Mensajes en una botella

La intimidad y algunos niños del cine argentino

Por Lorena Amaro

Biografía + Observaciones +
Lorena Amaro es profesora del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile.
Lorena Amaro es profesora del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Es autora de diversos artículos en el ámbito de los estudios literarios. Es autora del libro Vida y escritura. Teoría y práctica de la autobiografía. Ediciones Universidad Católica de Chile, 2009, y editora de Estéticas de la intimidad. Santiago: Pontificia Universidad Católica de Chile, 2009 y de Caminos y desvíos: lecturas críticas sobre género y escritura en América Latina (Cuarto Propio, 2010). Desde el 2004, Lorena dicta el “Taller de escritura autobiográfica”, en el Instituto de Estética la Universidad Católica de Chile
 
 

“How can the bird that is born for joy

Sit in a cage and sing.

How can a child when fears annoy

But droop his tender wing

And forget his youthful spring.”

William Blake, Songs of Innocence.

Para Amalia Herrera, in memoriam

La idea de intimidad parece invitar a una reflexión desde los géneros que, a partir del creciente auge del mundo privado en el siglo XVIII, han sido los espacios privilegiados para su expresión: cartas, diarios, autobiografías, novelas epistolares y autobiográficas y, más recientemente, los formatos audiovisuales o virtuales, como el documental epistolar 1, el blog, los reality shows y la vasta gama textual en que se vuelca lo que Paula Sibilia llama, muy recientemente, la “extimidad” 2. Sin embargo, creo que es posible abordar el tema con otro foco, desde la ficción cinematográfica (hoy tan en deuda con los códigos documentales) y en un horizonte político y cercano. Pienso en dos importantes películas del nuevo cine argentino: La niña santa (2004), de Lucrecia Martel (2004) y La rabia (2008), de Albertina Carri. Aunque es evidente la avalancha de historias personales, con sesgo autobiográfico, que circulan en festivales y muestras de cine, las he escogido porque me sumo a quienes ven la intimidad como un problema esencialmente lingüístico: más que un efecto de la modernidad, un “doblez del lenguaje”, preexistente y ubicuo, en el decir de José Luis Pardo. Este filósofo español combate la idea, difundida quizás con demasiada facilidad entre los sociólogos e historiadores del mundo privado, de que la intimidad es una especie de invento moderno, europeo, planteando un sesgo que la expulsa de ámbitos premodernos o no occidentales, en vez de replantearla. Teniendo, pues, como punto de partida su mirada, más amplia, de la intimidad, es que desmarcaré este análisis de una aproximación a los géneros discursivos normalmente asociados a la vida privada y la expresión de la intimidad.

Por otra parte, me he detenido en estas películas, porque pienso interesante que Martel y Carri no solo compartan ciertas inquietudes estéticas, incluso un momento importante del cine argentino, sino que también recojan ambas, como motor de sus filmes, las figuras infantiles, planteando lecturas desencantadas, dolorosas, de la institución familiar; historias que se tejen en grandes universos de silencio, rumores y, en el caso de Carri, gritos.

Qué denuncian los niños

Si bien los personajes infantiles han hecho historia en el cine y la literatura, la crítica latinoamericana, tanto en uno como otro ámbito, no ha hurgado suficientemente en su dimensión política. En su conocido ensayo sobre el reciente cine argentino, Otros mundos, Gonzalo Aguilar repara acertadamente en el problema de la infancia ignorada por la reflexión política: “No es mucho lo que hay escrito sobre teoría política e infancia. Con sabiduría o sentido común, los tratados –desde Aristóteles a Bobbio– no incluyen a los niños ya que estos se encuentran al margen de la esfera pública como sujetos” (2006, p. 184). Él advierte que la relación entre cine e infancia ha sido ampliamente documentada, como ocurre en el caso del neorrealismo italiano –en que la interioridad y fantasía de los niños es paseada por un entorno ruinoso o ruin–, pero cabría preguntarse –y creo que ese mismo ensayo suyo, tan bien documentado, lo autoriza– hasta qué punto hemos pensado la aparición de los niños en el cine del cono sur, más allá de una mirada convencional sobre la denuncia y aquello que denuncian. En esta línea, ni La niña santa es un relato sobre la pedofilia, ni La rabia, cine social que retrata la explotación campesina 3; su denuncia apunta hacia zonas menos visibles de lo social, hacia cuestiones más herméticas que sólo el tránsito de las dislocadas subjetividades de sus personajes puede poner en evidencia. Con maestría, ambas autoras involucran infancia, intimidad y cine, pero sobre todo, infancia, política y cine.

La relación entre el niño y la denuncia social encuentra sus antecedentes en la novela romántica: su inocencia es, siempre, potencialmente subversiva, y su discurso acepta por lo general una doble lectura. Culturalmente, se trata de un “otro domesticado” (Goodenough et al., 1994, p. 2), cuya otredad, como indica la etimología, infantia, es inefable. La acechanza de una forma, o más bien una falta de forma que precisa de formación, es aquella otredad del niño, creativa y aún no marcada por la intencionalidad social, lo que permite plasmar a través de ella el mito, la utopía, el sueño o, claramente, el contradiscurso, que en las películas de Carri y Martel apunta con violencia y escepticismo, como se ha dicho, a la institución familiar. Libres de las determinaciones de la vida adulta, los niños son capaces de producir nuevos espacios de discusión, sustraídos en su primera infancia de lo que el psicoanálisis llamara la Ley del Padre, y dueños de una lengua “prebabélica de la naturaleza, de la que el hombre participa por hablar, pero de donde siempre está saliendo en la Babel de la infancia” (Agamben, 2003, p. 79), para acabar por construir el discurso, discurso que permite la historia. En este sentido es evidente que los personajes infantiles de estas películas hablan, gesticulan y se defienden de los adultos con esa diferenciación que les es propia y que no puede ser domesticada ni por los padres, ni por la religión, ni por institución alguna, ya que ellos juegan en un camino propio plagado de riesgos y amenazas (la hermosa escena de los niños de La rabia saltando y haciendo equilibrio sobre los fardos de heno; el seguimiento que hace Amalia de su “vocación”), en un lugar más acá del discurso (y la hipocresía) adultas, pero además viviendo en un mundo de intuiciones, en imaginarios preverbales o en arrullos semióticos 4 no compartibles, como los dibujos de monstruos que habitan el mundo de Nati (La rabia), como el agua en que se empapa sin apuro Amalia (La niña santa). Es así como infancia e intimidad parecen tocarse en sus silencios.

Vuelvo a Gonzalo Aguilar, quien en nota a pie de página escribe sobre los niños, invitando, pienso, a colocar el problema bajo un foco político más central y más intenso: “De todos modos, los niños están dentro de la política como víctimas (o testimonian algo que no pueden soportar o comprender, o son usados por el poder). En el cine latinoamericano, la lista de películas de denuncia social con niños es muy extensa” (2006, p. 184). Es evidente el nivel de empatía o identificación que puede proyectar el personaje infantil usado o lastimado por cualquier instancia de poder; ahora bien, en estas películas, principalmente en la de Carri, una primera lectura puede acercarnos a esa calidad de víctimas, pero de una situación en que no despunta claramente un conflicto político particular. Lo que se plantea es la descomposición de un orden económico (el mundo aparentemente protegido de la hacienda) y sobre todo del enclave privado familiar, sus relaciones humanas más próximas, proyectando desde allí la potencialidad política del relato. Mientras Martel se arriesga con el discurso religioso y su anclaje en la clase media de una ciudad de provincias, mostrando la confusión que puede desencadenar en una niña/adolescente que despierta a la sexualidad, Carri escudriña las relaciones de poder que enturbian las relaciones de dos familias campesinas y sobre todo el crecimiento de dos niños marcados en sus cuerpos por la pobreza, el abandono, su lugar marginado en el campo: la niña muda, el niño cojo, dos testigos del adulterio y violencia de sus padres. Los niños aparecen como víctimas, pero sobre todo, a mí modo de ver, operan una retirada de lo “real”, en que sus ensoñaciones y secretos reemplazan y al mismo tiempo denuncian un orden familiar y social en ruinas. Esa retirada se opera hacia lo que en términos psicológicos se ha delineado como el espacio íntimo, el que “posee la propiedad de ser observable para el sujeto” (Castilla del Pino, 1996, p. 19) y sólo para él, al punto que muchas patologías (la niña de La rabia tiene rasgos autistas5) dicen relación con el aislamiento en este mundo virtual, único del sujeto. Una extraordinariedad similar le asigna a la intimidad José Luis Pardo, para quien, como se ha dicho, más que una condición del lenguaje, es un efecto suyo: a la dimensión pública del lenguaje se confronta su sentido opaco, “singular, inaccesible para todos, salvo para quien lo habla desde dentro” (1996, p. 52), repliegue que según Castilla del Pino se puede decir, pero no “mostrar” (1996, p. 19), o, en las palabras de Pardo, que se erige como espacio exclusivo, donde podemos “saborear” la lengua 6.

Sin embargo, pese a que se trata de una experiencia personal, buscamos expresar la intimidad, comunicándola a los otros a través del lenguaje, el gesto, la creación. Según Hannah Arendt esta tendencia se debe a que “comparada con la realidad que proviene de lo visto y lo oído, incluso las mayores fuerzas de la vida íntima (…) llevan una incierta y oscura existencia hasta que se transforman, desinvidualizadas, como si dijéramos, en una forma adecuada para la aparición pública” (2003, p. 59). Así, compartimos la intimidad principalmente con el fin de hacer la realidad íntima “más real”. ¿De qué modo, pues, Carri y Martel expresan esa “intimidad”, y en qué plano? No llevaré la lectura al plano de la expresión de una intimidad autobiográfica de las directoras 7, sino que me interesa, más bien, hurgar en los personajes que ellas crean, convirtiendo su intimidad (simulada) en un indicio político y, como se ha dicho, una forma de denuncia.

Hotel, dulce hotel

Como han observado también en Chile los críticos que trabajan sobre el documental político, en el periodo postdictatorial se difumina considerablemente el antiguo protagonista histórico popular, colectivo, sobre el que el cine indagó entusiastamente en los setenta y con urgencia política en los ochenta. La ausencia de este sujeto histórico, plantea Aguilar, “llevó al cine a posar su mirada en una agrupación más pequeña pero no menos venerada: la familia” (2006, p. 41), exhibiendo principalmente su descomposición, incluso cuando solo es aludida. Signos complementarios de los nuevos tiempos, dice, son el nomadismo y el sedentarismo: el primero plantea puntos sin retorno, desapareciendo la posibilidad de un regreso idealizado al hogar y su estabilidad, en tanto el segundo revela la descomposición en la perpetuación de un orden anquilosado. Huérfanos, los personajes arrostran su condición desde la errancia o una inmovilidad exasperada. Este último caso es el que encontramos tanto en la narrativa de Carri como en la de Martel.

Por lo mismo resulta tan atractiva la propuesta de esta última en La niña santa, de anclar la vida familiar (sedentaria) en un hotel, lugar de paso con sus habitaciones aparentemente siempre abiertas a la observación de los otros y en que el espectador desorientado no consigue fijar una habitación familiar. En este hotel de provincia viven Elena (Mercedes Morán), separada y recientemente notificada de que su ex marido será padre de melllizos, su hija Amalia (María Alché), una niña adolescente, y el hermano de Elena, Freddy (Alejandro Urdapilleta), administrador del negocio familiar, separado y con sus hijos en Chile. Una convención médica irrumpe en el lugar; uno de los médicos, el doctor Jano (Carlos Belloso), respetado profesional y padre de familia, se convierte en el objeto de atención de Elena, en tanto en uno de sus paseos por la ciudad y aprovechando una multitud de espectadores de un espectáculo callejero (Thereminvox), se aproxima a una niña/adolescente por detrás para frotar sus genitales: se trata de la hija de Elena. Esta niña y su prima, Josefina (Julieta Zylberberg), están obsesionadas con el tema de la vocación religiosa, que trabajan con una profesora de religión (Mía Maestro) y un grupo de niñas, las que interpretan muy libremente lo que la profesora quiere inculcarles. Amalia se plantea como “vocación” salvar a un hombre: el doctor Jano, a quien persigue en el hotel buscando que la vea, la reconozca y la ame.

Como plantea Aguilar sobre La ciénaga, ópera prima de Martel, el espectador concentra sus esfuerzos, en los primeros minutos del metraje, en intentar establecer los vínculos entre los personajes, particularmente sus nexos familiares, que son los que priman. Hay indefinición y, luego, algo incestuoso en el trío conformado por Freddy, Elena y Amalia, tumbados todos en una cama, espacio privilegiado por Martel para desarrollar los dramas de sus personajes. La contracara de este núcleo familiar, la casa de Josefina, no se alza tampoco como un lugar de acogida, como pretendería su madre, quien critica la vida que llevan Elena y Amalia en un hotel y pretende erigirse en modelo de madre. Sin embargo, se trata de una mujer que no quiere ver que su hija mantiene relaciones sexuales con un primo y en su hogar, significativamente, irrumpe el accidente, la sorprendente caída un vecino en el jardín, desnudo 8. Esta otra familia, pues, en que no hay divorciados y donde las comidas se toman a su hora, encontramos principalmente una especie de voz impostada, de sobrecorrección de la madre que, engañada por Elena, se pone feliz cuando le mandan de regalo los pésimos champús del hotel.

Tanto Amalia como Josefina se encuentran solas en su indagación existencial. Ambas son personajes en plena transformación y en este sentido, algo salvaje despunta en ellas: no son realmente niñas, tampoco son realmente adultas y su exploración del erotismo es, se podría decir, inocentemente perversa. Son, pues, seres aparentemente incompletos, en que se potencian de forma extraña algunos de los rasgos infantiles (el juego salvaje de las niñas junto a la carretera) en una combinación explosiva con los anhelos eróticos. En la escena que cierra el film figura, por esta razón, la inminencia de un cambio, incluso algo más. Ambas flotan en la piscina del hotel, tomadas de la mano, y el espectador sabe que esa amistad ya está rota: Josefina ha traicionado a Amalia, le ha revelado a su familia lo ocurrido entre Amalia y el doctor. La familia de él ha llegado al hotel, Elena lo ha besado apasionadamente y el desastre (la caída, la adultez) es inminente. Sin embargo, la apacible escena de las niñas bañándose está en armonía con una trama en que el sonido –particularmente el sonido del agua– es en todo momento subrayado. Aguilar contrasta la claridad visual de la película 9 con la “confusión sonora en el que las relaciones causales están trastrocadas: el origen del sonido puede aparecer después o esconderse en los pliegues del espacio” (2006, p. 103). Propone, incluso, una lectura orientada hacia la cuestión del sonido: “los murmullos y los diálogos a media voz crean una dimensión sonora significante que no tiene nada que ver con el sentido de las palabras” (p. 95), densidad sonora, pastosidad, sabor de boca y gesto íntimos con que Martel inquieta, confunde y seduce al espectador. Ahora bien, el crítico argentino fija la atención en una forma particular del sonido, la acusmática 10, que designa a una palabra o sonido sin fuente visible: de este tipo son las voces que oyen los místicos o los sonidos que escucha un niño en el ambiente intrauterino. Tanto una forma como la otra se vinculan con esta película sobre la santidad, el llamado divino y la iniciación sexual: la vieja piscina del hotel acoge a las niñas como un útero, poniendo velos sonoros, posibilitando el canto y la armonía a quienes están a punto de ser paridas al estruendo del drama familiar, expulsadas para siempre de su inocente y a la vez perversa infancia, a causa no de una malversación del llamado divino, sino, sobre todo, de un secreto traicionado (la delación de Josefina).

Decía anteriormente que la concepción de este drama en un hotel da lugar a una serie de interesantes escenas, en que la intimidad familiar queda expuesta: una mucama aparece reiteradamente en las habitaciones –echando spray para el olor– al tiempo que los personajes revelan su intimidad, sus anhelos, sus deseos reprimidos. Amalia se masturba en una de estas habitaciones, haciendo partícipe al espectador como voyeur de esa intimidad de ojos cerrados 11, retirada a un mundo de fantasías que combinan erotismo y éxtasis místico. La vitalidad y convicción de Amalia no se amoldan, por cierto, a los convencionalismos que quiere imponer la profesora de religión, porque, como lo ha dicho Martel en una entrevista, “La Niña Santa es una historia de carácter quirúrgico, pretende distinguir entre el tejido vivo y la prótesis moral” 12. En este sentido, si bien Amalia es víctima de un pedófilo, la historia que se cuenta trasciende su victimización, revelando la capacidad de esta niña de revertir los papeles y convertir la fábula del lobo en la cacería de Caperucita, restándola como objeto de deseo, erigiéndola deseante: “Amalia no se entrega a la mirada de otro, sino que sigue un sonido” (Aguilar, 2006, p. 103), sonido íntimo, forma en que ella sabe saborear las historias de redención compartidas con sus compañeras en clase. Eso la lleva a encarar a su acosador callejero, a enfrentarlo, individualizándolo y saliendo ella también del anonimato de la víctima callejera. Lo busca, le ofrece ayuda y propicia un espacio para la intimidad en que espera “salvarlo”. El contraste de la niña con el personaje adulto, tensionado y aterrorizado por que puedan descubrir su doble vida (no en vano se llama “Jano”, el dios de dos caras), resalta la falsedad, la hipocresía de un orden algo en ruinas, en que los adultos siguen interpretando sus papeles, sobre todo sexuales –la coquetería de Elena, el sentimiento de culpa de la pecadora profesora de canto, el disimulo en el doctor– con cierta banalidad.

Interior/exterior: el cerco de la rabia

Para Hannah Arendt, existe un continuo entre la esfera pública y la esfera privada (espacio privilegiado de expresión para la intimidad). Ella recalca, de hecho, que esta última toma su nombre, en el mundo antiguo, de una “privación” 13: la de la esfera pública y la vida política o “verdadera” vida ciudadana. Escribe: “Una de las características de lo privado, antes del descubrimiento de lo íntimo, era que el hombre existía en esta esfera no como verdadero ser humano, sino únicamente como espécimen del animal de la especie humana. Esta era precisamente la razón básica del tremendo desprecio sentido en la antigüedad por lo privado” (2003, p. 56). Por el contrario, con la modernidad, la esfera privada cobra otro significado, santificada en el hogar burgués, donde nacen y se cuidan los afectos íntimos. Sin embargo, el hogar es el primer lugar donde se ejercen distinciones de poder, mando, jerarquías. Desde una perspectiva de género, estas relaciones de poder se plantean desde la delimitación misma del espacio doméstico, en el que se ve confinada la mujer durante siglos, a diferencia del varón, que puede campear en los dominios públicos del afuera. La mujer, en la modernidad confinada a la casa en su rol de “ángel del hogar”, parece hablarnos nuevamente de esta condición “animal”, en cuanto se retrae principalmente a la “labor” (actividad vinculada con la subsistencia), que según Arendt era la vida privada en el mundo griego.

La rabia reflexiona sobre la esfera privada, en tanto cuenta la historia de dos familias en sus escenas domésticas, cotidianas. Curiosamente, presenta un subtexto que explora no la animalidad, sino, yendo más lejos, lo que llamaría la bestialidad de sus relaciones. Y se articula espacialmente sobre la dicotomía dentro/afuera, subrayando metafóricamente las imágenes de límite, cerco, umbral, en que la violencia ejercida –sobre los niños, sobre los cuerpos, sobre la mujer– está teñida de discriminación social y sexual.

Ya en las primeras escenas de la película aparece la niña, Nati (Nazarena Duarte), traspasando el cerco que separa las propiedades de Poldo (Víctor Hugo Carrizo), su padre/patriarca/capataz de fundo y “Pichón” (Javier Lorenzo), padre de un niño cojo al que sólo sabe explotar: el “Ladeado” (Gonzalo Pérez). Ni Pichón ni Ladeado tienen nombre, lo cual marca una primera diferencia con la familia, algo más acomodada, de Poldo (Leopoldo), en que todos tienen uno, como una especie de marca diferenciadora y civilizada. Por el contrario, el apodo de Pichón es marca de naturaleza: un pichón es un “polluelo”, aunque según la RAE es también una palabra utilizada de modo afectuoso para referirse a alguien del sexo masculino; en este caso, parece apuntar a la forma de vida del personaje, quien está siempre fumando o corriendo en su moto por el campo, aparentemente sin responsabilidades, sin educar a su hijo (cosa que el mismo niño y Poldo le enrostran) y principalmente abocado a sus aventuras sexuales, donde se revela otro posible significado del apodo: la palabra “pichoncito” es propia del juego amoroso y, por otra parte, parece derivar aquí también de “picha”, pene, el que aparece erecto en la película, como aparece también en los dibujos de Nati, quien presencia los actos sexuales de su madre, Alejandra (Analía Couceyro), con Pichón.

Tanto en las violentas relaciones que sostienen los adultos como en las más amorosas y protectoras de los niños, el cerco es fundamental: traspasarlo se convierte en asunto de vida o muerte. Traspasarlo, como también traspasar los umbrales de las casas, cobra aquí un significado: Poldo lo hace hacia el final de la película, cuando por única vez entra a la casa de Pichón, donde ha ido a reclamar mil veces porque los perros atacan a sus animales. Una vez dentro, encuentra la muerte. Los personajes merodean también las ventanas: es así como Nati descubre el adulterio de su madre, y como lo hace también el Ladeado. Poldo ronda, asimismo, la ventana de una joven que le atrae, Mercedes (Dalma Maradona). La relación interior/exterior se presenta, también, en el vínculo que los niños sostienen con Luisa, la comadreja que el niño ha atrapado para que cuide su casa cuando sea grande, y que guarda en una jaula a resguardo de los adultos, en la guarida de los niños. Es con esta fiera que el niño conversa íntimamente y desahoga de algún modo el dolor que le provocan los maltratos paternos: la comadreja, más feroz e impredecible que sus perros, es su precaria esperanza. Y su secreto compartido con Nati, lo que, en este sentido, lleva a relacionar la figura de la comadreja con la sexualidad violenta de los padres de ambos (el otro secreto compartido por los niños).

Finalmente, interioridad y exterioridad son graficadas en la matanza de un cerdo: la cámara muestra exhaustivamente al animal sacrificado, pero no con un afán costumbrista. Las vísceras expuestas del animal colgado hablan de una manera extraña de los propios personajes, de su historia trenzada con la bestialidad y sus vidas expuestas en las ventanas. Es que personas y bestias se mezclan aquí de modo apabullante, ya desde los primeros títulos de la película, en que escuchamos gruñidos y ladridos de animales en off. Es así como el espectador ingresa en el universo de La rabia. Se escucha un disparo: una cacería, aunque después seguirán resonando tiros a lo largo de toda la película, hasta el disparo final, dirigido por un niño contra su padre. Este comienzo es coherente con el desarrollo del relato, en que cada personaje se vincula con ese mundo bestial, esa animalidad violenta y no domesticada, de un modo específico. Así, Ladeado le dice a Nati que coma para que no se quede flaca “como Luisa” (la comadreja, que extrañamente lleva un nombre); luego se dice que los chillidos de la niña son “como los de un cerdo”; el Ladeado mata a su propio perro, el “Rengo”, cojo como él; Alejandra y Pichón fornican unidos por un collar para animales o bien Pichón le da en las nalgas a su amante con una fusta para los caballos. El único personaje que aparece fuera de este orden (o exceso) de lo bestial es Poldo, el patriarca, quien desea imponer ciertas reglas para criar a la niña: los golpes que con este fin propina a su mujer forman parte de lo convenido por esta sociedad rural y nadie lo encara. Por el contrario, es su voz, es él contando historias ejemplarizadoras (y terroríficas) a Nati, o dando un golpecito de cariño en la cabeza al Ladeado cuando le mata al perro, quien procura y en cierto modo logra erigirse como voz “civilizada”: de ahí su contención, quizás su impotencia frente a la joven que desea 14 y el hecho de que sea el primero en morir.

Todos los personajes son vecinos de un poblado llamado La Rabia, onomástica que nuevamente alude al mundo animal en su aspecto más salvaje y que evidencia también el modo en que se relacionan estas familias: Alejandra y Pichón parecen unirse con más violencia sexual por la rabia que ambos sienten contra Poldo, quien insiste en mostrar superioridad ante ellos (una vez muerto él, a estos amantes se los muestra quietos, fumando, despojados de ímpetu sexual). La rabia hace gritar a la niña cuando le quitan sus dibujos o cuando le prohíben ir a la casa de Ladeado. La rabia lleva insistentemente a Poldo a las puertas de la casa de Pichón. La rabia los cerca a todos, pero sobre todo a Ladeado, quien oculta a la comadreja, animal feroz cuyo ronquido inquietante parece reflejar todos los desequilibrios y oscuridad del film. El niño quiere que este animal nervioso, impredecible, sea “su perro”, un perro más fiero que todos los que él ha criado, un perro que cuide “la casa”, la intimidad, el espacio de seguridad y protección en que él espera integrar a Nati, a quien defiende de la ferocidad y crueldad de su inútil padre. Rabia, la de Ladeado, pero en este caso, también, necesidad de mantener a raya la sexualidad paterna y conservar la inocencia de la niña.

Carri presenta este mundo campesino sin acatamiento costumbrista: por el contrario, la intervención de la música y la inclusión de animaciones que muestran el mundo interior de Nati (en que campean los monstruos y se insiste en la comadreja) alejan este relato de ese registro, revelando las subjetividades en pugna y el infierno de la vida familiar de los dos niños. La madre, usualmente representada como figura protectora, aquí no puede protegerlos, porque es una “madre-perra”, asida a su pasión por Pichón, y esa desprotección, ese imposible apoyo es el que se expresa en el mutismo y los chillidos de la niña, de quien el padre espera que un día pueda hablar. La niña expresa sus miedos, sus fantasías y su goce a través de esos gritos; los dibujos que hace son mensajes en una botella lanzados al mundo de los adultos, mensajes que solo pueden ser leídos desde la violencia, para crear más violencia.

Como en La niña santa, la vida interior de estos personajes se expresa en gran medida como un rumor íntimo, una pastosidad sonora de gruñidos de comadreja y quejas de guitarras eléctricas, de palabras susurradas y pequeños chillidos infantiles, de tiros de escopeta que marcan el momento del orgasmo o el momento de la muerte. Pero sobre todo, como en la película de Martel, la vida de los niños aquí parece indicar alegóricamente hacia una cuestión más vasta: cierta ciudadanía imposible, cierta condición del postmoderno que balbucea, demasiado joven para la historia, para la familia, para las instituciones. Confinado a una vida privada que significa privación. Iván Pinto lo pone en otros términos, cuando comenta la escena después del entierro de Poldo, en que vemos a madre e hija caminar de la mano por el campo: “se trata, claro, de mujeres de luto, mujeres ‘post’ (históricas, humanas, políticas), porque a quien se ha matado (o quien se ha matado) ha sido al Padre, al Gran Discurso” (Pinto, s.n.). A mi modo de ver, la condición de parias de estas mujeres y del Ladeado se sostiene en un orden que no cesa, previo al asesinato simbólico del padre/patriarca, previo y persistente, también. Desde el primer minuto del film, mucho antes de la tragedia, la niña traspasa el cerco y vive más allá del lenguaje y el dominio paternos, en un punto sin retorno aparente. No hay forma de protegerla y la aparición constante de su cuerpo desnudo, como de sus temores ocultos, nos habla de una revuelta del lenguaje, también de una vida a la intemperie, donde ya no calientan los afectos del hogar burgués ni son posibles tampoco las opciones de una vida ciudadana.

Antes citábamos a Arendt, sobre el impulso que nos lleva a expresar la intimidad: en el caso de Nati, los canales a través de los cuales intenta ese gesto son censurados: primero los gritos, finalmente los dibujos. Su madre le propone que pinte otra cosa: soles, casas, animalitos. Un mundo que no es el mundo interior de la niña, un impostación que intenta torcer la realidad. El camino escogido solo puede llevar a la locura o a la soledad. No en vano Alejandra, que no quiere reconocer el asesinato de su marido, le explica a la niña que lo mataron unos cazadores a la vera del camino, a la que es peligroso salir, y le propone: “Nosotras nos quedaremos aquí”, mientras limpia con ojos desorbitados la casa algo derruida de los patrones ausentes, en un campo siniestro, quizás aún más cruel que el que retrataban las películas de los sesenta en Latinoamérica, y que por cierto puede ser todos los campos, sobre todo el amplio y pálido descampado de los afectos.

Bibliografía

Agamben, G. (2003). Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Aguilar, G. (2006). Otros mundos. Ensayo sobre el nuevo cine argentino. Buenos Aires: Santiago Arcos.

Arendt, H. (2003). La condición humana. Barcelona: Paidós.

Arfuch, L. (2002). El espacio biográfico. Dilemas de la subjetividad contemporánea. México D.F.: Fondo de Cultura Económica.

Castilla del Pino, C. (1996). Teoría de la intimidad. Revista de Occidente, (182-183), 15–30.

Corro, P. (2009). Documentales epistolares. En L. Amaro (Ed.). Estéticas de la intimidad. Santiago: Instituto de Estética Pontificia Universidad Católica de Chile.

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Martel, L. (2004, octubre 18). Entrevista. Cómo hacer cine. Recuperado de http://www.comohacercine.com/articulo.php?id_art=854&id_cat=2

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Pinto, I. Entrevista a Albertina Carri: A propósito de La rabia. LaFuga. Recuperado de http://lafuga.cl/entevista-a-albertina-carri/5

Pinto, I. La rabia. Amenazas. LaFuga. Recuperado de http://lafuga.cl/la-rabia/102

Sibilia, P. (2008). La intimidad como espectáculo. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.



Notas

1 Sobre esta modalidad en Chile, ha escrito específicamente Pablo Corro (2009) Documentales epistolares (v. Bibliografía).

2 Leonor Arfuch (2002) se refiere con mayor detalle a esta proliferación de géneros y formatos contemporáneos en su libro El espacio biográfico (v. Bibliografía).

3 En estas mismas páginas, Iván Pinto se ha referido al tema: La rabia podría entenderse como una reapropiación crítica del género de narración rural de tinte político de los sesenta”, lo que para Pinto sería una reducción de las propuestas del film. Link.

4 En el sentido que le da Julia Kristeva, no Benveniste.

5 Albertina Carri alude a esta condición en una entrevista, en que asocia el autismo con la necesidad de crear un lenguaje nuevo: “…la niña muda va adquiriendo ciertos rasgos autistas. El hecho de que se saque la ropa tiene que ver con eso. (…) Yo hace rato que vengo investigando sobre el autismo. Hay un libro que se llama ‘El curioso incidente de un perro a media noche’ donde el protagonista es un niño autista. Saqué algo de ahí, algo de la expresión. Ese niño no soporta el contacto físico. Reacciona violentamente. Pero se puede contactar de otras maneras. Puede dar abrazos, tocarse las manos con otros, encontrar otro tipo de lenguaje, y esa idea de encontrar otro tipo de lenguaje es lo que me interesaba con la niña”.

6 “…para acceder al lenguaje, tenemos que hablar una lengua (…) y hablarla desde dentro, con nuestra propia voz (manifestando nuestros dolores y placeres en ella) (…) ello hace que las palabras nos dejen un residuo en la punta de la lengua, un sabor de boca (…), o que ellas nos hacen saber (nos dan a saborear) de nosotros mismos y que nadie más que nosotros puede saber, porque nadie más puede saborearlas con nuestra lengua y con nuestra boca, porque a nadie más pueden sonarle como a nosotros nos suenan” (Pardo, 1996, pp. 52-53).

7 Aunque por cierto, las dos películas pudieran ser interrogadas en sus aspectos autobiográficos, ya que ambas directoras, al ser entrevistadas, se han referido de algún modo a esto. Martel, en sus tres largometrajes a la fecha -La ciénaga (2001), La niña santa y La mujer sin cabeza (2008)- muestra un mundo provinciano que dice conocer bien. Carri también alude a este tipo de arraigo infantil: “Desde niña para mí ‘La Rabia’ era un pueblo, un espacio geográfico que quedaba cerca del campo donde yo vivía de niña” (Carri, s. n.).

8 A estos quiebres inesperados, a la calidad de accidente o fractura que irrumpe en la vida de los personajes de los nuevos filmes argentinos, se refiere Aguilar extensamente en su ensayo

9 Señalada por la propia Martel, cuando explica su interés por las relaciones entre religión, medicina y misticismo y los cortes casi “quirúrgicos” efectuados en el montaje.

10 Lo toma del teórico del cine Robert Stam.

11 Esta escena me parece comparable con la que estructura Bertolucci en El último tango en París (1972). Mientras Martel fija la cámara en el rostro de la niña, ausente del cuarto y concentrada en su propia fantasía, la muy joven Jeanne (Maria Schneider), bajo la cámara de Bertolucci, se masturba exhibiéndose, haciendo rodar el cuerpo por la habitación que muy pronto abandona el acongojado personaje de Marlon Brando. ¿Cuestión de género?.

12 Entrevista a Lucrecia Martel en Cómo hacer cine. Resuperado de http://www.comohacercine.com/articulo.php?id_art=854&id_cat=2.

13 Hannah Arendt vincula la relación de lo “privado” con la “privación” política: “Vivir una vida privada por completo significa por encima de todo estar privado de cosas esenciales a una verdadera vida humana: estar privado de la realidad que proviene de ser visto y oído por los demás, estar privado de una ‘objetiva’ relación con los otros que proviene de hallarse relacionado y separado de ellos a través del intermediario de un mundo común de cosas, estar privado de realizar algo más permanente que la propia vida” (2003, p. 67). La realización de una vida verdaderamente humana, en el mundo griego, es posible solo en la actuación pública que propicia la polis.

14 Una “hija”, como la suya propia, condición a la que se refieren al principio de la película en el bar donde ella trabaja. Curiosa condición también, hay que decirlo, de la actriz que la interpreta, hija del famoso Diego Maradona.

 

 
Como citar:
Amaro, L. (2011). Mensajes en una botella, laFuga, 12. [Fecha de consulta: 2024-04-18] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/mensajes-en-una-botella/441