La dignidad que da a ver
“Es ridículo criticar la «estetización» de nuestro mundo. Cada época configura el fenómeno gracias a un aparato, transformándolo en digno de aparecer” (Déotte, 2012 p.20).
Con la aparición de los medios técnicos de producción de imágenes, resulta claro que no hay mirada libre, salvaje, frente a la cual se despliegue un mundo inocente, puro: mirar es encontrarse en el interior de un aparato técnico. Producidos, la visibilidad del ojo y el mundo siempre están comprometidos en el interior de un aparato cuyas normas de funcionamiento determinan la condición, el límite, en que lo visible se dará a ver. Se trata de un umbral, de una condición material que, para el propio aparato, no es posible sobrepasar (pensando en el cine, sumariamente: condición del material de registro o del soporte: distribución de sales de plata, de bits de información, revelado sobre un papel, captura en un celuloide, digital, etc.; condición material de su relación: montaje lineal, no lineal, fundidos, sobreimpresiones etc.; condición material de captura: calidad y amplitud focal de la lente; condición material de exhibición: proyectiva, sobre una pantalla, en un televisor, en una sala pública, en los espacios privados y domésticos, etc.). Pero, por lo mismo, cada aparato produce un umbral por el cual lo que vemos se encuentra atravesado, asediado, envuelto por aquello que no se da a ver (por una dignidad que no se deja mostrar, que no se deja mirar). Para decirlo de otro modo, cada aparato lleva inscripto en su interior su propia condición de imposibilidad. Aquella en la que el aparato se ciega y por la que no es posible ver más allá. Fuera de esta condición material que se afirma en el propio aparato, nada aparece, nada se muestra, no hay fenómeno: no hay nada digno que mostrar.
En este contexto, el cine contemporáneo parece trabajar contra esas limitaciones del aparato cinematográfico no tanto para ir más allá de él sino para exhibir el umbral en que la producción cinematográfica de lo visible se confronta con lo que él mismo deniega para elaborar allí, en ese límite preciso, las condiciones de una dignidad que el cine no puede ni quiere soportar ¿Hay un modo de señalar en el interior de lo que se nos da a ver, lo que escapa al orden de la mirada cinematográfica? Este parece ser la cuestión recorrida por Daniela Seggiaro y Rithy Panh quienes, con producciones y formas diferentes, parecen apuntar hacia esa fuga que en el interior de las imágenes conduce, por caminos diversos, hacia aquello que escapa a la mirada cinematográfica y se hunde allí donde el cine no puede mirar.
Nosilatiaj. La belleza: la dignidad de no darse a ver
“El hecho moderno es que ya no creemos en este mundo (…) Lo que se ha roto es el vínculo del hombre con el mundo. A partir de aquí este vínculo se hará objeto de creencia: él es lo imposible que sólo puede volverse a dar una fe. La creencia ya no se dirige a un mundo distinto o transformado. El hombre está en el mundo como en una situación óptica y sonora pura (…) La reacción de la que el hombre está desposeído no puede ser reemplazada más que por la creencia. Solo la creencia en el mundo puede enlazar al hombre con lo que ve y oye. Lo que el cine tiene que filmar no es el mundo, sino la creencia en este mundo, nuestro único vínculo” (Deleuze,1987, p.229).
Una mitología quiere que el cine nazca de una herida: el celuloide (material altamente inflamable) 1¿Es casual que el celuloide sea el lugar en el que las imágenes dejan las marcas de sus heridas y, también, donde ellas se queman en el tiempo? habría sido descubierto cuando John Wesley Hyatt lo usó, accidentalmente, para curarse un corte en el dedo. Desde entonces, la cuestión cinematográfica puede comprenderse en esa relación entre el corte (aquel por el cual cada plano arranca y fragmenta los movimientos y las duraciones del mundo) y la sutura (aquella por la cual el montaje trata de reunir los fragmentos heterogéneos de un mundo estallado). Entre lo que abre una herida y aquello que la cierra, entre aquello que separa irremediablemente los bordes, exponiendo lo abierto por donde mana la sangre, y la costura que la cicatriz no cesa de disimular hay, en el cine, velándolo, esta cuestión del corte, de la herida, de lo que lo disimula, de lo que cura. Cuestión de planos y montaje. Herida que pasa entre las palabras y lo que ellas no pueden decir, corte que pasa entre las imágenes y lo que ellas no pueden mostrar.
Una herida atraviesa el film de Daniela Seggiaro, Nosilatiaj. La belleza (2012). Herida que no termina de multiplicarse entre las vidas de los personajes, entre sus miradas, sus miserias y sus encantos marcando el movimiento que separa las relaciones entre lo visible y lo audible en los planos del film. Herida entre las lenguas que no pueden dialogar, tanto como entre una memoria que no se da a ver y la historia que no se deja contar.
La trama está marcada por el acontecimiento de un corte: aquel de una trenza de cabello por la cual la protagonista se encuentra unida a un pasado que la contiene y que será objeto de deseo de la dueña de casa en la que trabaja como empleada doméstica. La estructura del film pasa por ese corte, por lo que en él se corta y por la creencia que se afirma en ese corte. Hay algo allí que no se dejará suturar, algo que el montaje no podrá disimular. Objeto de creencia antes que de intercambio, la trenza no vale en Yolanda (la protagonista Wichí del film) por aquello que en ella se vendría a representar: es lo que no se puede suplantar. Hay algo de no intercambiable para la protagonista que el corte de la trenza viene a presentar, algo que no se deja reducir al juego generalizado del consumo y que no se deja comprender al interior del movimiento vaciado de los signos contemporáneos. En esta trenza se afirma ese vínculo del cual hablaba Deleuze, ese vínculo como ‘objeto de creencia’, esa afirmación irreductible de una creencia que no puede ser pensado por el aparato cinematográfico (es lo impensado del cine y de su industria) capitalista. Vínculo que el cine no puede exponer sino como aquello que nos lastima en la pantalla, dejando el rastro de una abertura en la piel de la película que no se podrá cerrar.
A lo largo del largometraje, el crecimiento imperceptible de ese cabello, se muestra (a través del trabajo de montaje) equivalente al crecimiento imperceptible de los árboles y con el suave movimiento de las aguas deslizándose a través del río, hundiéndonos en las lindes imperceptibles de una memoria que une la vida de Yolanda a la vida de las mujeres de un pasado inmediato y remoto: en cada uno de los cabellos que conforman esta trenza, en las ondas del río que fluye en su caída, en las ramas que con ella se dibujan, se derrama un tiempo en el que el cine no podrá entrar; una memoria que crece sin dejarse narrar. Trenza en la que se trenza un tiempo anterior a lo visible cinematográfico y que éste sólo podrá capturar mediante los efectos de sus cortes.
De esta manera, el corte de cabello, su lugar intercambiado en otra cabeza, pone en escena la violencia cinematográfica por el cual el aparato produce y se apropia de lo que no le pertenece representándolo como mercancía en el interior de la industria cultural. El cine no alcanza una vida sin reducirla bajo sus propias exigencias técnicas (convirtiendo, de ese modo, ‘una’ vida en representación de la vida en general: imagen del Pueblo, de la Revolución, del Destino, del Oprimido: en fin, haciendo de ‘una’ vida, la metáfora de cualquier vida y anulando así su carácter específicamente revolucionario: hay una pequeña revolución en esta Yolanda que se niega a intercambiar su cabello por cualquier otra cosa. Que se niega a intercambiar ‘una’ vida por ‘otra’ vida).Por ello, la cámara no la erige en la delegada de lo que reúne una identidad que resulta extraña. Y tal vez por ello el corte produce una ruptura integral de las relaciones entre los personajes. Corte que no tiene reparación, corte que marca la irreductible diferencia de la experiencia Wichí y la experiencia occidental de la vida (es a partir del corte que Yolanda decidirá volver al encuentro con aquel pasado que la rememora). La trenza no es (para Yolanda) tanto la representación de un pasado del cual ella irremediablemente se aleja, sino al contrario, la presencia de una memoria que no se deja apresar: por ello ni la trenza (colocada en la cabeza de la otra adolescente) ni la propia Yolanda se dejan reemplazar por otro peinado, ellas no pueden substituir una falta de la cual no son portadoras. La trenza presenta la plenitud de un sentido que se hace incomprensible fuera del vínculo que ella realiza; es la obstinación, la cicatriz insistente de aquello que en su singularidad no deja de aparecer por fuera de la imagen: es lo sagrado del tiempo, lo sagrado de una memoria que no se puede cortar ¿Será que el film indica, así, en el corte de una trenza, el corte fundador de la cultura técnica cinematográfica contemporánea, como ruptura con aquello que ella no puede hacer visible y de la que no cesa de afirmar su distancia? ¿la ruptura con la dignidad de aquello que el cine no puede hacer pasar a la visibilidad y se vuelve así indigno de cualquier pantalla?
A partir de estas cuestiones, que se elaboran a lo largo del film, nos vemos situados delante de una paradoja: ¿cómo, a través de una herida cinematográfica, dar presencia a aquello que el ojo técnico consigue percibir sólo a partir de su propia violencia destructora? ¿Cómo el cine podría capturar esa memoria que se hunde más allá de los cortes técnicos que producen nuestra visibilidad?
¿No serán esos márgenes que el cine no puede mostrar en su plenitud de vida, la herida que se inscribe en interior del dispositivo cinematográfico como límite de lo que en él no se permite ver? Ese corte de trenza, corte en relación con lo que ella trenza, corte que coloca a la trenza en otro lugar, (corte que desvincula a Yolanda de su pasado), la posición del corte (que la desvincula de su presente), la herida que el corte provoca (Yolanda se sentirá inexplicablemente enferma luego del corte), la separación que el corte instaura, abre al film para la interrogación que se dirige al cine como tentativa de unir lo que él mismo cortó ¿puede el aparato cinematográfico mostrar ese movimiento por el cual pasa una vida, llegando a un pasado al que las imágenes no pueden llegar? ¿pueden llegar las imágenes del cine a colmar la herida por el cual pasa una vida, y desde la cual el pasado fluye hacia nuestro presente?
Para confrontarse a estas cuestiones Seggiaro se volverá contra el aparato y su materialidad: utiliza el procedimiento de pinhole en el proceso de filmado. El pinhole o cámara estenopeica consiste en sacar la lente de la cámara y registrar ‘directamente’ la luz inscribiéndose sobre la piel o el sensor fotosensible de la cámara, produciendo, de ese modo, una visión incongruente con las normas de la ‘buena representación’; es un modo de capturar imágenes de modo ‘no técnico’ que permite el ingreso de un pasado pre-cinematográfico -y hasta pre-fotográfico- obteniendo imágenes que no están ‘fuera de foco’ sino ‘sin foco’; no desenfocadas, sino que sin identidad focal, imágenes en las que el ojo se dispersa en la superficie de la pantalla, provocando distanciamiento e inquietud para aquel que busca alguna identidad visual en lo que se le da a ver: sin identificarnos con la cámara no conseguimos saber lo que tenemos que mirar (la propia cámara no sabe lo que ofrece para mirar) ni podemos reconocernos en el mundo que allí se nos presenta (este cine renuncia a organizar lo que ‘tenemos que ver’). ¿Cuál regla de la mirada seguir? ¿en qué lugar debemos colocarnos para ver? De este modo, a través de ese modo no focalizado, el film da presencia (en lo que de ella no se permite mostrar) a una memoria de los pueblos Wichí como un modo no focalizado de recordar (aberración de la mirada, patología de la memoria, anamorfosis del tiempo) y que el propio cine no consigue ilustrar.
Es en el mismo sentido que el film se encarga de enfatizar la distancias de estas experiencias a partir de la incomunicabilidad de las lenguas que se hablan. Entre el español y el Wichí se abre un mundo que no alcanza a ser traducido. La protagonista, parece encontrarse al abrigo solo en el interior de esa lengua. Solo allí podemos acceder a algo así como la intimidad de Yolanda. Todas las instancias en las que el Wichí habla hacen emerger un pasado que no deja de contornear la vida de Yolanda y conduce a un modo de enunciación del mundo que no permite ser apropiado por el lenguaje de aquellos con los que convive en la cotidianeidad de la casa: es por ese lenguaje que ella entra en las relaciones familiares, es en ese lenguaje como vuelve una y otra vez a entrar en el mundo de su infancia, es en ese lenguaje que la memoria la alberga en la espera de su huida. Instancia en que las palabras se dejan escuchar apenas como una voz. Como la instancia musical en que las palabras se hacen un tono. Esa voz tampoco se deja ilustrar por la cámara: entre lo que ella enuncia y lo que la imagen nos muestra se abre la brecha de una incomprensión que se extiende a todo lo largo del film. Frente a ese canto incomprensible la pantalla devolverá las imágenes al silencio negro en el que las palabras se acumulan sin posibilidad de encontrar allí nada que asegure la unidad entre lo enunciable y lo decible.
Hay una imagen, al menos, en Nosilatiaj, La belleza que nunca podrá aparecer en la pantalla, hay una imagen que la pantalla no podrá soportar, una imagen insoportable, una imagen que sólo se deja pensar como dignidad de lo que resta: la imagen de Yolanda retornada al tiempo ausente, a la memoria en la que el cine no entra, imagen-memoria del tiempo no cinematográfico, de una creencia que no se deja mostrar. Dignidad de lo que no se da a ver. La dignidad de no darse a ver.
En fin, la experiencia Seggiaro del cine se despliega rodeando este punto ciego que aparece inscripto en el interior del aparato cinematográfico. Recorriendo la ceguera como condición propia de las imágenes (no como su exterior imposible, sino como la condición íntima de la invisibilidad a partir de la que se produce lo visible) expone el movimiento por el cual, en el momento en que algo es extraído hacia el reino de lo visible, algo se retira de nuestra mirada. En el momento en que algo es expuesto en su dignidad de aparecer (en la dignidad que el aparato hace aparecer), en el momento en que algo resulta digno de ser visto en la pantalla, otra cosa, que no admite ser mostrado bajo sus reglas, se refugia en una dignidad que no se confunde con lo que brilla en la oscuridad de las salas (¿no es eso el misterio de lo visible, el paso por el cual algo surge a la luz como quiere en sus textos Marie-Joseph Mondzain? ¿ese elemento de lo figural que atraviesa la obra de Lyotard? ¿la Figura que corre por detrás de los cuadros de Bacon según Deleuze?). Existe la ceguera a través de la cual el cine se exhibe como incapacidad extrema de ver: línea de fuga en que ‘una’ vida (una vida de mujer Wichí) aparece como interrupción en la continuidad de la mirada cinematográfica y la corta, la recorta, trenzando en ella una herida con la que el aparato no sabe qué hacer. Presencia del tiempo que, dislocando el ojo, hace aparecer, extendiéndose en la pantalla -hasta ocuparla casi por completo- la cicatriz que las imágenes no consiguen soportar. Presencia de una memoria que el cine no puede mostrar. Presencia de una cultura que el cine es incapaz de exhibir, de una cultura que resiste no dejándose exhibir. Tal vez la promesa del cine porvenir del que Nosilatiaj. La belleza forma parte, sea la de elevar hasta el paroxismo el lugar irreductible que esta herida tiene (que los cortes cinematográficos producen) al interior de nuestra mirada. Presencia pues de ‘una’ vida que se percibe en el fluir de un tiempo que no se puede medir; tiempo inconmensurable de los árboles que extienden su copa y de las aguas que corren río abajo y cuya belleza (que resulta no menos inconmensurable) reside en la calma desmesura del cabello creciendo, obstinadamente, en el medio de ese corte que el cine no podrá curar.
L’image manqueante: lo irreconciliable
“Si pudiese ser descripto (contradicción en los términos) sería parecido del haiku japonés: gesto anafórico, sin contenido significativo, especie de tajo que corta el sentido (el deseo de sentido)” (Barthes,1986, p.62)
También la filmografía de Rithy Panh se confronta a este límite por el cual el cine alcanza el límite de una dignidad que el aparato no puede mostrar. Hay, en L’image manquante (2013), una herida que atraviesa como un tajo la pantalla y abre la mirada hacia aquello con lo cual el film no se podrá reconciliar. Algo que no se deja ver y cuya presencia sangrante no se podrá suturar. No se trata de una simple ausencia, de algo que podría reemplazarse, de una falta que se podría al fin representar. Tampoco de algo exterior al aparato cuya naturaleza extra-cinematográfica el film no podría encontrar, sino de un irrepresentable que las imágenes del director camboyano no dejan de constatar. No nos falta una imagen. Tampoco la hemos perdido. 2Extrañamente las traducciones al español, al portugués y al ingles pierden el carácter activo de lo faltante en el título del film: La imagen perdida, A imagem que falta, The missing picture, respectivamente parecen poner el acento sobre la imagen y no sobre lo faltante en ella Se trata más bien de un faltante que se inscribe en las imágenes del cine atravesándolas. ¿Qué es eso faltante en la imagen? ¿Qué es esto faltante que envuelve al cine y que no se deja mostrar en la pantalla?
Dedicado al ejercicio paciente del documental, Panh ha explorado con atención minuciosa el archivo por el que se muestra al pueblo camboyano cercado entre la violencia del terrorismo de estado y la violencia del capitalismo neoliberal. Así, por ejemplo, en S21: La máquina de muerte de lo khmer rojos (2003), donde víctimas y victimarios son colocados frente a frente para que la violencia que se niega en los discursos aparezca como evidencia inscripta en la memoria de los cuerpos: llevados al extremo, los victimarios realizan y repiten los gestos que detallan los procedimientos de tortura y asesinato ejercidos sobre los presos del régimen. O en Bophana (1996) en que se reconstruye el archivo de una mujer cuya imagen recorre buena parte de los films de Panh y que fuera sometida a la prisión, la tortura y la muerte por el increíble crimen de escribir cartas de amor a su novio (miembro del ejercito Khmer a su vez también asesinado). O en Duch: maestro de las forjas del infierno (2011), donde el ex-jefe de campo de exterminio -escudándose en la fácil excusa del olvido- quiere negarse a la evidencia de las fotografías, de sus firmas en los registros, pero que finalmente acaba aceptando lo que las imágenes ya no le permiten ocultar. Pero no sólo se trata de hacer visible el terrorismo de estado. Los efectos de la devastación humana también se inscriben en los cuerpos con la llegada del neoliberalismo tras la caída del régimen comunista. La violencia se repite más allá del terror institucionalizado y de las contrariedades ideológicas. Por ejemplo en Site 2 (1989, su primer largometraje) donde se muestra el grado extremo en que la vida sobrevive en los gestos mínimos por los que un campo de refugiados se convierte en un inesperado hogar para los miles desplazados camboyanos. O en Los artistas del teatro quemado (2005) , donde actores sin escenario perpetúan en el vacío los gestos de una tradición teatral que ninguna política turística quiere mirar.
A lo largo de toda esta inmensa producción, impresiona en los films de Panh la sobreabundancia del archivo. Impresiona la sobreabundancia de imágenes en las que los cuerpos son sometidos a la fuerza de una opresión que atraviesa ideologías. Y, sin embargo, parece que más allá de esa acumulación extraordinaria, algo no se ha dado a ver aun. Parece que pese a todas las fotografías que muestran el horror, y pese a todas las imágenes en las que vemos los efectos de un pasado terrible, siempre en ellas algo se da faltante.
Algo hay que no se registra y que la luz no quema en el celuloide. Algo que no se fija en la película y no deja de desviarse en el interior de lo que se muestra. Algo así como un fantasma que envolvería permanentemente al cine como un invisible que el propio aparato no puede hacer aparecer: algo que la materialidad fílmica no puede soportar. 3Una cuestión semejante puede ser pensada a partir del cortometraje Restos, de Albertina Carri en donde se presenta el límite material de la imagen cinematográfica para soportar el pasado Algo insoportable para el cine (tal vez porque él forma parte de ello). L’image manquenate se propone pues interrogar el límite de lo que el cine es capaz de representar. Y de esta forma Rithy Panh, el ‘agrimensor de la memoria’ como él mismo se denomina, nos indica la distancia irreductible que se abre entre el ejercicio de la historia como búsqueda de la verdad y la justicia y el ejercicio de la memoria que no logra dar con ninguna imagen como prueba de sus experiencias (en varias entrevistas y artículos el realizador se aleja de la posición del justiciero, saca al cine documental del lugar de la historia y de la verdad: el problema en el cine no es la verdad sino la configuración de un sentido que permita hacer vivible el presente). Tal vez por ello este filme nos muestra que más allá de la justicia y de la verdad se encuentra la vida de aquellos fantasmas que no aceptan reconciliación y cuya imagen no puede sino faltar. La imagen faltante tal vez sea esa que necesariamente (como lo afirma la voz en off al final del film) debe faltar: porque a través de la memoria el presente exige no reconciliarse con el pasado. Lo faltante sería quizás eso, lo irreconciliable entre el presente y el pasado: lo que el cine no puede mostrar, las vidas arrancadas por la violencia de un corte. La imagen puede testimoniar en el orden histórico jurídico de la verdad. Es allí plena, completa, entera. Pero es lo faltante para una memoria que no tiene en ellas su lugar. Para una memoria que quiere recordar una vida que no hace sino faltar. Para una vida que es una y otra vez, lo faltante del presente. Y que no cesa de repetirse faltante cada vez que esa ausencia de imagen nos asalta.
L’image manquante , en este sentido, es una tentativa por hacer cine ahora, aquí, cuando no hay ya ni siquiera ‘justo una imagen’ (justo ahora que hay tantas imágenes). Tentativa que exige, en la ausencia del ‘justo una imagen’, que el film descubra que esa imagen faltante no es un error, ni un efecto de la una mala voluntad del cine, sino parte de su propia condición. En fin, que eso faltante es la condición del cine frente a sí mismo. Y es que lo faltante, lo que siempre falta es también lo producido por el cine. La voz que acompaña las imágenes lo afirma varias veces: Lo faltante es la herida interior al cine constituyéndolo en esta máquina que es tanto de visualidad como de olvido. Lo que ella produce es la disponibilidad del pasado como olvido. Así, si en S 21 La máquina de matar de los khmer rojos se mostraban los procedimientos industrializados de la muerte como condición del exterminio masivo, ahora se muestra que es necesario, para que la forma industrializada de la muerte exista, una producción industrial del olvido que la complemente. Y el cine encuentra su lugar allí: como máquina industrial del olvido. Si sobreabundan las imágenes es porque ellas tal vez, en su exceso repetido, borren lo que muestran, impidan el recuerdo de lo que olvidan, anestesien la sensación de lo que producen. Si la imagen quiere ser el lugar en el que se resguarda la memoria, lo faltante en la imagen es también lo que en ella no se deja recordar. En fin, L’image manqueante muestra que hay algo irreconciliable que el propio cine produce como su faltante, como esa imagen que siempre será su fantasma faltante, su virtual acechante. Se trata, llegados a este punto, de mostrar en las fracturas que se abren entre las imágenes, aquello que la memoria no deja de recordar. Y desde entonces, desde que se comprende que ya no es posible encontrar ‘justo una imagen’ desde que ya no se puede esperar que el registro revele lo que la imagen oculta, es necesario devolver la dignidad de lo faltante produciendo la imagen que el cine no puede revelar: ahí están los personajes resurgiendo del polvo, efímeros muñecos de barro realizados con la mano artesana que les devuelve la forma, en que los fantasmas toman cuerpo: ¿será que ahora los fantasmas dan vida a la materia inanimada a la que se los quiso reducir (ellos que debían ser ‘reducidos al polvo’ como modo extremo de deshumanización en el lenguaje de los khmer rojos)? Tal vez allí se justifique el extraño contraste por el que los fragmentos recuperados de viejos filmes del régimen Khmer, grisáceos y corroídos por el tiempo, no dejan de estar asediados por el sentimiento de una muerte inevitable, mientras que las figuras de barro -pese al dolor que pasa por ellos- dan lugar a la presencia de una vida que el cine no puede ya mostrar: la vida faltante, la vida irremediablemente faltante en las imágenes que el cine nos da a ver. Allí están también los restos de films (heridos por la fatiga del óxido de la latas, dilacerados por las tijeras, quemados por la brutalidad del fuego o simplemente expuestos a la intemperie del olvido) exponiendo en sus granos la debilidad del registro cinematográfico y allí está también el contraste entre la voz en off que exalta los logros de la revolución en los noticiarios de la época producidos por el régimen y la voz que hoy enuncia su fracaso. Irreconciliables también esas imágenes y esos discursos, irreconciliables lo que ellos enuncian y el modo de la enunciación. Irreconciliables el mundo que las palabras designan y el mundo que la pantalla hace ver. Irreconciliable lo que buscamos en las imágenes y lo que ellas nos pueden mostrar. Finalmente, el film no deja de señalar un faltante fundamental que coloca una interrogación política sobre el aparato: el cine nunca estuvo allí donde pretendía estar. O bien siempre estuvo del lado de la producción de violencia. Él siempre estuvo del lado de los discursos y las tentativas oficiales por imponer una imagen de lo real. Él es lo faltante: no pudo registrar, no pudo dejar que el celuloide fije en su cuerpo la verdad. El cuerpo del cine se expone como lo faltante en las imágenes. Como complicidad del cine con aquello que impide que veamos lo que vale la pena ver. 4Nuevamente, tal vez Restos de Albertina Carri encuentra en esta cuestión un movimiento de contacto con L’image manqueante
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A toda imagen le falta siempre algo. Ese resto, eso que no se da a ver es lo que estructura las imágenes: lo que la rodea y le promete su ceguera. El fantasma que la asedia y que la rodea con su impasibilidad. ¿Qué imagen falta? Aquella que el cine es incapaz de registrar: lo faltante en el cine. Aquella que el cine no deja aparecer: lo que en el cine no puede comparecer. Aquella en la que la creencia no se deja ver como vínculo con el mundo. Aquella cuya dignidad pone en cuestión la dignidad del aparato cinematográfico: lo que no puede sino faltar en su interior. Aquella que pone al cine frente al límite de su propia dignidad: lo faltante como dignidad irreconciliable que atraviesa como un corte, como un tajo, como una herida, el brillo que ilumina las miradas cinematográficas.
Bibliografía
AAVV (sous a direction de Eric Alliez). (1998) Gilles Deleuze. Une vie philosophique. France: Sinthelábo.
Barthes, Roland. (1986) Lo obvio y lo obtuso. Buenos Aires: Paidós.
Deleuze, Gilles. (1987) Escritos sobre cine 2. La imagen-tiempo. Buenos Aires: Paidós.
Dotte, Jean-Louis. (2012) ¿Qué es un aparato estético? Benjamin; Lyotard, Rancière. Santiago de Ch
Ulm, H. (2016). La herida cinematográfica, laFuga, 18. [Fecha de consulta: 2024-10-07] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/la-herida-cinematografica/788