningún momento el pueblo puede ser la instancia o el referente de la política moderna.

El pueblo, por lo tanto, comprendido como pueblo político, es la primera condición para la existencia de una vida política. Es una entidad colectiva irreductible al simple estado de una población o de una sociedad… Que un pueblo así, pudiera alejarse de la noción “tóxica” que los estudiosos de la época hicieron naturalmente inseparable de esta otra mercancía intrínsecamente perniciosa que sería el populismo, eso es lo que cualquiera que esté apegado a la noción misma de una política viva  (a diferencia de la administración de la vida encomendada al gobierno de las élites), no se cansará nunca de recordar 1“Por asombroso que parezca para aquellos que todavía quieren celebrar ‘el espíritu de mayo’, el problema hoy es aceptar estos dos términos tóxicos que se asocian con demasiada frecuencia con el pensamiento reaccionario: la palabra“ pueblo ” y la palabra “suelo”. (Bruno Latour, “Controris la revolution conservatrice”, Le Monde, 6 de junio en 2018.) En este punto (descalificación de la palabra pueblo como palabra política), Latour es constante: ver su prefacio a Walter Lippman, Le Public fantôme (1925), París, Demopolis, 2008. La operación de hacer desaparecer a toda figura del pueblo del panorama político tiene el efecto de reducir esta última a la pura y simple gestión de la vida humana por autoridades calificadas que tendrían una vocación providencial para hacerlo.

Existe un prejuicio que proclama implacablemente lo siguiente: cuando en la vida pública el nombre del pueblo se pronuncia con demasiada frecuencia o se enuncia de manera demasiado ruidosa “se daña la democracia” 2“Là ou s’abîme la démocratie” (Donde la democracia se estropea), título del artículo principal del dossier titulado “Au nom du peuple” (A nombre del pueblo) en Le Monde, 9 de junio de 2018. Esta democracia institucional tiene una desafortunada tendencia a hundirse en las turbulentas aguas del mercado respaldado por la policía, cuando insiste en poner en primer plano el nombre del pueblo, un pliegue que, a su vez, alimenta tendencias autoritarias y “antiliberales” 3Recientemente inventado, el término “antiliberal” sirve para trazar una frontera imaginaria entre las democracias que mantendrían el rumbo del estado de derecho y no rehuirían sus valores y los que se abandonarían a las tentaciones autoritarias, neo-nacionalistas y xenófobas. En verdad, son todas las democracias occidentales las que están descendiendo por esta pendiente, como queda suficientemente claro a partir de sus políticas migratorias-, esto es lo que obviamente escapa a quienes blanden incansablemente el terror del populismo; y al hacerlo, intentan afirmar como evidencia la noción de un gobierno de expertos que se mantiene lo más alejado posible de los movimientos y pasiones populares y que tiene como complemento una policía suficientemente equipada y disuasiva para mantener al margen cualquier “emoción” popular 4El modelo desigual de este gobierno de expertos, de esta expertocracia, es evidentemente Bruselas, la Comisión Europea, este jardín colgante de la gobernanza europea, que está a un abismo de distancia los pueblos europeos.

Esta batalla en torno al nombre del pueblo, algunas veces tortuosa y silenciosa, otras veces librada con ruido y rabia, recorre nuestras sociedades en todas sus dimensiones. Se libra en el frente del cine de forma bastante natural y particular. Vemos que está en juego desde el momento en que se discute sobre lo que sería una película política, un cine militante, comprometido, mainstream o …popular. La cuestión de saber, en qué medida o hasta qué punto se puede decir que una película es “política”, o está dotada de una dimensión o densidad política, no puede separarse de la pregunta: qué pueblo, qué tipo de pueblo tipo de pueblo habita, puebla u obsesiona un filme. Tenemos que dejar de preguntarnos como lo hacemos habitualmente: de qué trata una película, o peor, de qué “habla”, cuál es su objeto o sujeto. No es así como ocurren las cosas, una película está compuesta, en primer lugar, de lo que lo atraviesa, de las operaciones que le dan forma y consistencia. Esto lo podemos apreciar cuando nos hacemos la pregunta por la “politicidad” de una película, por su cualidad política. Intentar responder esta pregunta que tiene ver con cuestionar los flujos y las operaciones, los desarrollos y peripecias vinculados a la composición y la descomposición de un pueblo.

En el cine, como en la vida “real” y en el mundo sensible, un pueblo, nunca es una esencia que se hace realidad o se deshace, es una singularidad en devenir. Ésta es la razón por la que -volveremos a esto en profundidad- una película cuya ambición es exponer o ilustrar la forma en que se materializa el pueblo como tal en su forma sustancial, terminará enfocándose en sus surcos ideológicos de los que la posteridad mejor dispuesta tiene dificultades para sacarlo.

La cuestión, en el cine y fuera de él, no es tanto discernir qué es el pueblo, o incluso un pueblo (en su esencia estática), sino diseñar las múltiples y pasajeras figuras en torno a las cuales se produce el surgimiento o la desintegración, la composición o el desmoronamiento, la aparición o la desaparición de un pueblo.

Todavía es necesario ejercitar la mirada para distinguir estas figuras del trasfondo del rumor y la agitación más o menos grave o ligera, solemne o fútil de las que se hacen las “pequeñas historias” y las anécdotas que habitualmente pueblan o más bien llenan y saturan las películas. Podríamos decir, por ejemplo, que ha habido, al menos desde la década de 1960, todo un segmento del cine británico dedicado a conmovernos o llamarnos con historias de la “gente de abajo”, que pelea, sucumbe o se sale con la suya. Éstas encarnaciones buscan reflejar la autenticidad de lo “popular” 5Yo me inspiro aquí libremente de un intercambio con Jean-Gabriel Périot.. A veces hay en las interacciones que este cine teje con su público algo irritante en su palpitante dimensión repetitiva, incluso ritual de “Fiesta de lo humano”: Vamos en familia (activista), nos unimos para compartir la indignación que suscitan los rigores de la explotación capitalista y la depredación neoliberal, nos reunimos en torno a lo que ya sabemos desde toda la eternidad pero que nunca dejará de ser considerado y puesto en escena por enésima vez y luego nos vamos a casa, con el puño apretado, pero en el fondo del bolsillo …

Ahora resulta que tras el cliché de la “boca rota” de la lucha de clases y del que “pelea para salir adelante”, emerge una figura a través de la cual el cine se centrará en una de las cuestiones más insistentes de nuestro presente: el retorno de la plebe a la larga historia del proletariado o el resurgimiento de la plebe en el movimiento, incluso al hilo del cual la la figura “mítica”, necesariamente mítica, del proletariado se desvanecería en el terreno de la historia contemporánea.

De pronto, este cine que, al repetir el registro de la elegía post-revolucionaria (aquella de las doradas décadas perdidas de los sesenta y setenta), parecía perderse en el refrito propio de un “género” (la película de la indignación contra las indignidades del nuevo capitalismo, nada se parece más a un tema del Monde diplomatique que una película de Ken Loach y viceversa), adquiere un giro apasionante al reinscribirse en la larga duración de la historia popular. La figura que toma consistencia en este cine -de tonos a veces un poco apostólicos- no será ni más ni menos que la figura de un pueblo inmemorial, la figura de un pueblo de abajo con múltiples rostros, del cual E. P. Thompson y otros historiadores ingleses escribieron crónicas en un momento en que la gran narrativa del proletariado aún no había comenzado a agrietarse en todas sus costuras6Edward P. Thompson, La Formation de la classe ouvriere anglaise (la formación de la clase obrera inglesa) 71963, traducido del inglés por Gilles Dauvé, Mireille Golaszewski y Marie-Noël Thibault, Paris, Éditions du Seuil, coll. « Points-Histoire », 2017.

Todo esto para recordar que, como decía Deleuze, el cine piensa, tiene ideas, al igual que la filosofía, la literatura, la música o la física nuclear. Y que estos pensamientos, estas ideas, inseparables de sus “actos de creación” 8Ver, en relación a este punto, la conferencia dictada por Gilles Deleuze para los estudiantes de la Fémis titulada Qu’est-ce qu’un acte de creation? (Qué es un acto de creación)» (1987), encuentran un filo particular cuando entra en juego la noción de pueblo o, más bien, cuando se trata de dar cuerpo y voz a un pueblo.

En un texto lúcido titulado “¿Qué es un pueblo?” (1995), Giorgio Agamben llama la atención sobre la “ambigüedad semántica”  9Giorgio Agamben, Moyens saпs fins. Notes sur la politique (Medios sin fines. Notas sobre política) traducido del italiano por Daniele Valin, Paris, Payot, coll. « Rivages Poche, Petite Bibliothèque », 1995, pp. 45-46 para esta citación y las que siguen. de la palabra pueblo en las lenguas europeas: pueblo de la soberanía popular (nacional), el concepto de la política moderna por excelencia, y pueblo de abajo, gente pequeña, los pobres frente a los ricos, etc. Para él, este doble sentido de la palabra pueblo, tal como se identifica en particular en las lenguas latinas, señala “una anfibología inherente a la naturaleza y a la función del concepto de pueblo en la política moderna”. Todo sucede, remarca, como si la palabra pueblo sirviera para designar al mismo tiempo lo que, por definición, no podría tener un “resto”: el pueblo de la soberanía popular, íntegro e indivisible- y, por otro lado, lo que se encuentra rechazado, marginalizado, incluso excluido: esa multitud o polvo de humanidad que apenas es tomada en cuenta por las élites y los gobernantes más que como población a ser “manejada”, y que es incluso objeto de condiciones de alejamiento  más o menos draconianas.

Para Agamben, esta polarización entre dos figuras opuestas del pueblo, vida desnuda (pueblo) y existencia política (Pueblo) nos lleva al corazón de lo que constituye la fractura biopolítica fundamental en Occidente- que no es un accidente ni una imperfección, sino la “estructura política original” de la vida política y del Estado. Para él, el exterminio de los judíos en la Alemania nazi es la manifestación extrema, una figura paroxística de esta tensión entre los dos sentidos de la palabra pueblo: con la misión de eliminar a los judíos, encarnación para ellos del pueblo como vida desnuda indeseable y parasitaria, los nazis esperan inaugurar el tiempo de la comunidad popular “sin resto” -y libre- para poder concretar finalmente su destino histórico. Con la derrota del nazismo y el colapso de su ideología, la fractura que atraviesa la palabra pueblo no desaparece, sino que se desplaza y se reforma en otros lugares, en otras escenas. La llamada “crisis de los migrantes” en Europa es una manifestación sombría y convincente, entre otras. Agamben dice que sólo “una política que haya tenido en cuenta la escisión biopolítica fundamental de Occidente podrá detener esta oscilación y poner fin a la guerra civil que divide a los pueblos y las ciudades de la tierra”.

Nos gustaría, en este ensayo, considerar la forma en que el cine  (las películas, todo tipo de películas de diversos orígenes y condiciones) podría trabajar sobre la brecha que, en los lenguajes cercanos a nosotros, atraviesa a la palabra pueblo. Lo que, en esta perspectiva, nos interesa en primer lugar, no es la forma en que determinadas películas, de forma explícita y concertada, ponen en escena al pueblo, a un pueblo, ya sea un pueblo nacional (Nacimiento de una nación 101915 de D.W. Griffith, La Marsellesa 111938 de Jean Renoir …), pueblo trabajador, pueblo popular (de Ken Loach a Wang Bing o Jia Zhangke), pueblo de muy abajo, minorías maltratadas, pueblo de los subalternos, etc. Lo que nos interesa sobre todo es la manera subrepticia pero constante en la que cualquier película, al final de cuentas, supone un pueblo aunque “hable” (!) de cualquier otra cosa, de adulterio, de un depósito de chatarra, de una travesía memorable por los grandes espacios de América del Norte… 

Recordemos, en primer lugar, esta necesidad primordial de poblar una película y que, inevitablemente, llamará a un pueblo, dibujará los contornos de un supuesto pueblo, plausible o virtual; así es como esta producción incesante de figuras infinitamente variables de pueblo se encuentra con la fractura, la “anfibología” sacada a la luz por Agamben. Gira en torno a ella, la desarrolla, trabaja la masa sin descanso. Decimos que el cine está dotado de un poder propio, que es “dibujar”, despertar al pueblo, a las encarnaciones y a las figuras del pueblo, una multitud sin unidad de pueblos que difiere de que lo que entendemos por ambientes sociales, la sociedad en sus diversas especies, con sus divisiones, subdivisiones y diseños.

Por ejemplo, desde los años 80 existe toda un facción del cine francés sobre la clase media, un cine poblado de abogados, médicos, profesores, comerciantes, pilotos (etc.). Éste cine  promueve un imaginario social, busca producir el “nosotros”, en sus interacciones con el público. En definitiva, borrar las representaciones tradicionales de una sociedad dividida en clases (burguesa y proletaria), para suscitar los efectos de subjetivación del presente que van mucho más allá de la descripción, supuestamente realista y creíble para el público, de un origen social o de grupos sociales particulares. Los protagonistas no se mueven en el contexto de tal descripción, de una sociología adaptada a los medios del cine. Para encontrar su lugar y comenzar a vivir no sólo bajo la mirada del público sino en su compañía, necesitan estar inmersos o enraizados en una especie de pueblo vivo y móvil, en este caso, un puro artefacto narrativo e ideológico, el de la clase media planetaria como pueblo “total”.

Para que la operación narrativa de la película alcance su objetivo, es necesario que se produzca esta ilusión del todo: si la posición narrativa del filme consistía en una descripción de tipo etnográfico de un estrato social en particular (como lo que hacen los Pinçon-Charlots en Neuilly o en los hermosos barrios de París 12Michel Pinçon y Monique Pinçon-Charlot, sociólogos franceses, especialistas en sociología de los ricos, autores de Voyage en grande bourgeoisie (Viaje a la gran burguesía), Paris, PUF, 1997), la magia o la alquimia de la película no podría operar: es necesario que la sociedad que compone (y no describe) la película de Sautet, de Chabrol, de Rohmer o también de Resnais, se presente como un mundo sin fronteras y sin restos, que ocupe la totalidad de la pantalla y sature la imágenes y que este mundo esté poblado (de personajes, gestos, acciones, relaciones, afectos, sentimientos, peripecias …) para, precisamente, presentarse como un pueblo, una especie de pueblo, en todo caso, un pueblo admisible como tal por el público.

El cine realiza aquí una operación mediante la cual se acerca al dominio político o, dicho de otra manera, revela algo así como su naturaleza intrínsecamente política: en las sociedades modernas, la capacidad de gobernar es difícil de separar de la composición de un pueblo, un pueblo político (todo menos sociológico) con vocación hegemónica. La hegemonía, como tal, no es más que la capacidad de una parte de hacerse pasar por el todo, de encarnar o representar el todo, de actuar en nombre de la totalidad sin resto. Esta es la razón por la que cualquier presidente recién electo, en un país como Francia, se apresura a declarar solemnemente que no podrá ser, en adelante, el único mandante de quienes votaron por él, sino más bien el representante de todos, incluidos los que no votaron por él y los que no fueron a votar.

Al comienzo de la Revolución Francesa, Sieyès envió al Antiguo Régimen al basurero de la historia, al afirmar que el Tercer Estado, que hasta entonces era “nada” que no contaba para nada a los ojos de la aristocracia, pretendía ser “todo”, mientras que la aristocracia parasitaria sería enviada de regreso “a los bosques de la Franconía” de donde supuestamente era 13Sieyès, Qu’est-ce que le Tiers état? (¿Qué es el Tercer Estado?) 141789, París, Flammarion, coll. “Champs classiques”, 2009.

Con sus propios medios, la película o, digamos, un cierto régimen del relato cinematográfico, realiza una operación similar: el pueblo que construye, imagina, fantasea, fabula …se convierte -mientras dura la proyección- en el todo de un mundo humano, de una comunidad, de un nosotros, de una subjetividad compartida. El pueblo que toma cuerpo en este espacio-tiempo hace retroceder a todos los demás, ni siquiera a un segundo plano, sino a la nada: se ha dicho bastante que este cine de clase media al estilo francés había prosperado, seguía prosperando, en el mercado interno como en la exportación, a través del olvido o la negación del pueblo popular; este pueblo de las periferias más que de los centros de las ciudades, gente menos uniformemente blanca que la de las películas de Claude Lelouch y Éric Rohmer o Emmanuel Mouret, pueblo con fines de mes difíciles, de talleres y pequeños restaurantes suburbanos, de cités más que de cervecerías de la Rive gauche.

La producción por parte del cine de un pueblo susceptible de imponerse como el todo en tanto que particular, procede por saturación: poniendo a todos los demás pueblos posibles en un riguroso fuera de campo, naturalizando los gestos, las acciones, los modos de actuar y  de hablar de quienes vienen a ocupar el lugar de la humanidad genérica. Se trata siempre de inventar un pueblo cuya misión (pero que es sobre todo una impostura) será presentarse como “lo humano” (sus dramas, sus pasiones, sus misterios) despojado de toda determinación particular. Todo pueblo cinematográfico tiene, en este sentido, una vocación de hacerse pasar por humanidad en su totalidad, un juego de “engaño”, si se quiere, un toque de descaro, que aquí conviene distinguir cuidadosamente de la representación.

Para que una comedia o un drama sentimental de Hollywood funcionen, cautiven al público, no basta una buena trama y actores talentosos que interpreten los papeles principales. Tiene que haber una historia que genere un mundo y este mundo debe estar poblado, lo que significa algo muy diferente a estar lleno de actores principales y secundarios y extras instalados en los decorados. Se trata de crear un conjunto humano, cuya coherencia perfile los contornos de un pueblo posible. Que este conjunto no sea un simple agregado de “personas”, dispares y aleatorias, depende de una constelación de signos heterogéneos: signos de vestimenta, lingüísticos, modales en la mesa, formas de beber, modos de vida, comportamientos, espacios habitados… Para que esta forma-pueblo emerja, tiene que producirse un efecto de densidad: no es sólo que los personajes principales deben estar inscritos en una red de relaciones sociales sociológicamente identificable, sino que se trata de hacer que el espectador respire el aire de un pueblo, encontrar formas de expresividad que inscriban al relato en este horizonte. A lo largo de las aventuras de un personaje o de un grupo, surge, si no el destino, al menos lo “propio” de un pueblo y de su vida, tanto singular como universal: la razón por la que un cine negro estadounidense debe pasar por la fabricación de un pueblo (matones y policías, en su mayor parte) es para poder evocar las pasiones humanas, la condición humana.

Para acceder a la dimensión de lo universal, el cine no sólo debe encarnarlo en personajes, héroes, bastardos, virtuosos y mediocres, hombres corrientes y grandes hombres; también debe incluir sus trayectorias y sus acciones en la dimensión del “ser-pueblo”. Esto no puede reducirse a condiciones de pertenencia y menos aún a formas identitarias, o a cuestiones de ambientes. Lo que permite que un personaje exista en una situación, no es sólo lo que lo conecta con un espacio, urbano o rural, un barrio, rico o pobre, un entorno social, modesto o de clase alta, sino lo que lo distingue al ser investido por las propiedades y poderes del “ser-pueblo”.

La cuestión de saber con qué pueblo(s) se vincula e identifica y para qué pueblo testifica un sujeto individual, está lejos de ser reducible a las condiciones de vida de la nación y del Estado: de la pertenencia de este sujeto a tal o cual pueblo nacional. El establecimiento de un orden europeo y luego mundial, en los siglos XIX y XX en torno a la “unidad de cuenta” del Estado-nación y de los pueblos comprendidos como naciones, no sólo tendió a codificar y endurecer la oposición entre los dos significados de pueblo, el de la soberanía y el de la vida desnuda, o bien, en la perspectiva de Foucault, aquel cuya vida debe ser mantenida y protegida y aquel a quien se puede dejar en el abandono o la muerte 15Michel Foucault, Naissance de la biopolitique (Nacimiento de la biopolítica). Course au Collège de France, 1978- 1979, París, EHESS / Gallimard / Éditions du Seuil, 2004.  También tiene el efecto de estandarizar la cuestión del pueblo al tender a reducirla a la dimensión de lo nacional y, al mismo tiempo, a volverla inseparable de la dimensión estatal: el pueblo estándar sería en lo sucesivo, en las sociedades modernas, en Occidente y, por extensión, contaminación y exportación, ese pueblo del Estado que es la nación moderna por excelencia. Pero esto es, por supuesto, una simplificación muy indignante de la cuestión del pueblo, de las condiciones en las que los sujetos individuales se experimentan a sí mismos como parte de un pueblo, estableciendo relaciones con otros a quienes perciben y experimentan como pertenecientes al mismo pueblo.

Lo que, precisamente, caracteriza en las sociedades modernas el “ser-pueblo” de sujetos individuales, es la variabilidad de esta condición y la posibilidad de que ésta se difracte o multiplique. La normalización de las condiciones de pertenencia que resulta del establecimiento del sistema de los Estado-nación, y que lleva a un individuo a designar su pertenencia a un pueblo-nación como el primero de los criterios de identificación, no elimina, sin embargo, la complejidad y las variaciones del juego con las supuestas identidades y, sobre todo, las adopciones de la forma “pueblo” por parte de los sujetos individuales.

Lo que muestra el cine del taiwanés Hou Hsiao-hsien con una gran fuerza, es la forma en que la existencia de un individuo puede atravesar, según las circunstancias, todo tipo de figuras de pueblo, de “especies de pueblo”: pueblo de la proximidad (la aldea o pueblo), pueblo de la cultura y del idioma, pueblo de la supuesta nación- pero sin que éste se imponga necesariamente como un dato inmediato e indiscutible (Good Men, Good Women, 1995). Lo que muestra el cine, el cual se esfuerza por mantenerse al día con la cuestión del pueblo, en particular porque ésta reviste subjetividades, es la complejidad de los movimientos y las estrategias a cuya discreción un sujeto individual moderno, en la era del individualismo más frenético, es conducido a implicarse en esta dimensión: ya sea en la profundidad de las formas de sociabilidad, en su relación con la historia y la política, con la cultura …

Hay mil formas para que un individuo moderno, sea cual sea su condición, “se sienta pueblo“, lo que no puede reducirse a condiciones de pertenencia e identidad. Sentirse  pueblo, para un individuo, es experimentar evidentemente lo que lo vincula al colectivo o, más exactamente, lo que hace indiscutible la parte de lo colectivo que existe en él, pero es también, en otra dimensión, lo que lo vincula a la historia, a la noción de una colectividad que comparte un cierto destino histórico. Un cine como el de Andrzej Wajda se destaca por mostrar las colisiones y los desgarros entre estos diferentes modos de conexión: un joven ofrece amablemente fuego a un hombre mayor en el vestíbulo de un hotel antiguo de una pequeña ciudad de la provincia polaca en los primeros días de mayo de 1945. La rendición de la Alemania nazi es inminente. Estos dos hombres, en sus gestos, sus miradas, sus actitudes y las pocas palabras que intercambian, demuestran su proximidad empática -en la dimensión del pueblo social, cultural, lingüístico- dos polacos que tienen la suerte de sobrevivir a la guerra… En otra dimensión de “la vida del pueblo”, la de la historia y la política, son enemigos: el primero lo sabe, el segundo lo ignora, y caerá bajo los golpes del primero (Cenizas y diamante, 1958).

La cuestión del pueblo en el cine no es soluble en las aguas tibias (e inquietas) donde la historia del cine se encuentra con la de la nación moderna. En La Projection nationale, Jean-Michel Frodon empuja las puertas abiertas al “nacionalizar” excesivamente el destino del cine, lo que, a final de cuentas, le permite eliminar la cuestión del pueblo, en toda su complejidad y variedad, en beneficio de la nación16Jean-Michel Frodon, La projection nationale. Cinéma et nation (La proyección nacional. Cine y nación), París, Odile Jacob, coll. “Le champ médiologique”, 1998. Sin embargo, existe en todas las latitudes un cine cuya inquietud y ambición es estar a la altura de esta cuestión y que, por ello, se resiste a reducirla a la dimensión nacional, a su estandarización bajo la égida de la referencia del Estado-nación. Reducir el cine a sus sinergias con el desarrollo del Estado-nación es alterar y desconocer sus capacidades críticas confinándolo a una función ideológica. De hecho, existe todo un cine del pueblo que presenta y apoya todo tipo de líneas de fuga fuera de esta función, donde emergen, se activan y resisten pueblos fragmentarios no menos que pueblos poderosos y sublimes, pueblos que se dejan llevar por dinámicas distintas del pueblo del Estado oponerse, se oponen a él, lo contrarían, lo fragmentan, etc. La nación es el pueblo del Estado entendido como sustancia histórica, haciendo frente a su destino como comunidad (Hegel) 17Georg. W. F. Hegel, La Raison dans l’histoire (La razón en la historia) 181837, traducido del alemán por Kostas Papaioannou, París, 10/18/2003. Es cierto que toda una sección del cine ha sido capturada por esta historia puesta bajo el signo de la nación, pero hay otra sección, no menos rica y abundante, sino también estrechamente asociada a películas de gran renombre que, por el contrario, está constantemente contra esta captura y constituye en cierto modo la energía invertida. Un cine del pueblo entendido no como una sustancia histórica colectiva, sino como una multiplicidad de personas corrientes, un cine de los “cualquiera” atrapados en estas densas redes de vecindad, de proximidad, que lo convierten en un pueblo de abajo. El pueblo, no necesariamente pequeño, pero que no aspira a convertirse en la vertical del destino de la nación y la historia del Estado, sino que tiene una aspiración de horizontalidad, en la dimensión de la vida de las personas, las cuales tienen que afrontar, en su propia actualidad, todo tipo de pruebas y desafíos al estar atrapadas en el fluir de los acontecimientos que les afectan de diversas formas. Un cine que da testimonio de esta vida del pueblo, no desde un modo descriptivo, sino “problemático”, en el sentido de que trata de problematizar lo que es su singularidad en su espacio y tiempo.

No se trata aquí de un cine-espejo, pantalla, de un cine de representación, sino más bien de un cine que abre un espacio colectivo de subjetivación al poner en relación a los personajes de la película y a los espectadores. Este “común” es el pueblo en cuanto tal, en sus múltiples situaciones infinitamente variables.

De qué manera el pueblo, que está compuesto por gente ordinaria, y que no se prueba como “histórico”, viviendo en la dimensión histórica, que de manera intermitente tiene grados de intensidad cambiantes, y que, no obstante, está constantemente a prueba de sí mismo como pueblo, cómo este pueblo reflexiona sobre sus trayectorias, sobre su condición común en el presente, “en situación” siempre, pero en relación también al pasado tanto como al futuro: es por intermedio del cine? ¿Cómo este pueblo de abajo, o al menos de la horizontalidad, se apodera del cine para subjetivarse, para problematizar su propia condición o, por el contrario, cómo el cine empareja este movimiento por el cual el pueblo vuelve a sí mismo en un registro de preguntas elementales? ¿Qué es de nosotros en este presente? ¿Qué lo hace único para nosotros? ¿Hacia dónde vamos, como multiplicidad o como comunidad? ¿Qué nos une y qué nos divide? Y luego también: ¿Cómo hicimos para llegar hasta ahí? 

Si, como dice Ernesto Laclau, “la operación política por excelencia, es siempre la que consiste en construir un “pueblo”19Ernesto Laclau, La Raison populiste (La razón populista) 202005, traducido del inglés por Jean-Pierre Ricard, París, Éditions du Seuil, coll. “L’Ordre philosophique”, 2008, entonces es importante preguntarse cómo un cine que, por cualquier medio, afirma su dimensión política y / o aspira a ejercer efectos políticos, es llamado a ir en esta dirección, por sus propios medios. Es evidente que, desde la perspectiva de Laclau, la “politicidad” o densidad política de una película no puede consistir principalmente en la transmisión de mensajes políticos o atenerse al tratamiento de un

sujeto considerado como político, según la acepción común del término. La película debiera  sensibilizar hacia una dinámica, un proceso o un devenir que Laclau nombra aquí  “operación”, a través de la cual se configura un pueblo llamado a llenar el espacio político, a imponer ciertas formas de poder en lugar de otras. La implementación de esta dinámica supone un conjunto de definiciones y condiciones: el pueblo no es un objeto natural, un dato homogéneo, es una producción. Lo que hace posible esta producción y permite que la dinámica se ponga en movimiento, es el hecho de que la noción misma de pueblo está constantemente atravesada por una brecha, una fractura que se repite sin fin: la que opone al pueblo como populus (conjunto de ciudadanos) al pueblo como plebe (pueblo de abajo, pueblo subalterno). No hay una homogeneidad dada de un pueblo sustancial, la heterogeneidad está siempre ahí, no sólo en su dimensión social, sino sobre todo en el antagonismo latente o abierto entre las dos formas, las dos acepciones de pueblo, irreconciliable como son.  Ambos pueblos están en busca de una “totalización”, cada uno aspira a encarnar la totalidad del pueblo, el pueblo sustancial y legítimo, pero no puede llevar a cabo esta operación sólo mediante la implementación de un cierto número de procesos discursivos (y otros) y excluyendo a los que no cumplan con las condiciones establecidas por esta operación. Nunca hay un sólo pueblo en lo que comúnmente se conoce como pueblo, nacional o no; siempre hay una competencia entre los pueblos en lucha por la hegemonía y el poder.

Es también una lucha por lo universal que pasa por la universalización de las condiciones de una singularidad y que supone que haya sido reprimido otro aspirante a encarnar lo universal vinculado a ciertos principios, valores, formas de vida, instituciones… En este sentido, Laclau insiste en este tema: producir un pueblo consiste siempre en trazar fronteras entre ese pueblo y lo que excluye, lo que lo separa, lo que le es incompatible . 21Que un pueblo se define tanto por condiciones de exclusión como de inclusión, es lo que muestra de manera ejemplar el cine de Jacques Tati: está todo ese pueblo un poco sepia formado por un conjunto, heteróclita en apariencia, orgánico en realidad, de conserjes, barrenderos, horticultores, pequeños comerciantes, obreros, amas de casa, policías, horticultores, pillos de barrio, carteros, etc., y que por medio de una frontera distintiva está separado de los nuevos ricos, los snobs, los burgueses “americanizados”. Los primeros son el pueblo popular conocido como la comunidad que se está borrando en la arena de una modernidad vulgar y agresiva; los segundos son el anti-pueblo como una colección de individualidades grotescas, el rostro poco atractivo del “mundo venidero”, lamentablemente, según Tati. La operación de construir un pueblo e inscribir su existencia colectiva en un espacio dado no puede realizarse como una autoafirmación de un simple individuo privado que hace valer sus derechos, sus aspiraciones; ésta “embarca” siempre, con el nombre de pueblo, una aspiración a lo universal. Se inscribe en el horizonte de lo universal al poner en juego el nombre de pueblo -“el pueblo somos nosotros”- pero en el momento mismo de su enunciación. Este motivo traza una frontera: somos nosotros y no otro u otros, o bien es nuestra acepción de pueblo y no la de ustedes…

La política, como dominio de la vida y de la lucha, es, por tanto, lo que consiste en hacer emerger a un pueblo contra otro. Cuando un pueblo prevalece sobre otro, siempre en el contexto de la disputa entre populus y plebe según Laclau, son las fronteras las que se mueven dentro de una sociedad, es el imaginario político de la sociedad lo que se rearticula, se redistribuye. Estos procesos mantienen estrechas relaciones con el orden de los discursos (las batallas políticas son sobre todo discursivas) y con las formas institucionales. La batalla por la hegemonía, por los puestos de poder, no se separa de las batallas semánticas, especialmente en torno al nombre del pueblo. Este proceso de reconfiguración es sensible cuando el término “proletariado” se convierte en una palabra poderosa y el significante maestro de un poderoso régimen de discursividad que otorga a este alias de pueblo popular la dignidad de sujeto central de la dialéctica histórica.

Laclau muestra que la cuestión del pueblo es cualquier cosa menos reducible a la dimensión del pueblo nacional y a la forma en que este último está representado, en todos los sentidos del término (sich vorstellt und sich dastellt, el idioma alemán que distingue ambos sentidos de la palabra “representar”). El cine, que efectivamente vuelve indistintos los “bordes” del arte y de la política, es el que atravesado por la dinámica de la composición o, por el contrario, de la descomposición de un pueblo -proceso que incluye siempre una dimensión de confrontación con otra figura de pueblo o bien con el orden establecido que su surgimiento- precisamente, sacude. Ya sea que tomemos como ángulo de ataque la “fractura biopolítica” que, según Agamben, atraviesa la figura del pueblo moderno o la tensión perpetua entre “contados y no contados” y el “desacuerdo” que se deriva de ello, en la perspectiva de Rancière 22Jacques Rancière, La Mésentente (El Malentendido). Politique et philosophie, Paris, Galilée, 1995, o bien, finalmente, la forma en que la plebe se afirma como el único populus, según el análisis de Laclau, en todo caso la “operación” fundamental de la política no consiste en la unión o verificación de la homogeneidad de un pueblo nacional, en la creación de una narración sobre este proceso, sino más bien en la formación de una escena puesta bajo la condición o el régimen de disociación, de la fractura, del enfrentamiento e incompatibilidad entre los tipos de pueblo(s) en lucha o entre un pueblo que intenta desplegar sus poderes y las lógicas del orden establecido o instituido.

El cine  -o una película en particular- no se une e invierte la dimensión política a no ser que vuelva a su público sensible a esa figura. Lo que hace la condición “política” de una película, no es el celo o la buena voluntad con los cuales intenta difundir mensajes progresistas, humanitarios, éticamente correctos, por ejemplo, alineados a la última moda en materia de normas (temas de género, de las minorías visibles, derechos de las especies amenazadas, etc.) Lo que hace la condición “política” de una película, es su capacidad de encontrar formas expresivas para el escándalo que constituye siempre la irrupción de un pueblo; el que tiende siempre a “territorializarse” (Deleuze-Guattari) y que al hacerlo, produce una perturbación mayor además de exigir reconfiguraciones masivas.

Se pueden encontrar muchas fallas en Queimada (Burn!, 1969) de Gillo Pontecorvo, una variación libre del motivo de la revolución permanente en las Antillas en el contexto de la esclavitud y la revolución haitiana. Se puede criticar su lirismo revolucionario grandilocuente, su rasgo ornamental, la puesta en escena estereotipada de los cuerpos negros, pero es una película cuyo impulso narrativo está dado por esta figura crucial y determinante: la emergencia de un pueblo a partir de la nada, la formación escandalosa de un pueblo de libertad e igualdad a partir de un conjunto de cuerpos cautivos, la formación de un pueblo de la revolución, allí donde no había -en las plantaciones- más que esclavos negros dedicados al cultivo de la caña y a sus amos blancos. La formación de un pueblo de lo universal (reclama la abolición de la esclavitud, reclamo universal y universalista por excelencia al cantar el motivo de la abolición) sobre el suelo de la más menospreciada de las criaturas humanas: los esclavos de la trata de negros. Donde el agente británico (Walker interpretado por Marlon Brando) ve sólo una masa de maniobra destinada a promover la expulsión del colonizador portugués en beneficio de Inglaterra, se forma un pueblo autónomo, libre, igualitario. Lo que constituye el corazón del escándalo, no es el hecho de que estos mendigos reclamen su “independencia”, sino que los negros quieren que les sean reconocidos los mismos derechos que a los europeos, los blancos y así, poder ser incluidos  en la humanidad general; este es el uso que hacen del motivo de lo universal, exigiendo que atraviese y transgreda la frontera del colorincluso nosotros, los esclavos negros23Ver, en relación a este punto, C.L.R. James, Les Jacobins noirs. Toussaints Louverture et la Révolution de Saint Domingue (Los jacobinos negros. Todos los santos, la apertura y la revolución de Santo Domingo 241938, traducido del inglés por Pierre Naville con la colaboración  de Nicolas Viellezcazes, París, Ediciones Amsterdam, 2007 …

Lo que está en el corazón de la película de Pontecorvo es la disputa radical entre el discurso de lo universal, como discurso de los derechos humanos y de la Ilustración y la barrera de la raza. A través de la prueba de la revolución haitiana, redesplegada en la ficción imaginada por Pontecorvo, resulta que el discurso general de los derechos no traspasa el umbral (no pasa la prueba) de la raza y desvela sus fundamentos europeos blanco-céntricos.

 Porque tomaron al pie de la letra el discurso de los derechos universales y se atreven a pronunciar, por su propia cuenta, las palabras de libertad, igualdad, emancipación, que los negros de la isla imaginaria de Queimada deben ser tratados como esclavos rebeldes y ser exterminados por la potencia colonial europea. Aquí tenemos la figura más “químicamente pura” de la conmoción producida por el surgimiento de un pueblo, en tanto que cuestiona violentamente los fundamentos del “orden”, aquí también el orden colonial como orden económico, géo-político, imperial … Un cine así ciertamente reclama su inclusión en un horizonte político, pero también es un cine de aventuras y paisajes, colores y actores, transmitiendo el trabajo de historiadores que en su momento eran decididamente minoritarios y que actuaron a contracorriente, esforzándose no sólo para validar la revolución haitiana en la genealogía de las revoluciones modernas, sino también para enderezar la historia del mundo devolviéndole su lugar al esclavo (de la economía de las plantaciones) como figura histórica y política: el esclavo aquí no como personaje filosófico (Hegel), sino como pueblo.

 

 
Como citar:
Brossat, A. (2022). Los pueblos y los filmes, laFuga, 26. [Fecha de consulta: 2024-10-15] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/los-pueblos-y-los-filmes/1110