[A propósito del ciclo de cine que prepara la Cineteca y a modo de ir preparándose, presentamos acá un texto/manifiesto de Cristian Sánchez en el que nos habla de su cine y de sus motivaciones para filmar.]
1. Me gusta entender una obra como un camino de aprendizaje inaparente del héroe y no como un proceso de maduración. Mis héroes han aprendido un no saber de modo inconciente, o más bien han sido aprehendidos, por un saber que los excede.
2. Este saber, ignorado, pone en duda la identidad de mis héroes y los arrastra a extraños devenires. A vínculos con fuerzas que los despose en sus discursos de superioridad y los empujan hacia un Afuera que es como un llamado o una visión que imperceptiblemente los transforma en almas errantes, en fantasmas, que vagan trágicamente sin puerto, ni patria. Pero ese es el precio del encuentro con una multiplicidad de fuerzas que se organizan en la construcción de una patria más amplia, más habitable y cósmica. No obstante esto último aparece como un anhelo no actualizado.
3. Este recorrido trágico, que es paso de lo uno a la multiplicidad, está en mis filmes casi siempre expresado por un camino lateral o serie discontinua, por un desdoblamiento del lenguaje que domina subrepticiamente mis filmes sin romper la convención realista, en una suerte de sutura invisible que mantiene la inmanencia. En Cautiverio feliz, se da por ejemplo, cuando Francisco se acerca al hermano muerto del amigo de Colpoche, poco después de ser capturado, y este último, medio en broma, medio en serio, le dice que no se acerque ahí, que los niños chicos no pueden acercarse a los muertos. Y ello, en la cultura reche (mapuche antigua), es cierto, porque el weküfe (entidad maligna) que todavía permanece con el muerto podría alojarse en su ser. La segunda ruptura se produce cuando el hijo loco de Tureupillán le pregunta dónde está su alma. Y luego cuando el mismo le entrega un pedazo de tierra. El tercer término de la serie aparece con el tío muerto de Quilalebo que ha regresado del wenumapu, país de los muertos y señala que el cautivo ya no tiene patria, que está en tierra de nadie. Y finalmente, el cuarto término aparece cuando el sobrino de Molbunante, encerrado en una pequeña jaula, mientras espera un machique lo exorcice, le pregunta al cautivo si el también tiene un weküfe en el corazón. Toda la serie está refrendada, al regreso de Francisco al fuerte, por los soldados hispano-criollos que se defienden de la presencia de un supuesto witranalwe mediante el uso de ramas de canelo. Es decir la cultura indígena ha penetrado más a los hispano-criolllos que esta a aquellos, contra toda presunción.
Quiero señalar con esa acción que el temor al maleficio, exorcizado con los dispositivos indígenas, ya no es un asunto individual, ni colectivo, sino histórico, nos compete a todos en tanto mestizos biológicos y o culturales. El ser indígena, excluido, es una parte importante de nuestra propia conformación somática, neuronal y social.
Para algunos es la alteridad rechazada con violencia, para otros, cautivos ignorantes sin remisión ni anagnórisis, el encuentro imposible con una “civilización inferior”. Ahora queda expuesto lo inconciente, o lo no pensado de Cautiverio feliz y de su vínculo fundacional con la historia de Chile. Tenemos que preguntarnos ahora, ¿cómo podremos aceptar el devenir indígena? ¿Cómo hacemos sitio al alma indígena en nuestra identidad de chilenos? Y sobre todo, ¿qué potenciales negados hay en esta patria, en esta patria mal fundada, o fundada en la supresión y el silencio de las verdades?
Qué es devenir, qué es devenir indígena
Y es precisamente porque Francisco, en Cautiverio feliz, resulta un cautivo que no renuncia a sus convicciones morales y religiosas y se comporta con casta virilidad frente a las innumerables tentaciones, que resulta más apreciado y querido.
Y aquí está el punto, el devenir indígena aparece en este “más apreciado y querido”, sin querer ser cambiado, en esta aceptación de su otredad, en este abandono de todo propósito proselitista de transformación espiritual. No hay violencia, no hay guerra espiritual, no hay dominación, ni control. Ni siquiera hay deseo posesivo del otro, sino deseo con el otro, porque el devenir es un casamiento asimétrico, como dicen Deleuze y Guattari, es una donación sin reciprocidad que de pronto encuentra un vínculo impensado, a la manera de una gracia sin Dios, pienso yo.
Y este sería el carácter de todo devenir, el permitir un vínculo con fuerzas desconocidas para entrar en un proceso de desconocimiento interior que no implica renuncia a la identidad, sino que reclama el eclipsamiento del ser como identidad fija. En este sentido el devenir es una sacudida poderosa que anuncia la multiplicidad del ser. Por eso digo que Francisco está desplazado de sí mismo, porque participa de una multiplicidad de fuerzas con las cuales se casa. Tiene afinidad con ellas y le atraen. Es lo que le permite devenir otro, devenir indígena sin necesitar ya a los indígenas.
Por qué filmar
Hay al menos tres razones por las cuales me gusta hacer cine.
Primero, porque encuentro una afirmación instintiva del “nervio metafísico” de la vida. La posibilidad de un humor contagioso, de pasiones más bien alegres, de sentimientos que penetran hasta la médula de los huesos y, sobretodo, porque el cine permite una forma de pensamiento que es casi siempre una meditación en devenir, un revoloteo incierto que aborda sin miramientos lo desconocido y él sin sentido. Amar el sin sentido, rehusar los límites de un universo considerado en su sola utilidad, prestar oído al fondo indiferenciado, al hormigueo silencioso de las cosas, es aceptar la disolución de toda conciencia, voluntad o deseo, es vivir en el corazón del mundo, en el corazón de la cosa misma. El cine hace esto con facilidad, sin impostura.
Enseguida porque el cine tiene un lado fascinante, como máquina de producción y de trasmisión ideológica que escapa a todos los reduccionismos y compromisos políticos. Lo interesante, para mí, es unir la destitución del valor utilitario de las cosas (con todo lo que comporta de violencias y de pérdidas lujosas) a la actividad de máquina (o también de maquinación) del cine: con su terrible capacidad de contribuir a marcar el imaginario de una sociedad. Lo interesante es entonces envenenar, pervertir la máquina cinematográfica en tanto que instrumento de propagación ideológica. Me gusta que la máquina se haga humorista, pasional, violenta, caprichosa y seductora.
Finalmente, lo que me lleva a filmar es proponer ciertos asuntos vitales, tales como: el viaje sin retorno, la errancia sin propósito, los secretos sin explicación, la aparición súbita de lo sagrado como un destello de gracia o iluminación, la inmadurez como apertura a la vida, los devenires como relación con lo desconocido, la violencia del desafío, la turbulencia erótica que afirma la vida, la generosidad sin reciprocidad y el abandono esencial, que es la condición de toda autenticidad y soberanía. Pero sobre todo, yo hago cine para tratar de alcanzar, como dice Maurice Blanchot: “el corazón extraño de la lejanía como vida y corazón único de la cosa”. Y por algunas otras razones que no deseo revelar.
Sánchez, C. (2007). Aspectos fundamentales de mi cine , laFuga, 3. [Fecha de consulta: 2024-12-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/aspectos-fundamentales-de-mi-cine/33