La rigurosa ambigüedad que rodea al concepto de belleza ha sido desde siempre un índice de las dificultades que toda sociedad ha tenido para establecer una definición precisa y definitiva de lo que parece ser más placentero a los sentidos.
La belleza parece convocar certezas sólo en el momento justo en que ya su huida está planificada. El concepto escapa a las categorías desde el momento mismo en que deseamos ubicarlo en alguna, aunque todos sepamos de qué estamos hablando cuando nos referimos a ella. La desesperación de los que buscan certidumbres y fórmulas explicativas encuentra un buen consuelo en el concepto de clásico. Una forma de lo bello sería lo clásico, lo permanente e inmutable. La Venus de Milo es una belleza clásica, Las señoritas de Avignon, en cambio, siguen resultando muy modernas para la mayoría, aún un siglo después de ser pintada por Picasso. Evidentemente el pintor español no aspiraba a que sus figuras sedujeran por su “belleza”, más bien buscó espantarnos por lo contrario. El cuadro podrá ser admirable como gesto estético, pero las mujeres retratadas son de una fealdad cruelmente explícita. Esto nos permite entender que la belleza en arte no tiene que ver con el tema ni con la apariencia, sino que con su tratamiento, y éste no tiene directa relación con lo que resulta epidérmicamente hermoso, sino que con lo que es expresivamente significativo.
Una obra de arte tanto expresa como significa y deja de tener la condición de arte cuando pierde estos objetivos. Una obra abstracta podrá no ser directamente significadora, pero sí deberá ser al menos expresiva, lo que implica finalmente una intención, manifiesta o no, de significar algo, traducible o no a otras categorías de lenguaje.
La belleza pertenece en arte al nivel de estas intenciones más profundas, por lo que podemos considerar bella a La Gioconda que es el retrato de una mujer nada de hermosa, pero que es capaz de perturbarnos y seducirnos desde hace cinco siglos a causa de su belleza pictórica. Por su lado Venus del espejo de Velásquez muestra un cuerpo desnudo de evidente atractivo físico, pero lo que hace que la pintura nos resulte bella es su misterio, la armonía de su sobria gama de colores, las sutiles veladuras de color que componen el espacio y el volumen ilusorio en que nuestra imaginación logra instalarse. Quien nada entienda de todo esto podrá llamar “bonita” a la Venus por tener un cuerpo parecido al de una modelo contemporánea de cualquier revista erótica.
El cine ha debido contar con todo esto para que pueda ser considerada una disciplina artística y expresiva. Y esto no sólo en el ámbito de la realización, también en la constitución de su mitología. La diferencia entre la “bonitura” de Marilyn Monroe y la belleza perturbadora de su mirada infantil, estremecida por una afectividad inconclusa y una sensualidad inocente, hacen que ella siga siendo uno de los mitos imbatibles del Séptimo Arte. No son el artificio de su color de cabellos o la generosidad de sus escotes los que mantienen a la Monroe en el imaginario colectivo, es la armoniosa relación que va de la forma al contenido y viceversa.
Ateniéndonos a que la expresividad de una obra surge de una voluntad manifiesta de lograrla, al margen de los resultados obtenidos, conciente o inconcientemente, podríamos afirmar, quizás polémicamente, que el cine chileno acaba de cumplir cincuenta años y que todo lo anterior ha sido cinematógrafo.
La diferencia entre una cosa y la otra dependería justamente de su voluntad expresiva. Seguimos en esto la terminología utilizada por Edgar Morin en El cine o el hombre imaginario, según la cual el cinematógrafo sería el instrumento técnico inaugurado por los hermanos Lumière, mientras que el cine sería ya el lenguaje expresivo que se desprende del mecanismo.
En el cine chileno del primer medio siglo existe una voluntad de dominio técnico más que de expresividad artística, como es posible deducirlo de los no muy numerosos ejemplos sobrevivientes hasta hoy. Incluso una película llena de méritos, como El húsar de la muerte (1925) de Pedro Sienna, deja ver con claridad que sus virtudes son de factura más que de creación narrativa, lo que no evita que la consideremos un hito importante en nuestra evolución cinematográfica. Esto se vuelve más diáfano en la medida que comparemos la obra de Sienna con la humilde y sencilla Mimbre (1957) de Sergio Bravo, en la que en nueve minutos asistimos a una lucha por develar la verdad más profunda de un gesto artesanal y creativo como el ejecutado por Manzanito, tejedor de mimbre. La obra de Bravo pareciera estar inventando el lenguaje cinematográfico, mientras la de Sienna está registrando una acción teatral captada por una cámara más dúctil a la acción que creadora de ella.
Los cincuenta años de Mimbre han sido bastante celebrados el año recién pasado y han merecido estudios por publicar y una restauración que permitirá su mayor difusión y es forzoso reconocer que lo merece. La voluntad expresiva cinematográfica no es una simple declaración de intenciones, es lo que hace significativo a este pequeño documental y lo transforma en un hito en la búsqueda de las formas propias de nuestra cultura. De ahí en adelante observaremos con evidencia que el cine chileno inicia su búsqueda creativa, sus ansias de autonomía expresiva y su aspiración trascendente a la belleza.
Cuando al comienzo de los setenta hizo su abrupta aparición El chacal de Nahueltoro (Miguel Littin, 1969) hubo sectores conservadores que criticaron la película por tratar un tema sórdido, cuando el cine chileno tenía a disposición “tantos paisajes hermosos y buenas gentes”. Pero la película de Littin no buscaba la estimulación turística, ni siquiera la perfección técnica. Tampoco andaba tras del agrado plástico Tres tristes tigres (1968) de Raúl Ruiz, a la que un certero crítico llamó “una foto de carnet de nuestra identidad nacional”. Aun hoy, con las restauraciones que se le han hecho, los diálogos de la película de Ruiz siguen siendo apenas comprensibles, lo que no es muy importante para comprenderla, pero no es discutible su capacidad de indagación en los comportamientos de cierto grupo social, altamente significativo de nuestros límites culturales. No es difícil entender que la belleza de la obra está a un nivel más profundo que la superficie patinada y en colores que intentó ofrecer, por contraste, el cine más comercial de aquella época.
Las urgencias ideológicas primero y políticas después del setenta y tres rebasaron las intenciones estéticas de buena parte de nuestro cine. Más que buscar una expresividad creativa el cine fue utilizado como instrumento de conocimiento directo de ciertas realidades, o como denuncia de lo que se ocultaba en las zonas oscuras de un régimen que entendió siempre al arte como adorno para los interiores institucionales del país.
Ante tamañas exigencias el cine se prestó a ser instrumento de una lucha y sus logros fueron evidentes en ese terreno. No parece necesario subrayar esto, ya que forma parte de la historia más reciente del país, aunque sea una historia social y política, pero no estética.
Terminadas las urgencias el cine tendría que haber regresado a su vocación más profunda de instrumento expresivo, de lenguaje estético ampliamente reconocido como tal por todos los niveles sociales. Después de todo el cine tiene una marcada filiación popular desde su origen, al margen de que exista también cine de elite, válido e importante para la historia de la cultura.
¿Pero cómo ha enfrentado esa vocación expresiva el cine chileno de la reconquistada democracia? ¿Ha logrado retomar su misión estética o se ha quedado anclado en la funcionalidad directa y eficaz que le exigían los tiempos de lucha inmediata para dar cuenta de una realidad conflictiva como la que se vivió durante la dictadura?
La pregunta surge cuando tenemos la oportunidad de comparar los productos más recientes con los del período álgido de los años sesenta y comienzos de los setenta. Sin duda las circunstancias son distintas, también los gustos del público y especialmente las condiciones de producción. Hoy las facilidades comienzan por los fondos estatales, continúan por el acceso a la tecnología y desembocan en el sistema de distribución internacional, todo lo cual contribuye a que los riesgos y urgencias expresivas se vean endulzados por otros componentes menos tajantes.
No cabe duda que podemos reconocer obras que han buscado, y encontrado, el vehículo para dar cuenta de las circunstancias actuales y llevar esa visión a un público más amplio. Obras como Julio comienza en julio (Silvio Caiozzi, 1979), Cien niños esperando un tren (Ignacio Agüero, 1988), Johnny cien pesos (Gustavo Graef-Marino, 1993), La frontera (Ricardo Larraín, 1991), Taxi para tres (Orlando Lübbert, 2001), Y las vacas vuelan (Fernando Lavanderos, 2004) o Días de campo (Raúl Ruiz, 2004), por citar algunas, son intentos logrados de retratar lo que somos a través de una forma cinematográfica de gran eficacia. ¿Son, por lo tanto, obras bellas?
Se afirma que el gran criterio del arte es el tiempo y en este sentido los cincuenta años de Mimbre le dan una importante delantera frente a estos títulos, a veces demasiado cercanos en el tiempo como para tener una perspectiva que los valide en forma definitiva. Tal vez la pregunta correcta sería sobre la primacía de logros entre lo representacional y lo expresivo. ¿Son películas chilenas por lo que muestran de Chile o por la forma en que lo hacen? En todos los casos mencionados se puede observar una intención de correcta caligrafía y ortografías cinematográficas que no intentan constituir ningún desafío a las formas establecidas.
Más aun, esto es el principal valor destacado por la mayoría de la crítica local, exceptuando quizás el caso de Días de campo, cuyo director Raúl Ruiz es casi el sinónimo de las trasgresiones de lo convencional convertidas en el fin último de su cine. La comparación se vuelve casi inevitable, por un lado Ruiz y por el otro todos los demás: ¿un creador en oposición a un grupo de artesanos? Posiblemente, siempre y cuando consideremos a Ruiz un creador no tanto por sus rupturismos formales, que son sólo una estrategia posible, sino que por lo que es capaz de hacernos reconocer ante el espejo recompuesto de su particular estética. Aunque de todos modos cabría preguntarse si eso es privativo de las obras más complejas estéticamente o puede alcanzar también a las obras meritorias por sus valores artesanales. La Frontera o Machuca (Andrés Wood, 2004), incluso la irregular El chacotero sentimental (Cristián Galaz, 1999), son películas que obedecen a una intención representacional bastante evidente. Tocan temas de fácil reconocimiento, colocan a los espectadores frente a valores morales ya establecidos y los muestran con la evidencia de lo probado como correcto. Junto a eso la función mimética de la imagen cinematográfica encuentra espacio y ocasiones abundantes para justificar su fama como lenguaje figurativo y realista. En ningún caso son películas que pretendan, ni siquiera a nivel inconsciente, cuestionar los presupuestos que tenemos sobre la realidad. He ahí su límite más explícito. En cambio el tiempo favorecerá la información que nos entrega sobre una época que ya no será y ahí es donde florecerá belleza en sus mejores momentos. No serán obras expresivas, pero si testimonios, a veces muy sentidos, de un momento de nuestro devenir social.
¿Dónde está entonces la expresividad de los tiempos presentes?
Pareciera como si tantas pruebas y exigencias anteriores hubieran reducido las expectativas de nuestro cine para dejarlo cumpliendo sólo una función práctica, casi utilitaria, como reflejo reconocible del acontecer presente. Paradójicamente, esto parece suceder en tiempos de mayores facilidades técnicas y materiales. ¿Es que acaso se nos está “acomodando” la creatividad en aras de una funcionalidad de más corto alcance? No sería extraño ni único nuestro caso. Se podrían citar algunas obras arriesgadas que han buscado una vía inédita de expresión y es muy posible que se trate de las que menos alcance tienen para llegar al público. Documentales como Arcana (Cristóbal Vicente, 2006) o los cortometrajes de algunos jóvenes debutantes parecen ser el espacio residual de la auténtica creación cinematográfica. Lo demás puede llegar a alcanzar el meritorio nivel de lo eficazmente artesanal, en el mejor de los casos. Después de todo el sueño más difundido entre los realizadores y el gobierno es el de crear una industria. No se sabe muy bien cómo, considerando que contamos con una reducida población nacional poco proclive a ir al cine y con escasas iniciativas que fomenten la cultura cinematográfica o amplíen su convocatoria pública.
Aquí de la belleza es mejor ni hablar, ya que el naturalismo más chato abunda en todos los casos. Bajo la justificación de “así es como hablan los chilenos” los garabatos y reduccionismos varios abundan en las bandas sonoras, que se confunden promiscuamente con los peores telefilmes nacionales. No es muy distinta la actitud en las imágenes, en las que la fealdad de lo cotidiano parece ser la premisa sobre la que se garantizaría la autenticidad de una obra cinematográfica chilena actual. Nada de esto contribuye a hacer exportable al cine chileno, menos aun a hacerlo más creativo, ya que la pasividad que implica el registro naturalista, no filtrado ni siquiera por una ideología, opta por el menor esfuerzo a la hora de las elecciones narrativas.
Intentando hacer lo contrario, el cine de animación optó por doblar en México las voces y estilizar los fondos hasta borrar torpemente cualquier referencia cultural que pudiera tener un personaje tan chileno, y universal, como Papelucho. Resultado: nadie se podía identificar con lo que no ocurre en ninguna parte ni en ningún tiempo. ¡Qué se cuide Condorito! Más logrado, aunque falte todavía madurez, es Mirageman (Ernesto Díaz Espinoza, 2007), un superhéroe que anda en micro y con definitivo mal gusto a la hora de diseñar su divisa y totalmente alienado a la hora de elegir su nombre, pero que igual defiende a los débiles y abandonados por un sistema de triunfalismo económico que ha perdido el rumbo. Ahí sí que hay identidad.
Pero el tema de la identidad es demasiado vasto para este espacio, aunque sea esencial a la hora de desarrollar un concepto de belleza, que como todo buen anzuelo atrapa por lo manifiesto para conducirnos al desconocido terreno exterior de lo latente, lo arcano, lo cósmico. Es decir todo aquello a lo que accede un creador cuando explora la verdad, la bondad y la belleza del mundo que ama, aunque lo aterrorice, y que desea compartir con sus semejantes.
Quizás después de todo no se necesiten genios creativos ni Artistas con mayúsculas, bastaría con tener buenos padres de familia que nos transmitan con amor un concepto de belleza, que atraviese desde el pasado y nos oriente hacia los valores discernibles del futuro.
Vera Meiggs, D. (2008). Sobre una noción de belleza , laFuga, 7. [Fecha de consulta: 2024-10-10] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/sobre-una-nocion-de-belleza/299