Glauber Rocha: crítico y cineasta

Por Ismail Xavier

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Ismail Xavier es académico de la Escola de Comunicações e Artes da Universidade de São Paulo (ECA-USP) autor de númerosos libros y estudios en su país. "El discurso cinematográfico. La opacidad y la transparencia" (Manantial, 2010) es su libro más reciente traducido al español. El presente artículo forma parte del libro La Revolución es una Eztetyka, antología de ensayos, manifiestos y artículos críticos escritos por Glauber Rocha en preparación por la editorial Caja Negra de pronto lanzamiento. Traducción: .Mariana de Gainza y Ezequiel Ipar.
 
 

El estilo de la escritura de Glauber Rocha manifiesta las tensiones de un crítico que, desde el inicio, combatió el mero juicio impresionista y optó por la autoexigencia, fue reflexivo, cuestionó su propio papel, sin escatimar declaraciones de principios u observaciones al paso, como ésta de un texto escrito en 1957: “Necesitaríamos de algunas consideraciones sobre ‘características formales’ y ‘lenguaje cinematográfico’. Esto se hace indispensable por el hecho de que no entendemos la crítica como misterio, sino como esclarecimiento; somos partidarios de la crítica didáctica” (Rocha, 2006, p. 45).

Esclarecimiento aquí significa asumir profundamente una primera implicación del cine: la aprehensión sensible del mundo por la imagen y el sonido modifica nuestra relación con los “temas” de reflexión y con la invención estética. Dentro de este espíritu, Glauber nos recuerda, ya en los años ‘70, que el cinema novo aportó lo que él llama “su contribución afectiva” al conocimiento de Brasil, pues con la experiencia viva de la imagen y del sonido discutió lo que antes era estadística. Sin embargo, esa mezcla de cinefilia –eje de la alianza con los Cahiers du cinéma– y preocupación nacional, de estética moderna y compromiso político, no habría tenido el alcance que tuvo si no fuera por el sentido práctico de los jóvenes del cinema novo frente a otro desafío: la cuestión de la economía política (¿cómo hacer viable, cómo inventar un cine en el contexto del subdesarrollo económico?). Esta es la segunda implicación del cine: en tanto industria, fenómeno de masas, disputa de mercado, circulación de imágenes y afirmación de poder, le da expresión a todo un complejo de cuestiones que involucran al arte y la técnica, a la cultura y el dinero, y también a las rivalidades nacionales, debido a lo que el cine condensa de capacidad productiva y de valor simbólico. En cuanto a la periferia del sistema mundial, resta enfrentar una escandalosa asimetría geopolítica, a la que el cinema novo fue muy sensible y a la cual procuró dar nuevas soluciones.

Glauber Rocha emergió como líder del cinema novo en el pasaje de la década de 1950 a la de 1960, y representa muy bien a una generación de intelectuales y artistas marcados por una aguda conciencia histórica, siempre atenta a la relación entre cultura y política. Los parámetros de su creación se definieron cuando el país vivía una transición decisiva, saliendo del salto desarrollista que marcó al gobierno de Juscelino Kubitchek hacia la progresiva polarización de los conflictos sociales que convirtió al comienzo de los años 60 en un período de crisis políticas. Fue en esa época de luchas por reformas sociales y proyectos nacionalistas de izquierda cuando se delineó el horizonte de su obra, sujeta además a las alteraciones derivadas de la manera en la que él respondió a cada nueva coyuntura brasileña e internacional.

A lo largo de su obra, se expresa un modo especial de cumplir este imperativo de inserción en la Historia, que generó nítidas transformaciones en sus películas y textos, siempre marcados por la interrogación –incisiva, ambiciosa– dirigida a nuestro tiempo a partir de la óptica del Tercer Mundo (una expresión emblemática en el período en que realizó su obra). Cada nueva película reitera su foco en las cuestiones colectivas, siempre pensadas en gran escala, a través de un teatro en el que los personajes se situaban como condensaciones de la experiencia de grupos, clases, naciones. La vida social se concibe como enfrentamiento de crisis, rupturas, ascensos y caídas, actos de dominación y resistencia, guerras de liberación, jornadas del oprimido en busca de justicia.

Se presta atención a lo que en el mundo es desequilibrio, juego de fuerzas, un dinamismo que requiere una figuración dramática que esté a su altura y un estilo visual apto para absorber las tensiones ahí vividas. Glauber procuró tal figuración a través de la cristalización del movimiento del mundo en metáforas capaces de ofrecer la imagen global de la crisis experimentada por los personajes. La percepción totalizadora se figuró ya sea en el “barravento” (convulsión de la naturaleza, maremoto), ya sea en la profecía revolucionaria “el sertón será mar, y el mar será sertón” (Deus e o diablo, 1964), ya sea en el “trance”, ése que se apodera de la vida política de Eldorado en el momento del golpe de Estado (Terra em transe, 1967). Frente a las variadas experiencias, su horizonte siempre fue el de un cine empeñado en proyectar los dramas en la historia, incorporando mitos y, al mismo tiempo, internándose en el análisis de los intereses de clase y las maniobras políticas de los poderosos. En el epicentro de su sistema plasmó la experiencia límite del hambre, fuente de la violencia.

Su vida estuvo llena de combates y, como líder del cinema novo, consolidó un arco de alianzas y articulaciones que se amplió entre 1960 y 1970, período de reconocimiento mutuo y de afirmación de las afinidades entre los nuevos cines de América Latina y de otros continentes. Luego del Festival de Cannes de 1969, donde ganó el premio de mejor director con O dragão da maldade contra o santo guerreiro (1969), estuvo en condiciones de hacer efectiva una práctica en la que asumía su modelo de “cineasta tricontinental”, tornándose una personalidad destacada en el debate cultural y político de la época.

Una militancia intensa y múltiples batallas puntuaron un período de migraciones durante el cual, ya sea en Francia, en la República del Congo, en España, en Cuba o en Italia, él filmó, escribió, hizo articulaciones políticas, dio entrevistas y polemizó, siempre dedicado a la lucha por mantener vivo el proyecto de un cine de autor con una inflexión política.

En su primera síntesis explícitamente dirigida a los europeos, acuñó la fórmula de la “estética del hambre” (1965), en el comunicado presentado en Génova en la retrospectiva de cine latinoamericano organizada por el Instituto Columbianum 1Ver el manifesto Por uma estética da fome, en Rocha (2004). Más adelante, asumió el proyecto del “Cine Tricontinental”, inspirado en la Conferencia Tricontinental de La Habana (1967), de gran repercusión en el campo del cine político latinoamericano. Este fue un motivo recurrente en el discurso crítico de Glauber, entre 1967 y 1972, pero su texto de mayor repercusión de esa fase fue “Estética del sueño” (1971), expuesto por primera vez en Estados Unidos, como respuesta a algunas críticas que se hicieron a O dragão da maldade. Este artículo le permitió ajustar sus principios a las nuevas opciones de estilo presentes en sus películas posteriores a Terra em transe; su ideario adquirió nuevas formas, retomando motivos que ya estaban presentes en la “estética del hambre”, pero explicitando con mayor vigor su distancia frente al realismo y a lo que denominaba la razón burguesa. Sus textos surgieron, por lo tanto, dentro de un juego político de extensa amplitud, evidenciándose la articulación entre reflexión crítica y creación estética que estuvo presente desde los primeros pasos de su trabajo. Su libro de 1963, Revisão critica do cinema brasileiro, fue una convocatoria dirigida a los brasileños; en 1965, el manifiesto Estética del hambre revela al cineasta consciente de su papel en un foro internacional: al hablar con los interlocutores europeos, su premisa es la de la confrontación inevitable, y realiza el discurso sobre la incomprensión, por parte del desarrollado, de la experiencia del Tercer Mundo, subrayando lo que ve como una condición estructural de la alteridad (entre Europa y América Latina). A partir de 1967, las entrevistas ponen en evidencia el ajuste estratégico entre el tono del discurso, los conceptos que moviliza y la naturaleza de su interlocutor (el tipo de revista de la que se trata, los críticos con los que dialoga).

Revisão crítica fue escrito antes de Deus e o diabo na terra do sol; El cinema novo y la aventura de la creación, después de Terra em transe. La estética del sueño, después de O dragão da maldade y de sus primeras películas en el exterior, Der Leone (1970) y Cabeças cortadas (1970). En esa interacción entre textos y películas está el combate que se desarrolla en la pantalla, así como el combate que se desarrolla en los periódicos y las revistas.

El presente volumen recoge artículos que expresan, cada uno a su tiempo, la elocuencia combativa de Glauber Rocha que, en su modo propio de distribuir elogios y ataques, renueva la tradición. Dentro de ese marco de semejanzas, Revisão es la palabra del joven que define su lugar en el cine brasileño, antes incluso de realizar las obras maestras que vendrían a tonificar sus ideas; Revolução es la batalla por la que él considera la memoria legítima del cinema novo y de su experiencia a lo largo del mundo como cineasta tricontinental, poniendo en cuestión su lugar tanto en el proceso de la revolución como del cine que procuró alinearse a lo que se veía como una dirección dominante del proceso histórico. O século es la retrospectiva de la confrontación con sus pares que incluye, por un lado, el pensamiento del joven Glauber, resumiendo muy bien un itinerario crítico de notable interés, y señala, por otro lado, un conjunto de afinidades y alianzas que son efectivas en la escena internacional.

Destinados al combate, sus textos envuelven excesos que podemos remitir a rasgos personales, pero la construcción general, que se sostiene en sus incuestionables credenciales, hace prevalecer el sentido de la biografía como expresión de época y documento histórico, en la que no se separa lo público de lo privado, en la que una lógica mayor (colectiva, histórica) engloba y explica aquello que, mirado de cerca, parecería una mera cuestión de psicología individual, muy a tono con lo que él rechazaba como teatro burgués de la experiencia empobrecida. Glauber asume la condición de personaje de un teatro mayor, dentro del cual acaba encarnando lo que, en referencia al héroe deseable para sus películas, compone el “hombre múltiple brasileño” (la expresión es de Glauber y retoma una fórmula de Mario de Andrade, el líder del modernismo de los años 1920). De ahí la fuerte presencia, en sus textos y películas, de una reflexión en torno a las contradicciones entre lo poético y lo político, que expresa la angustia del joven comprometido, consciente de las imposibilidades de la expresión radical (y libre) de la subjetividad en el cine. En cuanto hombre de acción, el cineasta sería diferente del poeta, no sólo por su relación con técnicas y equipos, sino también por estar involucrado en la economía política de un arte industrial en relación a la cual su papel es el del disidente.

El Glauber cinéfilo es un esteta exigente, que se manifiesta vivamente a través de su intimidad con la forma del cine y de su pasión por el detalle, ya sea frente al cine clásico americano o frente a las películas europeas que son de su preferencia. Sin embargo, el modo en el que expresa su juicio sobre los autores y las obras se relaciona directamente con otros aspectos de la experiencia. La evaluación sobre los cineastas no esconde el plano general de la vida, el papel de cada uno de ellos dentro del juego mayor de poderes que regula las relaciones sociales.

¿Política de los autores? Sí, pero según un estilo propio, sin asumir el postulado de unidad como un absoluto. Lejos de ser estable o siempre idéntica, la figura del autor permanece como idea reguladora que sufre crisis y mutaciones, sujeta a la diversidad de los juicios. Éstos dependen, más que de coyunturas, del eje escogido para las confrontaciones, donde ganan un enorme peso los rasgos nacionales, los alineamientos políticos, la pertenencia del cineasta a alguno de los polos de la triangulación entre Europa, Estados Unidos y el Tercer Mundo, o su inserción en alguna de las amalgamas culturales que, en el vocabulario de Glauber, se definen como paganismo, “latinidad”, “inconsciente oriental de Italia”, “sangre básica americana” u otras totalizaciones de este tipo, que él asume con un tono sustancialista que hoy resulta extraño, pero que vale como documento de formación y como aspecto de su estilo volcánico, sincopado, desprovisto de vocación para el copy desk e impregnado de oralidad, que solicita una lectura apoyada en la fuerza del ritmo más que en la precisión sintáctica.

La política es una cuestión decisiva, algo que impregna el aire que se respira y que se extiende del gran acontecimiento social al pormenor de cada día, de la carrera del hombre de Estado a la vida del artista, del artículo de la ley a la dramaturgia del zoom en una película de Luchino Visconti. Hay política en la búsqueda de lo imponderable realizada por Orson Welles, el que supo escenificar los poderes, y hay política en la inclinación eisensteiniana a los gráficos y a la “geometría de los procesos temporales”; así como también hay política en la poesía nerviosa de Godard, cuando hace el máximo de cosas en el mínimo de tiempo, saturando imagen, texto y sonido, capturando al espectador en su dispositivo fascinante que siempre fluctúa “entre dos”, como lo dirá de forma más directa Gilles Deleuze en los años 1980. Para Glauber, ese “entre dos” es una “forma poética de la desesperación”, muy propia de este “suizo mineral y romántico” al mismo tiempo.

Desde Estética del hambre hasta sus textos sobre la épica-didáctica escritos en 1975, pasando por La estética del sueño, el énfasis dominante fue la afirmación del arte como un laboratorio de experimentación de conflictos en todos los niveles: (1) formal –contra el cine clásico y el realismo; (2) dramático –contra la psicologización que cultiva la autonomía de la esfera privada de la experiencia; (3) temático –es imperativo poner en escena la experiencia de intensa repercusión social, que se vuelve encrucijada de los destinos colectivos, teatro del poder que moviliza los grandes intereses y proyectos que conforman la historia y construyen identidades nacionales, continentales.

Es notable, en Glauber, el sentimiento de la geopolítica (uno de cuyos vectores es el cine) como eje de una confrontación y de un extrañamiento en el cual el oprimido sólo se torna visible (y eventualmente sujeto en el proceso) por la violencia. Apoyándose en Frantz Fanon, él explicita ese sentimiento en La estética del hambre, acentuando la demarcación de los lugares y el conflicto estructural que deriva de la barrera económico-social, cultural y psicológica que separa el universo del hambre del mundo desarrollado 2Para el texto de Frantz Fanon sobre la violencia, ver Fanon (1968).

En sus textos, no se trata únicamente de defender la tesitura social y política de los asuntos tratados por el cinema novo, sino de recurrir al espacio semántico del hambre para referirse a la situación práctica de los cineastas, acentuando el esfuerzo de invención formal a partir de la carencia de recursos, en una respuesta más lúcida a la coyuntura histórica que incide sobre su trabajo. Este es el marco decisivo de la invención de una nueva estética que, en función de tal gesto, pasa a tener un alcance universal, no por minimizar las particularidades locales, sino al contrario, por convertir al trato pertinente de esas particularidades en la condición para ser reconocido sin paternalismos. La diferencia estilística se engendra en la confrontación, tiene algo de inevitable agresividad –constituye una estética de la violencia3Resumo aquí lo que ya fue formulado por los varios comentarios de la estética del hambre y la estética del sueño. Ver, entre otros, Gerber (1982); Xavier (1983) (2ª edición: Cosac Naify, 2003); Avellar (1995); Bentes (1997), introducción al libro organizado por ella.

La vocación revolucionaria del arte se afirma, para Glauber, dentro de esa confrontación geopolítica que implica conflictos étnicos, de clase y transnacionales. Sin embargo, si el arte es una práctica humana inserta en el campo simbólico, cualquier defensa de su dimensión política de enfrentamiento y riesgo no elimina otro imperativo: el que exige comprender que la verdadera fuerza de la intervención de lo poético en lo social proviene de su propia naturaleza como arte. Como explicita en “La estética del sueño”, el arte, por ser invención, es inmersión en lo imprevisto, experiencia instauradora, ruptura con el sentido común, los límites y las convenciones. Expresa la condición histórica (y cósmica) en su totalidad. Sin el control de la razón ni de la medida, instituye lo que no es, asume el momento mágico, entra en sintonía con lo que pertenece al sueño del oprimido, le da voz a las pulsiones inconscientes.

El arte, como la revolución, es la anti-razón. Comunica las tensiones y las rebeliones frente a lo insoportable, encarnando lo que hay de imprevisible en la práctica histórica, el hombre poseído que lanza su vida rumbo a una idea. Si el arte es “surrealista, expresionista, delirante”, no lo es en tanto escritura automática, dentro del particular lirismo del movimiento surrealista, sino como aproximación en profundidad (la que sólo el arte puede realizar) al imaginario popular (al que llaman misticismo). El artista debe incorporar tal imaginario (místico), punto vital de la pobreza, para poder producir los signos de la lucha correlativos a la emoción estimulante y reveladora. Tales signos extraídos de la cultura popular acarrean condensaciones y, por eso, son como ideogramas (su referencia es, en este caso, Eisenstein). Esta es la materia que compone la escritura del cineasta, empeñado en la liberación del inconsciente cultural cristalizado en el mito. No se trata, entonces, de algo que pueda ser evaluado con los parámetros del realismo estético –en particular, con las nociones de una crítica inspirada en Georg Lukács o incluso en Antonio Gramsci. Para Glauber, hay que evitar reproducir el humanismo de la Razón y la pauta clásica de lo nacional-popular a la italiana, que tanto espacio tuvo en la crítica brasileña 4En ocasión del lanzamiento de O dragão a maldade contra o santo guerreiro en los Estados Unidos, Glauber entró en una polémica en la que esbozó las ideas para el texto La estética del sueño. En respuesta a la reseña en Film Quarterly de Callenbach (1969-70), Glauber expone sus ideas anti-realistas y su interpretación de la conexión entre mito e inconsciente, desautorizando el modo en el que el crítico se vale de Gramsci, Lukács y Freud para exponer sus reservas sobre su película. Ver el artículo diálogo de Glauber con Gordon Hitchens (1970).

En suma, la consigna siempre reiterada es la de la constitución del cine épico-didáctico como un ritual de la anti-razón, contra el cine como institución burguesa, a favor de un arte que sintonice con el mito popular a partir de una aproximación material (de cuerpos, gestos y discurso) que, frente al consenso fabricado por el orden social, resulta liberadora. Si la mística, como lenguaje popular de la rebelión, es un momento de la expresión que la razón no comprende, para el artista ella es, en cambio, un campo de experimentación tonificado por la energía revolucionaria proveniente del inconsciente (colectivo) al cual tiene acceso el cineasta.

Esa posición de antena, de intérprete privilegiado de la sociedad, habría encontrado en el cinema novo una de sus modalidades, aunque no la única, pues el arte emancipador puede tener, según Glauber, una dimensión más militante (como el “Tercer Cine”, de Fernando Solanas) o una dimensión radical de experimentalismo e invención aparentemente apolítica, como la que se cristaliza en la obra de Jorge Luis Borges. Éste produjo “las más liberadoras irrealidades de nuestro tiempo, su estética es la del sueño”, en la tentativa más abstracta y depurada de una tendencia de la literatura latinoamericana con la cual el cineasta se identificaba.

Glauber, sin ser propiamente un artista atento a los parámetros estéticos del siglo xix, procuró unir lo que se situaba más acá del realismo (la alegoría medieval o barroca) y más allá de él (el modernismo, las vanguardias). Considerada la tríada clásica –lo épico, lo lírico y lo dramático– su cine quiso ser una síntesis peculiar de los tres modos. De ahí la insistencia de sus textos en torno a lo épico-didáctico, entendido en su conexión con el mito (a la manera de la tragedia clásica), con la trama del poder (a la manera del drama barroco) y con la búsqueda de una dimensión épica que implica transformaciones históricas en gran escala. Por otro lado, puesto que el horizonte es la revolución, ese gran teatro debe dejar fluir las pulsiones inconscientes dentro de la densidad poética de una lírica modernista con la que Glauber siempre dialogó. Desde el comienzo hasta el fin, lo que se reafirma es la disposición inclusiva, totalizadora, que necesitó cada vez más de la discontinuidad y de la yuxtaposición para realizar su proyecto de incorporación de las fuerzas vivas de la cultura.

La estética del cinema novo se engendró dentro de una contexto específico, marcado por la afirmación de las cinematografías nacionales y por el agudo sentido crítico del cinéfilo, dedicado a la apropiación de lo que él asumía ser una vocación del medio y de la técnica por conectarse con la experiencia social, siempre que la imagen y el sonido se produjesen fuera del ámbito de la simulación industrial.

Es conocida la incorporación al largometraje de ficción de un estilo de mirada y de escucha antes asociada al documental, un estilo generador de una experiencia original de contacto sensible con el mundo que sólo el cine permite, algo único que no se reduce al terreno de la representación. Este movimiento se da en diferentes países y es conducido por una generación que, a partir de motivaciones existenciales y políticas variadas, asumió el amor por el cine y formó su sensibilidad y su relación con el mundo a través de esta mediación especial, sin separar el arte y la vida, la poesía y la intervención en el debate político.

En este sentido, estuvo siempre aquel “compromiso en todos los frentes” que tantas veces convirtió al intelectual en una figura dilacerada. Y no es azaroso que éste sea un tema explícito en el cine de Glauber, particularmente en Terra em transe. Cuando oímos la frase que pronuncia el personaje de Sara, “la política y la poesía son demasiado para un solo hombre”, una primera reacción consiste en ver allí, sobre todo, un gesto de consuelo para aliviar los dolores de Paulo Martins, el poeta. Finalmente, la misma película sería un ejemplo elocuente de negación de esa sentencia, al promover una notable conjunción de esos dos compromisos –una conjunción que, además, pautó toda la vida de Glauber Rocha. En ocasión de su muerte prematura, algunos encontraron en la voz de Sara la resonancia que procuraban. Ella tendría razón, y la experiencia del cineasta-escritor-político, incansable, invasivo y vulnerable, confirmaría la dimensión de sacrificio sugerida en el discurso protector al que no prestó oídos. Sea correcta o no, esa inscripción de la experiencia del cineasta en el registro de una pasión de la historia como padecimiento sólo hace resonar lo que su propio cine expresó como pensamiento sobre la historia: prerrogativa de la violencia, en ella sólo prosperarían las intervenciones de carácter titánico.

En su sentimiento de urgencia –que encuentra su correlato estético-formal en la forma dramática– todo converge. Y la discusión llevada a cabo por Glauber sobre las ideas clave que mueven su cine no se desarrolla en los términos clásicos de la ideología, en el sentido estricto de la construcción de un imaginario que legitima ciertos intereses, o incluso en el sentido genérico de “visión del mundo”, entendida como formulación racional de una posición que deriva del conocimiento, la reflexión y de valores proclamados. El problema de la posición y de la intervención se sitúa, en Glauber Rocha, más acá o más allá de esta esfera racional, aunque no la excluya. La Razón, como terreno exclusivo de la disputa por la verdad (o la legitimidad de una acción), sería un prejuicio burgués, instrumento de la represión y de las maniobras coloniales etnocéntricas, anti-populares, realizadas en perjuicio de los tres continentes que componen la geopolítica del hambre. No sería, por lo tanto, la reflexión de los intelectuales-profesores la que conduciría al oprimido hacia el esclarecimiento y la resistencia, sino lo que él vive en su propia experiencia, generadora del sentimiento del absurdo y de la revuelta, fuente de la violencia que hace historia.

El teatro épico-agresivo de Glauber se empeñó en la legitimación de esa violencia, una violencia que, más que “primitiva”, es en verdad civilizatoria. Épico-agresivo, porque buscó inspiración no sólo en Bertold Brecht, maestro a quien incorporó, pero haciéndolo convivir con las provocaciones de Antonin Artaud. Su singular cine articuló la dialéctica del extrañamiento crítico a las demandas del teatro como peste, del arte como ritual agresivo, visceral, experiencia de choque.

Su terreno era el de la autoexigencia sin tregua, activa, exasperada, siempre en tensión con las coyunturas, que no le impidieron sustentar una permanencia de estilo, una coherencia formal que marca, en diferentes arreglos, todo su cine y toda su escritura, frentes de la interacción con un mundo en proceso que exigía movimientos exploratorios, inciertos.

La ambivalencia fue, desde el inicio, la marca de su estilo. En sus películas, los dramas de la historia se inscriben en la forma, como es propio del “cine de poesía” (para usar la fórmula de Pasolini). Aquí, la cámara se hace sentir, es de una agilidad notable, sea en conjunción o en disyunción con la mise-en-scène, creando tensiones entre espacios abiertos y demarcaciones teatrales. Los personajes se condensan como emblemas, pero son observados por una cámara en mano al estilo documental, que palpa cuerpos y superficies. La mirada de Glauber es táctil, sensual, aunque la moldura de su representación sea alegórica. La convivencia de contrarios es ahí típicamente barroca, en la textura de la imagen y el sonido, en la concepción del teatro del poder –lo que explica la repetida invocación del término en las referencias a su cine. Sobre esa cuestión del barroco, su mayor afinidad en cuanto a la alegoría y al drama fue con Walter Benjamin, aunque sólo más tarde haya leído al filósofo. De Terra em transe a A idade da terra (1980), su cine muestra muy bien cómo Glauber trabajó la dialéctica del desencanto y la esperanza de una forma que puede ser referida a Benjamin. Con la reserva de que, en el cineasta, el cuño mesiánico no convivió con la melancolía: se transmutó en exasperación.

Bibliografía

Avellar, J. C.(1995). A ponte clandestina. Teorias de cinema na América Latina.San Pablo: 34.

Bentes, I. (1997). (Ed.). O devorador de mitos. En Glauber Rocha: cartas ao mundo. San Pablo: Companhia das Letras.

Callenbach, R. (1969-1970). Comparative Anatomy of Folk-Myth Film. Film Quarterly, XXIII(2).

Gerber, R. (1982). O mito da civilização atlântica: Glauber Rocha, cinema, política e a estética do inconsciente. Río de Janeiro: Vozes.

Fanon, F. (1968). Os condenados da terra. Rio de Janeiro: Civilização Brasileira.

Hitchens, G. (1970). The Way to Make a Future. Film Quarterly, XXIV(1).

Rocha, G. (2006). Delinquência juvenil. En O século do cinema. São Paulo: Cosac Naify.

Rocha, G. (2004). Por uma estética da fome. En A revolução do Cinema Novo. São Paulo: Cosac Naify.

Xavier, I. (1983). Sertão mar: Glauber Rocha e a estética da fome. San Pablo: Brasiliense.

 

 
Como citar:
Xavier, I. (2011). Glauber Rocha: crítico y cineasta, laFuga, 12. [Fecha de consulta: 2024-12-12] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/glauber-rocha-critico-y-cineasta/457