Filme perdido, maldito y bello La maman et la putain, La madre y la prostituta, La mamá y la puta (Jean Eustache, 1973), o cómo quieran llamarle, merecía un comentario aparte dentro de esta página. Su exhibición en el ciclo de cine francés del centro de extensión parecía ser la excusa perfecta para hacerlo.
El cine resguarda la memoria de modos extraños, oblicuos. Lo dijo Daney, lo dice Godard. Y así ha quedado registrado en el paso del siglo pasado. Una memoria proyectada de forma desfasada, retorcida le devolvió al siglo XX sus utopías, desastres y posteriores decepciones. Y si hubiese que situar a La mamá y la puta en alguna de estas tres instancias, sin duda tendría que ser en la tercera: en un crepúsculo con sabor a intermedio, en la hora exacta en que se pierden las palabras, o en la que todo deja de tener sentido. El personaje de Leaud (Alexandre) lo dice con sus propias palabras: “no hago nada, dejo pasar el tiempo”, resumiendo en esta frase el espíritu de renuncia, de optar por la no opción que pareciera definir a casi todo este filme y sus personajes.
Eustache filma, constata los espacios intermedios, aquello que está dado a pérdida en la resaca de una generación que posterior (Mayo del ‘68, liberación sexual, Nouvelle Vague) no termina de dar por asumido aquello que se le aparece como un tedioso mal sueño llamado realidad. Alexandre, decíamos, ha optado por no optar “mi dignidad es mi cobardía” le oímos decir, y si el valor es algo adjudicable al héroe que debe hacer frente a algo en una batalla, Alexandre es el antihéroe por antonomasia, un loser, cuyo lugar en la sociedad es la marginalidad, pero una marginalidad que no deja de usufructuar de la misma sociedad que tanto rechaza para su propio placer. Y ahí hay un primer punto: todo en Alexandre no es más que una representación de sí, una ficción que se da a través de la palabra y el gesto, pero que poco y nada tienen que ver con la realidad: es incapaz de tomar una decisión en su vida o de trabajar para producir sus lujos (siendo una “larva del sistema”, pero finalmente viviendo a expensas del personaje de “la mamá”, Marie) y los únicos dos momentos -claves, a mi parecer- en que le vemos afectado por algo, son los momentos en que algo se da a pérdida, en los que algo está fuera del control de su propia novela: en la larga escena con Veronika (“la puta”), cuando Marie se ha ido de viaje y Alexandre le relata las extrañas escenas de un café abierto en la madrugada que nunca vemos, pero nos imaginamos por su minuciosa descripción, y Alexandre declara, al borde de las lágrimas, un miedo a “no ver nada”, a dejar de ver, a perderse el mundo, finalmente, a dejar de sentirse vivo o, si se quiere, a morir. El primer final de la novela de Alexandre tendría que ser la muerte, por que ahí ya no hay posibilidad de ficción, máscara o representación.
El segundo momento clave es hacia el final, cuando Veronika ha decidido abandonarlo y Alexandre se percata que no puede vivir sin ella: Alexandre desesperado, y entremedio de la risa de ella, le pide que se case con él. Antes de esto, hemos tenido un largo monólogo de Veronika (sin duda uno de los monólogos más despojados vistos en el cine jamás) dónde ella le habla al título de la película “yo no soy una puta”, “para mí no hay putas”, “no existen las putas”, y luego sentencia: “está el sexo, y me puedo acostar con quien quiera” y “está el amor”. Para Veronika, todo el juego ambiguo entre la mamá y la puta de Alexandre es una farsa: “el amor liberal no existe, son sólo parejas que no son libres” dice entre medio de sollozos. El segundo final de la novela de Alexandre es percatarse que se ha acabado la novela. Y que la farsa esconde un horror al compromiso, finalmente, a la aparición del otro en su plenitud. La pérdida de Alexandre habría sido Veronika. Y la vida sin ella habría sido demasiado insoportable.
Pero Eustache no ha filmado sólo una película sobre el amor y las relaciones de cierta juventud parisina en pleno setentas y con ello un cierto retrato social de la época. Eustache es cineasta realista, no por que pretenda documentar una realidad sino porque le interesa constatarla en su propia duración, en su reinvención constante. Como sus admirados Renoir o Rohmer el plano es entendido como superficie de visibilidad, como algo que nos obliga a ver. Cuerpos, gestos, objetos, un vinilo girando. La mamá y la puta es un film que quiere constatar un mundo siempre en plena fugacidad y que se presenta esencialmente ambiguo (siguiendo la máxima Baziniana). De ahí, nuevamente, ese terror a no poder ver en Alexandre. Aunque Alexandre habla toda la película, es esencialmente alguien que “gusta ver pasar el tiempo”, que se somete al “flujo de los eventos”, dejándolos libres, sin forzarlos a nada, Alexandre es alguien que vive del vivir, de la particularidad de cada instante. Cine, entonces, de la des-aprehensión (filmar los objetos para dejarlos ir), de la particularidad, La mamá y la puta dialectiza una mirada demasiado acostumbrada a someter a uso a los objetos. Como movimiento de oposición (y, quizás en esto consista su modernidad cinematográfica) Eustache filma no sólo los objetos en sí sino el modo de mirarlos. Su opuesto sería un cine de la funcionalidad (dramática, narrativa, publicitaria), dónde el espectador no tiene opción de profundizar en la representación. La imagen cinematográfica en Eustache pareciera darse en un “ir hacia la imagen” (recordando a Daney), y no en su mera visualidad, no en algo dado.
Hay otro elemento que ruega que hagamos mención a propósito de La mamá y la puta. Eustache no sólo nos deja ver, sino también escuchar. Veronika dice algo al respecto: la libertad que sentimos al escuchar al otro. Eustache -se ha dicho en otros lados- filma el habla. Las palabras mismas en su modulación. Los gestos que la acompañan. A la vez, no interviene nunca con sonidos extradiegéticos o música incidental y, de hecho, la única canción que oímos (la canción de Edith Piaf sobre los amantes de París) sucede dentro de la escena, cuando Marie se percata que ha sido abandonada. Eustache le otorga densidad al acto de escuchar y nos obliga a comprenderlo en su complejidad, a entender el sentido de una canción en la duración de su rotación en un vinilo. Cuando Eustache filma un silencio, ese silencio está siempre poblado (por la ciudad, por la respiración, por la mirada de los personajes), pero ese silencio pareciese ser siempre el mayor de los silencios.
Habíamos partido este comentario, diciendo que el cine filmaba la memoria del siglo pasado de un modo extraño. Eustache ha filmado cuerpos, espacios y trayectos y les ha dado una cartografía particular, dejándonos impresos en la memoria un París hasta ese entonces nunca filmado. Se ha dicho en otros lados: quizás La mamá y la puta sea el mejor filme de la década de los ‘70. Justo al final de los ‘60, justo como el epílogo perfecto para una Nouvelle Vague que había parecido estancarse.
Jean Eustache, cineasta, le otorga peso a lo real, haciendo del cine mismo un proceso que involucra al espectador, su vocación realista quizás habría que pensarla desde las antípodas del cine con los Lumiére. Me gustaría terminar este comentario con una cita de Eustache:
“(…) cuando la cámara filma, el cine se hace. Añadir algo es propio de un autor dramático (…) los más grandes creadores no han usado la cámara de una forma que no sea para grabar lo que se tiene por delante” [En VV.AA. (2000). Jean Eustache, el cine imposible. Valencia: La mirada.].
Pinto Veas, I. (2005). Nada es tan importante (excepto tú), laFuga, 1. [Fecha de consulta: 2024-10-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/nada-es-tan-importante-excepto-tu/232