Vicente J. Benet es Catedrático del Departamento de Ciencias de la Comunicación en la Universidad Jaume I de Castellón, España. Es director del Instituto Interuniversitario de Investigación Institut Interuniversitari de Desenvolupament Social i Pau y miembro del grupo de investigación DESPAZ - Desarrollo Social y Paz. Se especializa en Historia cultural de las imágenes (cine, medios audiovisuales y arte), particularmente en la representación de la violencia y la guerra, así como en la construcción de imágenes de paz y del funcionamiento social de las imágenes. Es autor de diversos artículos y libros especializados en la historia cultural del cine clásico, la historia del cine español, y las conexiones transnacionales en la producción cinematográfica, como El tiempo de la narración clásica (Filmoteca de la Generalitat Valenciana,1992), Un siglo en sombras. Introducción a la Estética y la Historia del cine (Ediciones de La Mirada, 1999), “La Cultura del Cine. Una introducción a la historia y la estética del cine (Paidós, 2004), Las masas en el cine de entreguerras (Museu Valencià de la Il·lustració i de la Modernitat, 2008) y El cine español. Una historia cultural (Paidós, 2012). En esta entrevista revisamos algunos planteamientos suyos que nos dieran luz sobre el estudio y aproximación al cine clásico desde una perspectiva cultural.
MP: Este dossier está centrado en la idea de “cine clásico” en un sentido muy amplio. Para ti, ¿a qué se refiere o debería referirse esta categoría, considerando que podemos llamar clásico a un período con modalidades heterogéneas, a un estilo o a un modo de producción?
VB:Efectivamente, podemos encontrar diversas maneras de abordar el concepto de “cine clásico”, así que me gustaría plantear, de partida, un modelo de síntesis. Desde la perspectiva de la historia cultural del cine a la que me dedico, propondría que atendiéramos principalmente a la convergencia de cuatro factores dependientes entre sí. Brevemente, el primero de esos factores remitiría al estado de la tecnología, que puede llegar incluso a redefinir la propia naturaleza del cinematógrafo en un momento dado. Se podría observar, por citar dos casos muy evidentes (luego tendré la oportunidad de nombrar más), en la transición del cine silente al sonoro y del formato analógico al digital. El segundo factor apuntaría a la organización de la industria cinematográfica. El cine como institución ha sufrido profundas transformaciones a lo largo del tiempo en los procesos de producción, de distribución y de exhibición. Esto ha tenido un impacto decisivo tanto en los procesos creativos como en sus modos de consumo. El tercer factor se referiría a la configuración del estilo cinematográfico. Se trataría de observar la evolución de las formas expresivas (a menudo vinculadas a los avances tecnológicos) y las prácticas creativas que buscan la innovación y a su vez la imprescindible aceptación por parte del público. Si resultan eficaces y son aceptadas, las nuevas soluciones estilísticas se expanden rápidamente a escala internacional y son objeto de un tráfico de ideas que, dicho sea de paso, ha funcionado desde los orígenes del cine. El último factor es el que nos ubicaría ante el pensamiento histórico. Se centraría en pensar el papel cultural y social que cumple la institución cinematográfica como espacio de conocimiento, de experiencia y de entretenimiento del público en un momento histórico dado. La configuración de la recepción de los filmes, el moldeamiento del gusto de los espectadores, pero también las posibilidades creativas o de lo “decible”, dependen fuertemente de los contextos en los que nos situemos. De entrada, hay que tener en cuenta que estos factores que he enumerado se encuentran en proceso de cambio permanente. Además, hay ocasiones en las que, movidos por algún efecto desencadenante, interactúan con tanta intensidad que acaban produciendo situaciones que denomino de “crisis”, es decir, de transformación significativa de la institución cinematográfica.
A escala temporal, solemos ubicar el cine clásico aproximadamente en las tres décadas que van desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta el progresivo desmantelamiento de la estructura de producción basada en grandes compañías, los Estudios, a finales de los años 40. De manera muy general, en el campo de la tecnología cinematográfica, se produjo durante esos años un desarrollo exponencial de los recursos ópticos y fotográficos, las emulsiones y sensibilidad de los soportes fílmicos, el diseño de efectos especiales y finalmente, el tratamiento de la vertiente auditiva. Todo esto acabará convergiendo en la eclosión del cine sonoro entre finales de los años veinte y principios de los treinta. En cuanto a la organización de la industria, la Primera Guerra Mundial condujo a la hegemonía definitiva de la industria de Hollywood frente a las que habían sido poderosas industrias europeas. Estas se encontraron abocadas al esfuerzo de la guerra y sujetas a los bloqueos comerciales. Establecido el dominio de sus redes de distribución a escala internacional, el cine norteamericano fue organizándose principalmente en torno a grandes compañías (los estudios) que tendieron hacia la concentración de las diversas facetas del negocio y a la concepción de una producción en serie, sacando el máximo partido de los diferentes departamentos creativos y técnicos de cada compañía. Esta manera de organizar el negocio intentó ser replicada a escala internacional (en países tan diferentes como Japón, México, China, España, Alemania…) por compañías nacionales más o menos pudientes, muchas veces alumbradas a partir de pactos con las potentes redes de distribución norteamericanas.
La dimensión estilística dependió en gran medida de esta producción concebida de manera serializada. Por un lado, a través de las fórmulas de montaje y puesta en escena plegadas a una serie de convenciones (continuidad, raccord, función expresiva del rostro en el primer plano…, etc.) que se habían mostrado como más eficaces para transmitir al público historias emocionantes. Por otro lado, a través de una serie de patrones que facilitaban la elaboración del producto: los diferentes géneros cinematográficos (western, musical, melodrama, comedia…) creaban modelos narrativos e iconográficos que se proyectaban por las diferentes películas y facilitaban las tareas de producción de acuerdo con unas expectativas fijadas en el público. Además de los patrones genéricos que facilitaban la producción en serie, el estilo de Hollywood también se apoyó en un elemento esencial tanto para su comercialización como para su elaboración iconográfica: las estrellas. Por último, el cuarto factor nos haría reflexionar sobre el impacto social y cultural del cine que encontró su momento culminante durante esos años. Creo que no hace falta insistir demasiado en la importancia sociológica, cultural y política del cine en el periodo. La generalización de la televisión a partir de los años 50 y sobre todo los 60 erosionaría considerablemente ese carácter hegemónico.
Dicho todo esto, hay un elemento determinante que nos ayuda a establecer un aspecto esencial del cine clásico: su configuración como un “estilo internacional”, basado en parámetros expresivos que buscaban ir algo más allá de la mera estandarización del producto. La demanda más básica de la producción serializada se cubría con las películas de menor presupuesto, las de serie “B”, habitualmente adheridas a las fórmulas genéricas más simplificadas y protagonizadas a menudo por estrellas de segundo nivel. Sin embargo, las compañías dedicaban enormes recursos a grandes proyectos que buscaban el reconocimiento como productos “artísticos”, protagonizadas por las grandes estrellas y que buscaban el aval de la crítica, los festivales o los premios. No sólo se trataba, por lo tanto, del negocio, sino también del prestigio (aunque, obviamente, ambos elementos van unidos). En breve: las producciones de prestigio del cine clásico buscaban ofrecer al espectador también una experiencia de tipo estético como un valor añadido. En este sentido, a pesar de que el Sistema de Estudios estaba controlado férreamente por los productores, se dejaba un terreno abierto a ciertas prácticas digamos “autorales” que redundaban en esa dimensión “artística” añadida por las compañías a sus campañas de marketing. En cierto modo, contar con algunos directores prestigiosos en nómina complementaba, aunque fuera de manera subsidiaria, la política de las estrellas de las compañías. Y no sólo se trataba de directores, también debemos tener en cuenta a los técnicos (directores de fotografía, escenógrafos…), intérpretes o compositores musicales, que formaban parte de un tráfico de talento muy intenso en esos años, especialmente en el periodo de entreguerras. Como bien sabemos, Hollywood se convirtió en el gran polo de atracción por el poder de su industria, y allí desembocaron muchos europeos e incluso hispanos o asiáticos movidos por sus ansias de triunfar en la máquina de sueños. Gran cantidad de ellos también se vieron forzados a desplazarse por las vicisitudes políticas del periodo, fundamentalmente las persecuciones desatadas por los Estados totalitarios. En cualquier caso, no hay que olvidar que este tráfico no se agotó en Hollywood y también hubo movimientos constantes de técnicos y autores por las grandes industrias cinematográficas del resto del mundo.
¿Crees que es pertinente aún utilizar la categoría “clásico” en los estudios de cine? ¿de qué manera?
Los procesos descritos en la pregunta anterior se refieren al momento que convencionalmente consideramos como el apogeo del cine clásico desde el punto de vista de la historia del cine. Entre otras razones, porque surge de un momento de “crisis” (en el sentido en el que entiende el término Rick Altman) en el que la tecnología, la organización de la industria, el estilo y el contexto socio-cultural dieron lugar a la constitución de una institución hegemónica, tanto como modo de entretenimiento como de experimentación de las fórmulas expresivas de los lenguajes de la modernidad. Y no sólo en el ámbito puramente audiovisual, sino incluso del narrativo o dramatúrgico. Este aspecto, ha sido tratado de manera muy reveladora por David Bordwell en su libro Reinventig Hollywood (2017). Pero si extendemos el concepto de lo clásico más allá de la perspectiva histórica, entramos en un territorio tan vasto y complejo como difícil de definir. En cierto modo, pienso que la apelación a lo “clásico” remite a los criterios que validan cultural y socialmente la institución cinematográfica en un momento dado. Dicho de otra manera, delimita los argumentos a través de los cuales se construye el “canon” cinematográfico de una época. No cabe duda de que, desde una perspectiva más o menos generalizada, hay películas que asumen el calificativo de “clásicas” por la complejidad y la riqueza que encierran. Son clásicas en el sentido en que describía Ítalo Calvino: nunca terminan de decir lo que tienen que decir, más allá de modas y épocas. Tienen por lo tanto una irreductible capacidad de despertar lecturas actualizadas tanto en el pasado como en el presente. Y en este sentido, podríamos hablar de Sin aliento como un clásico de la Nouvelle Vague, las películas de Sergio Leone como clásicos del spaghetti-western o de El padrino como un clásico del cine de gánsteres moderno, que todavía nos interpelan. Todas ellas incluyen lecturas que podemos relacionar con los cuatro factores descritos antes, pero, además, revelan un modo de concebir el canon cinematográfico flexible y mutable.
El caso en el que la mutabilidad del canon ofrece un diagnóstico sobre su funcionamiento en la sociedad contemporánea lo encontramos en esas inevitables listas que aparecen periódicamente de las mejores películas de la historia del cine. En la debatida revista Sight and Sound de 2022 sólo había, entre las veinte primeras, dos películas del Hollywood de los grandes Estudios entre 1918 y 1948: Citizen Kane (1941) y Sunrise (1927). Esto nos revela mucho sobre el papel que cumple la institución cinematográfica en nuestros días, en la que una película como Jeanne Dielman (1975) asume la valoración más alta entre los especialistas y puede ser concebida como un “clásico” del cine, ya que responde a los valores de la sensibilidad feminista de nuestra época. Del mismo modo, películas que ocupaban un lugar privilegiado en el pasado como Gone with the Wind (1939) o The Birth of a Nation (1915) desaparecen del canon actual. Por lo tanto, y volviendo a lo que decía Calvino, son películas que, aparentemente, han terminado de decir lo que tenían que decir en nuestra sociedad contemporánea.
En tu trabajo La cultura en el cine (2004) te refieres a la necesidad de realizar una “historia crítica” del cine, que busca analizar el fenómeno cinematográfico en su dimensión estética, cultural, política y económica, desde el panorama del pensamiento cinematográfico actual. En esta línea ¿cuáles podrían ser las utilidades de la estudiar la historia del cine, pensando en el contexto actual? ¿y en particular el cine del “periodo clásico” o el “cine clásico”, de qué puede hablarnos hoy?
Como ya he incidido bastante en las preguntas anteriores sobre el fundamento de esa historia “de crisis” que guía mi trabajo, abordaré la cuestión desde una perspectiva un poco diferente. Lo que me interesó de la propuesta de Altman es que, en cierto modo, se trataba de una aproximación que buscaba superar las explicaciones narrativas, causales, teleológicas y diacrónicas de la historia del cine a base del establecimiento de una serie de giros (los puntos de crisis) en los que esa aparente continuidad de la historia del cine se quebrantaba. Y ese momento de ruptura podía llegar a suponer incluso una nueva conceptualización del medio y de la propia institución cinematográfica, como explica Altman con respecto a la llegada del sonoro. Otro ejemplo: en la década pasada, cuando se instauró definitivamente el paso del cine analógico al digital, se habló bastante de la “muerte del cine”. André Gaudreault y Philippe Marion detectaban en su libro La fin du cinéma? Un média en crise à l’ère du numérique, típico de ese momento, hasta siete “muertes del cine” a lo largo de su existencia. Algunos de sus ejemplos parecen un poco irónicos, pero otros nos hacen repensar las transformaciones en la producción y la recepción de las películas por la interacción de los cuatro factores descritos anteriormente. Por citar algunos de estos puntos de “crisis” que me parecen particularmente relevantes (no son los únicos) podemos pensar en las profundas transformaciones que supone la aparición de salas específicas para la proyección cinematográfica alrededor de 1907-1910; o en la reconfiguración de la industria por las redes de distribución internacional de las grandes compañías norteamericanas durante la Primera Guerra Mundial; o en la llegada del sonoro, o en el desmantelamiento de la forma de producción de los grandes estudios coincidente con el final de la Segunda Guerra Mundial; o en la generalización posterior de estrategias de producción centradas en proyectos que alimentaron la aparición de los nuevos cines y la primacía de los autores; o en la consideración de los cines alternativos a las grandes industrias occidentales surgidos de los procesos de descolonización de los países subalternos; o en los cambios en el uso y el consumo de películas con la llegada de la televisión, de los magnetoscopios, del mando a distancia, de los DVDs y de las plataformas; o en la generalización de las propuestas inmersivas vinculadas al desarrollo de nuevos espacios de exhibición de la imagen en movimiento…
Todos estos elementos nos permiten observar que la perspectiva diacrónica y narrativa que primó en la historia del cine era muy limitadora. Los cortes sincrónicos en esos momentos de crisis nos permiten entender la complejidad de los procesos. Debemos mencionar aquí que hay algunas pistas que nos plantean aproximaciones de este tipo en las que también se prima una perspectiva cultural. Por ejemplo, la denominada “New Cinema History”, centrada en el análisis exhaustivo de los contextos de producción y los modos de recepción de las películas. O, más importante en mi opinión, la denominada “Arqueología de los medios”, en la que el cine es observado como una práctica más dentro de un complejo territorio de exploración del audiovisual. De este modo, los procesos no se entienden como una progresión o un desarrollo en continuidad, sino como una acumulación de capas que permiten conexiones directas entre, por ejemplo, el cine de los primeros tiempos y ciertas prácticas del digital; o entre los panoramas, las exposiciones universales y las proyecciones en Imax. Pienso que estas aproximaciones “sincrónicas”, que plantean una idea de convergencia de los medios, están resultando muy provechosas para repensar las posibilidades de una historia del cine en nuestro momento presente.
Tú has trabajado particularmente sobre el período de los años 20-30 y el periodo de entreguerras ¿Qué te parece importante aún destacar y discutir sobre este período?
Me parece un periodo importante por algunos motivos que ya hemos visto. Extendido hasta los años 40, se trata del contexto en el que el cine es el medio de entretenimiento hegemónico. Para el público del momento, el cine tenía una enorme influencia, más de la que podemos concebir ahora. El cine era mucho más que una forma de distracción. Era también una fuente de aprendizaje, de incorporación de formas de comportamiento, de manejo de las emociones, de transmisión de valores, de conocimiento al mundo, de concepción de la experiencia y, por supuesto, de puro goce audiovisual relacionado con los estímulos de la vida moderna. Me interesa pensar las consecuencias de esta intensidad de la experiencia cinematográfica en elementos que trascienden el propio marco de los estudios fílmicos. Sobre todo, en el modo en que esa fuerza del cine se traduce en asuntos un tanto complejos como la posibilidad de formación de ideas de lo colectivo a través, entre otras cosas, del consumo de relatos, formas musicales e imaginarios potenciados por el cine.
Estoy trabajando en un libro que intenta pensar cómo el primer cine musical, por ejemplo, sirvió para la construcción de unos referentes imaginarios de identidad nacional que se irían consolidando durante la década de los 30, sobre todo con la colaboración de otros medios como la radio y la industria discográfica. El calculado entrecruzamiento de referentes musicales folclóricos con fórmulas modernas alcanzó gran popularidad en el momento, sobre todo con el apoyo de la difusión radiofónica y de los discos. El cine intensificó exponencialmente esta influencia a mediados de los años 30. Este es un tema bien conocido y que ya se ha abordado por diversos autores en estudios parciales centrados en perspectivas nacionales. Mi interés, sin embargo, consiste en observar estos procesos a través de una fijación temporal bastante estricta (que he fijado en aproximadamente en el año 1936) y en una lectura comparada, es decir, observada a la vez en diferentes cinematografías nacionales. Hacia 1936, una serie de películas fueron capaces de dar forma a imaginarios, motivos narrativos y modelos musicales que permanecieron como referentes de identidad nacional durante generaciones. En el ámbito hispano, propongo el caso de películas como Allá en el rancho grande (1936), Morena Clara (1936), Alô Alô Carnaval (1936) o las de Gardel, cuyas últimas películas son de 1935. Son casos relevantes en el proceso, por utilizar la expresión de Georg Mosse, de nacionalización de las masas. No sólo eso, sirvieron para consolidar una serie de rasgos a partir de los cuales esas culturas nacionales fueron reconocidas e identificadas internacionalmente. La copla, la ranchera, el samba y el tango pasaron a significar respectivamente lo español, lo mexicano, lo brasileño o lo argentino a escala transnacional. Precisamente, la dimensión histórica de estos filmes trasciende el ámbito de la industria o del estilo cinematográfico para proyectar algo más. Los convierte en documentos de las tensiones y aspiraciones de estas sociedades en su tránsito hacia la modernidad a través del mestizaje de tradiciones y de un folklore más o menos inventado con los lenguajes de la técnica moderna. Y el modo en el que todo esto se articula y consigue implantarse es el consumo masivo, sobre todo por parte de las clases populares. Las masas urbanas celebraban, como público, como espectadores y como consumidores, esas nuevas señas culturales construidas con la ayuda de unos medios de comunicación que les dotaban de una identidad moderna como nación. Creo que este es uno de los asuntos por los que la época resulta particularmente apasionante para un historiador.
En particular en el caso de España, ¿qué elementos de los temas que te han convocado, te parece relevante poner en discusión el día de hoy?
Un poco en la línea de lo anterior, en el cine español me interesa también la época de los 30 y los 40, es decir, el periodo de la transición al sonoro y las producciones del primer franquismo. Durante los años anteriores de la Guerra Civil, la cultura cinematográfica fue un reflejo de las transformaciones provocadas por los procesos de modernización del país. Como ocurría en gran parte del mundo, las élites intelectuales, los poetas o los artistas, veían en el cine un poder transformador y cosmopolita, pero que debía alimentarse también de tradiciones y rasgos vernáculos propios de cada sociedad. En las películas se contemplaban formas de vida y comportamientos que rompían los moldes tradicionales, moldeaban el gusto de los espectadores y despertaban unos hábitos de consumo que definían un nuevo tipo de sociedad.
De este modo, en la España de los años republicanos se constituyeron algunas compañías como Cifesa y Filmófono que intentaban imitar, a escala más modesta, la política de Estudios de Hollywood, entre otras cosas por su énfasis de comercialización a través de estrellas. También por el desarrollo de géneros que combinaban elementos de Hollywood con modelos y formas de entretenimiento locales que fundían lo viejo y lo nuevo. Me interesa observar esos procesos, podríamos decir de hibridación, entre las corrientes internacionales, con el imaginario de la modernidad que tienen como foco irradiador el Hollywood de los años 30 y su asimilación, adaptación a las tradiciones españolas, aunque muchas de ellas fueran más o menos inventadas durante el siglo XIX. Eso también se puede extender al primer cine franquista. Después de la guerra pervive un gran estudio, Cifesa, que sigue teniendo como horizonte las grandes compañías de Hollywood. Realiza notables producciones en un contexto durísimo de posguerra, en el momento más represivo de la Dictadura y en años de pobreza y miseria generalizada. Muchas de las producciones de Cifesa de esos años son, sin embargo, comedias protagonizadas por rutilantes estrellas, revestidas de decorados lujosos que imitan en parte modelos de Hollywood. Muchas de estas películas resultan fascinantes, porque además revelan una búsqueda por asumir las innovaciones estilísticas que se están produciendo en otras cinematografías más avanzadas y, a pesar de la situación del país, son perfectamente homologables a las producciones internacionales del momento.
¿De qué modo crees que nos afecta estudiar una historia del cine no desde un centro hegemónico de la industria (por ejemplo, Hollywood-USA)? ¿Cómo afecta a la escritura de esa historia?
Los estudios de cine están más o menos establecidos en el marco académico internacional y desde universidades o instituciones culturales se impulsan investigaciones históricas que centran su trabajo en las cinematografías locales y nacionales. En muchos casos estos trabajos sirven para repensar críticamente las tensiones y dependencias que mantienen con ese centro hegemónico que condiciona en gran medida los caminos de la industria en cada país. Como nos enseñan aproximaciones como las de Miriam Hansen, creo que lo más productivo es observar la historia del cine como el resultado de una tensión constante entre lo vernacular y lo transnacional, entre las culturas locales y la globalización. Como un elemento más de la modernidad, el cine fue una forma de distracción globalizada. Quizá, la más potente del siglo XX. Los agentes de los Lumière o de Edison recorrieron el planeta construyendo un tráfico de imágenes que ya no cesó desde esos momentos inaugurales, configurando la experiencia de los espectadores de todo el mundo. El modo de poner en imágenes historias que buscaban emocionar al público, el desarrollo del montaje, de la puesta en escena, de las soluciones estilísticas que se establecieron como parte de un lenguaje compartido internacionalmente, de la iconografía de las estrellas o de la adaptación a características locales de los géneros cinematográficos fueron resultado también de este proceso globalizador. Y, por supuesto, fueron a su vez la consecuencia de un incesante proceso de investigación y experimentación. El punto final de esa experimentación era el gusto del público: si las fórmulas eran aceptadas y consumidas, eran incorporadas inmediatamente a escala internacional. Por otro lado, también esas formas expresivas que se habían revelado como eficaces, envejecían e iban transformándose, requiriendo más experimentación e innovación. Nuevas formas de decir y mostrar, en suma. En cierto modo, esa dinámica entre lo nacional y lo transnacional, el desarrollo del estilo cinematográfico y los continuos giros de “crisis” del cine nos permiten augurar que, de momento, la “muerte del cine” (el fin de su historia) parece poco probable. En el verano de 2023, cuando pienso estas palabras, observo que sigue plenamente vigente. La institución cinematográfica continúa buscando construir nuevas fórmulas narrativas e imaginarias que responden a valores contemporáneos. Hollywood sigue marcando el paso, no cabe duda. Pero, como ocurrió en el pasado, no se puede entender sin la creatividad proveniente del resto de cinematografías del mundo.
Peirano, M. (2023). Vicente J. Benet, laFuga, 27. [Fecha de consulta: 2024-12-09] Disponible en: http://2016.lafuga.cl/vicente-j-benet/1172